martes, 27 de enero de 2015

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI.


CAPÍTULO I

Frankfurt está atravesada por el Meno, un río que siempre lleva abundante caudal. A ambos lados de su ribera se asienta una gran cantidad de museos, los pocos alemanes que viven allí dicen que dibujan sobre su ciudad perlas situadas de tal manera que, una tras otra, terminan formando un gran collar.
Llegaron la tarde anterior, cenaron y se acostaron para estar mejor adaptados al cambio horario al día siguiente. Esta mañana hace un frío tremendo. Los dos van bien abrigados, embutidos hasta los ojos. El padre, además, lleva sombrero. Mira co frecuencia al hijo que camina a su lado, se dirigen al Stadel Museum.
Umberto Di Rossi, cuarenta y siete años, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Nueva York, aprovecha las vacaciones navideñas para llevar a su hijo al viejo continente y que no pierda las referencias de sus orígenes. Viajan hasta Italia para pasar las fiestas en casa de los abuelos maternos, pero, desde hace dos años, antes de bajar a Nápoles hacen una escala en otra ciudad europea donde pasan unos días.

El pequeño Di Rossi había levantado la curiosidad de sus padres desde muy temprana edad. Estos se miraron sorprendidos la primera vez que lo llevaron al cine. Antes de comenzar la película no paró hasta tocar el número que estaba impreso en el asiento que le quedaba delante, lo observaba pensativo, repasó repetidamente su forma con la yema de su pequeño dedo índice. Después se fijó en los que había delante de los asientos del padre, de la madre, miraba a un lado y a otro comparándolos también con el suyo, se daba cuenta de que eran distintos. A uno dirigió sus dedo entrando en contacto y recorriendo su forma como había hecho con el primero. Y comenzó la película, de dibujos animados. El pequeño, que acababa de cumplir un año y medio, permaneció quieto, pendiente de la pantalla durante toda la sesión. Sentado entre ellos no se perdía detalle, y cuando se encendieron las luces no se había olvidado, volvió a los números. Los padres le decían en voz alta cada uno de ellos cuando señalándolos, se volvía para mirarlos. Recorrió todo el pasillo con los pacientes padres. Paolo los aprendió al mismo tiempo que contestaba a la otra pregunta.
_¿Cómo es mi niño...?
_¡Aapo! _(Guapo).
Cuando paseaban por Manhattan, él, sentado en su cochecito, con una pierna recogida y recostada sobre un lateral, no paraba de observarlo todo con aquellos preciosos ojos azules que nadie sabía de dónde había sacado. Repasaba las fachadas de los rascacielos pasando la mirada de uno a otro, tranquilo y con gesto serio, parecía un viejo. De vez en cuando engurruñía los párpados como hacía también su padre, que tenía una buena dosis de miopía, y efectivamente más tarde hubo que ponerle gafas.
Fue creciendo y desde el principio se mostró maduro, sensato, educado, escuchaba a los padres cuando le hablaban, poco por lo general, no hacía falta, los tres se sentían bien solo con estar juntos.
El niño prometía que iba a ser un genio, avanzaba sin problemas pero sin llegar a destacar en clase, y es que parecía que le atraían más otras materias distintas a las que aprendía en el colegio. Siempre muy callado, se daba cuenta de que tenía un gran mundo interior, pero que se lo guardaba para él. Pocas veces preguntaba sobre algún tema, y cuando lo hacía desarrollaba sus conocimientos de forma lógica hasta llegar al punto sobre el que tenía la duda. Dibujaba siempre una línea recta en sus planteamientos, no se andaba por las ramas, partía de un punto y se dirigía hacia el otro punto que le interesaba. Su vocabulario era muy extenso, buscaba la palabra precisa para llevar a cabo esa elemental línea recta. Increíble, ni una persona mayor con un buen bagaje intelectual era capaz de hacerlo mejor y más sencillo. Y, sin embargo, los psicotécnicos daban una puntuación normal. Los padres se preocuparon, no porque esperasen que su hijo tuviese un coeficiente intelectual superior y no lo tuviera, no, lo preferían. Se preocuparon cuando, después de varias reuniones a petición del equipo de psicólogos del colegio, estos les expusieron unas dudas de las que no tenían pruebas; su hijo mentía.
_Jamás lo ha hecho, nos sorprende mucho lo que nos dicen. _Los padres estaban convencidos de que aquello no era así.
_No les estamos diciendo que le esté mintiendo a ustedes sobre unos hechos que hayan ocurrido y se los cuente de forma diferente a como sucedieron. Creemos que nos miente a nosotros, cuando hablamos con él intentando evaluarlo y en sus respuestas a los test que le hacemos.

Umberto mira una vez más a su hijo.
¨Diez años ya¨.
Y no puede recordar la cadena de acontecimientos que comenzaron muchos años antes, cuando a su vez él era un niño, de qué forma le marcaron para el resto de su vida. Se pregunta cómo puede evitar que su hijo sufra como lo hizo él.
Umberto a estas alturas de la vida conoce la respuesta; no puede.

CAPÍTULO II

El viejo autobús bajaba por la vía Toledo. Umberto, sentado junto a la ventanilla, observaba la gran cantidad de comercios que se sucedían ante sus ojos, una calle llena de vida. Llegaban al final del viaje, los pasajeros empezaron a moverse. Volvió la mirada al interior. La manga negra e la chaqueta de su madre, que iba sentada a su lado, le tapaba la visión de casi todo. Siempre iba vestida de ese color a pesar de que era muy joven, veinticinco años, porque siempre había alguien por quien guardar luto, en esta ocasión era por la abuela María.
El padre se levantó buscándolo, echando un vistazo al hijo que a su vez lo miraba desde abajo. Umberto lo vio con su bigote, alto, joven, seguro. Se abrochaba solo el botón central de los tres que llevaba la chaqueta. Él sabía por qué. El padre levantó los brazos para alcanzar la pequeña bolsa de viaje que habían dejado depositada en el portaequipaje, sobre sus cabezas, y la chaqueta se elevó lo suficiente para dejar ver la cacha negra de la pistola que siempre llevaba en el lado izquierdo de su cintura. Sabía de la importancia que tenía aquella arma para su familia. Había pasado de padre a hijo acompañada por su historia de que era un arma segura, nunca fallaba, y que les había traído suerte desde que su abuelo se hiciera con ella en la guerra de España, donde luchó como voluntario.
Del abuelo apenas recordaba ya su físico, aunque sí sus historias. Fue un ferviente católico, como toda la familia, y le impresionaron las noticias que llegaban de España donde mataban a los curas e incendiaban las iglesias. En sus años de juventud todos los universitarios italianos eran fascistas. Él no lo era, ni hijo de militar, ni estudiante. Él sólo sabía leer, escribir y las cuatro reglas. Había trabajado en el campo desde que cumplió los diez años, así que lo único que tenía el abuelo era fuerza, valor y un arrojo sin límites.
Buscaba aventura, justicia. Quería ser un condotiero. El Duce hablaba y lograba convencer a muchos jóvenes que veían a unos padres desmoralizados. La nueva Italia Imperial de los sueños de Mussolini prendió en su corazón como en el de otros setenta mil jóvenes italianos. Se embarcó en Nápoles con destino a Cádiz. Ya en tierra y uniformados en Jerez con camisa y boina negra, lo mandaron a Guadalajara, donde pronto supo lo que eran la guerra, España y los españoles.
¨Fue horroroso¨, era la frase que siempre utilizaba.
Barro, frío, nieve. No aguantaron el ataque de las Brigadas Internacionales, murieron casi todos los de su batallón.
Comentaba, riendo, que los españoles les llamaban a ellos cobardes, ¨porque cuando avanzábamos lo hacíamos de roca en roca o parapetándonos detrás de los árboles, mientras que ellos lo hacían en línea recta, al descubierto, lanzados detrás de su bandera y con un crucifijo por escudo¨.
Si su batallón capturaba algún prisionero, lo tenían que entregar a Los Nacionales en un plazo de cuarenta y ocho horas. Los fusilaban.
¨Los españoles eran de paredón fácil, los de un bando y los del otro¨.
En una ocasión atraparon a un gudari vasco. El abuelo lo desarmó del fusil y de la pistola que llevaba, una Astra 400. Contaba que era un hombre joven, valiente.
¨No demostró miedo en ningún momento, tenía estudios, se llamaba Caperochipi, que en vasco significa sombrero pequeño¨, comentaba risueño.
Su comandante sabía lo que venía después, así que, tras pensárselo mucho, le dio un uniforme italiano. Hizo de topógrafo durante toda la guerra con ellos.
¨Incluso fue condecorado con una medalla por detectar un depósito de municiones del enemigo¨.
La alegría siempre estaba en el rostro del abuelo cuando contaba las historias de la guerra de España. A aquel vasco le devolvió su fusil, pero cuando fue a entregarle la pistola, no la quiso, prefirió que se la quedara él, en agradecimiento, un recuerdo.
¨Sí, esta pistola trae suerte¨. Ahora era a su padre al que se lo seguía oyendo decir en infinidad de ocasiones mientras la limpiaba y engrasaba con esmero en su presencia. Decía que nunca se encasquillaba, una semiautomática que admitía todos los calibres de 9 mm; ¨Largo, Parabellum, Glisenti, Browning largo, e incluso el 380 ACP¨.
Y más adelante volvía a hablar del abuelo, también sobre la tierra, sobre la vida, sobre el futuro. Aquella pistola formaba parte de la familia y la necesitaba para estar sobre todo aquello, y porque tampoco creía que ¨el cincuenta y uno por ciento pueda decidir lo que quiera en contra del cuarenta y nueve por ciento restante¨.
En la Plaza del Plebiscito bajaron de aquella tartana que les traía de Frattamaggiore. La imagen de las gentes pobres contrataba con la grandiosidad de la columnata similar a la de la explanada del Vaticano. Este espacio fue mandado construir por el cuñado de Napoleón Bonaparte, Joaquín Murat, nombrado Rey de Nápoles por su Emperador como premio a la eficacia demostrada en el aplastamiento de la revuelta popular que se llevó a cabo el 2 de Mayo de 1808 en Madrid, ciudad de la era gobernador cuando ocurrió el levantamiento, y donde ordenó disparar contra la multitud, de forma indiscriminada, para continuar después con una represión brutal asaltando, violando y fusilando, sin juicio previo, a la población civil. La diferencia entre la realidad del pueblo y las ansias de poder de sus gobernantes se podía seguir contemplando allí doscientos años después de su construcción.
La madre, agitada y nerviosa, le ponía el abrigo al hijo.
¨Compra todo lo que necesites, ya podemos¨, escuchó decir al padre aquella mañana antes de salir de la casa, con una sonrisa, confiado, seguro, mirando a su madre a los ojos. Él se quedó en el Bar del Professore, cercano a la plaza, mientras que ellos continuaron calle arriba. Umberto sabía que una de las cosas que comprarían sería el queso que tanto le gustaba a su padre, Parmigiano Reggiano y Provolone Pastoso. La enormidad de aquellas piezas le dejaban boquiabierto y abstraído.
Subían la calle, la madre con el hijo cogido de la mano. En la otra, la bolsa donde guardar las compras. En Vía Toledo hay de todo.
No había transcurrido un minuto desde la última vez que miró a los ojos de su esposo.
¨¡Tac!¨. Sonó fuerte y seco. La paró. El estampido recorrió todo su cuerpo.
¨¡Tac!¨. ¡Tac!¨. Ahora dos más, seguidos, que le entraron por los oídos y se le quedaron dentro, retumbando.
Umberto los escuchó al mismo tiempo que notaba las descargas nerviosas de la mano de su madre.
Se giró llevando al hijo, volviendo sobre sus pasos lo más de prisa que pudo, le soltó la mano y comenzó a correr. El pequeño vio la falda negra de su madre que se desplegaba en todo su vuelo. La siguió a corta distancia. Cuando llegaron, la gente estaba arremolinándose. Su madre conseguía adentrarse en la barrera humana. Umberto detrás, pegado a su falda. Solo negro ante sus ojos. De pronto su madre se detuvo.
Sólo negro.
Los segundos se hicieron largos mientras él se daba cuenta de que ya no había más gente delante. Dobló la cabeza a un lado, al otro. Personas en circulo miraban absortas e indiferentes a un punto central sin expresión alguna en sus rostros. Su madre se separó de nuevo de él y entonces vió las piernas, las suelas de unos zapatos que conocía, y la falda negra acercándose al cuerpo y, por segundo, el rostro de su padre. Estaba tirado en el suelo, con la boca y los ojos abiertos, mirando hacía el cielo, pero con una expresión de no ver nada.
Su madre se había lanzado sobre su padre gritando su nombre, que también era el suyo, ¨¡¡¡Umberto!!!¨, abrazándolo, besándolo. Tirada encima del pecho de su esposo, lloraba y gritaba enloquecida. El hijo también buscó el cuerpo inmóvil, encontró su hueco sobre el vientre. Con una mano intentaba abrazar al padre y con la otra a la madre. Imposible, no podía, no abarcaba, era un niño que en esos momentos no sabía bien si lo que estaba viviendo era real, o más bien un sueño del que quería despertar, no le gustaba esa pesadilla, pensaba que era imposible que su padre estuviera muerto. Fue entonces cuando la notó debajo, entre sus cuerpos.
Deslizó la mano y allí estaba. Posiblemente no le había dado tiempo ni a tocarla, lo debían estar esperando.
Cogió la pistola y sin incorporarse la metió bajo su abrigo, pegada a la axila, apretando su brazo contra el costado. Notó el material frío, pesado, y fue cuando estuvo seguro de que lo que estaba viviendo no era un sueño.
Después de un rato alguien lo levantó, lo separó, una mujer. Primero le tapó los ojos, después lo pegó contra su falda.
De nuevo inmóvil.
Sólo negro.
Abrazado a la pistola solo pudo llorar.

CAPÍTULO III

Atrás quedaban las escalinatas y las columnas corintias del U. S, Custom House. Había pasado toda la mañana en aquel edificio rectangular de piedra gris, la antigua aduana de Nueva York hoy convertida en el National Museum of The American Indian, y ahora caminaba por los animados jardines de Battery Park hacia el embarcadero desde donde parten los ferris. La brisa del mar le refrescaba el rostro y despejaba su cara. Pasó la mano por su pelo largo peinándolo hacia atrás y se ajustó las gafas metálicas plateadas, redondas. Hizo un gesto agudizando la vista al mismo tiempo que enseñaba los dientes. Pudo ver al frente la Estatua de la Libertad.
Era mediodía. La arquitectura del muelle, los gruesos pilares, el edificio donde se vende los tichets, todo era de madera. Le hizo imaginar que podían ser muy similares a los que debieron existir en los años de aluvión de inmigrantes a los Estados Unidos, y en la antesala del puerto de Nueva York, Ellis Island, donde hicieron espera doce millones de inmigrantes entre los años 1892 y 1954.
Olía a mar. El agua, entre verde y marrón, con grandes manchas blancas de pompas flotando, marcaba su movimiento de subida y bajada en la cintura del náufrago al que tratan de salvar desde el embarcadero el resto de figuras del grupo escultórico del que forma parte. De nuevo pensó que esta debió de ser una imagen frecuente tiempo atrás.
Llegó el barco u se bajaron los turistas. A medida que lo hacían, cruzaban una sonrisa con un empleado del negocio y le entregaban unas propinas que este amontonaba en su mano estirando los billetes cuidadosamente.
Se sentó en uno de los largos bancos que había en la cubierta de popa. Hacía un magnífico día. Pronto subió el ruido de los motores empujando el casco del barco, qu iba abriéndose camino y dejando atrás una estela de espuma.
Al principio pensó que era un chico, pero algunos movimientos y después el verla de perfil le hicieron salir de la duda inicial. Se estaba fijando en la joven morena que se había levantado unas filas más adelante y que se dirigía a la barandilla lateral que bordeaba la embarcación. El cuerpo menudo y ligero, unos vaqueros caídos, camiseta de manga corta y pelo suelto con algo de melena. La chica dio un bocado a un sándwich que llevaba en la mano mientras miraba hacía Manhattan. Su cara se iluminó con una sonrisa, dio un pellizco al pan y extendió la mano fuera del barco. Una gaviota se acercó despacio planeando con sus alas extendidas, como a cámara lenta, y tomó el trozo sin temor. Casi se dejó acariciar en el aire por la mano de la chica para regocijo de muchos turistas que en ese momento ya estaban pendientes. Varios de ellos se acercaron al borde y se dispusieron a imitar a la joven. Pronto se formó una cola de gaviotas siguiendo la estela del barco, donde se había creado un ambiente de alegría generalizada.
Ella volvió a su asiento. Tenía un piercing en un lateral del labio inferior. Aún le quedaba algo del sándwich y él pensó que, como mínimo, aquel metal en su boca le debía resultar molesto a la hora de comer. Tenía el gesto vivo, alegre, y unos hoyuelos en las mejillas que le daban frescura y cierto aire de travesura al rostro. Mientras tanto, por la megafonía del barco comenzó a escucharse la historia de la Estatua de la Libertad.
La isla le pareció más grande de lo que pensaba. Paseó por sus jardines, caminó por la estrella irregular de once puntas sobre la que se asienta el pedestal, y después entró y subió por el interior de la estatua. La escalera de caracol, metálica, iba girando constantemente en una espiral hacia arriba. El espacio y el giro se estrechaban cada vez más a medida que se subía hasta llegar a la corona. Durante el tiempo que se tardaba en subir, el turista podía escuchar hablar en media docena de idiomas, también había que esperar pacientemente a que los visitantes iniciaran el descenso por el otro lado.
Arriba el espacio era muy pequeño, cogían cuatro o cinco personas a lo sumo y, cuando por fin llegó, vio a la joven de la gaviota, agazapada, mirando al exterior. Desde allí se abrían unas vistas impresionantes hacia la ciudad a través de los ventanales centrales que se ven en las fotografías. Él se puso a su lado, ella lo miró, pareció sorprenderse al verlo.
¨¡Cómo se le parece!¨, pensó ella, y después le sonrió mientras él apreciaba la luz de aquel rostro, y los hoyuelos.
_Ciao _le dijo ella alegrando aún más la cara.
_Ciao.
Esa palabra, por sencilla que parezca, tiene un acento que sólo lo pronuncian los nacidos allí.
_¿Eres italiano?
Sí le contestó con una sonrisa nerviosa e insegura_, de Nápoles.
¨¿Y cómo no te he visto antes?¨, se preguntó ella mientras fruncía el ceño y ponía sus cejas rectas.
¨Sí, parece un chico¨, pensó él.
La estaba mirando desde arriba, el pelo con raya al lado que le desaparecía cuando se le abría el flequillo, corto, recto. Parecía que iba sola. Dentro de su naturalidad, le resultaba extraña y andrógina.
_¡Yo también soy de Nápoles! _ exclamó ella mientras lo miraba a la cara, sonriendo, y el giró la cabeza para mirar la ciudad_. Parece de película estar aquí arriba _siguió comentando ella.
Él lo pensó y dijo que sí con la cabeza, sin mirarla, sin hablar.
Apenas había pasado un par de minutos y los turistas que habían llegado al mismo tiempo que él ya estaban iniciando la bajada, otros ocupaban sus lugares.
_Me voy para abajo _dijo él.
_Yo aguanto un poco más, o hasta que me echen. _Le hablaba con una sonrisa pícara mirándolo a la cara, repasando su rostro.
_Adiós.
_Hasta luego, John Lennon _escuchó ya a su espalda, y no se atrevió a volver la mirada.
Aquella joven despedía juventud, libertad, alegría adolescente. Era bastante más joven que él, a sus ojos una niña.
Y a ella le resultó increíble y fascinante conocerlo en aquel lugar tan especial, en la frente de la Estatua de la Libertad.

ANTONIO BUSTOS BAENA

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