CAPÍTULO
I
Frankfurt
está atravesada por el Meno, un río que siempre lleva abundante
caudal. A ambos lados de su ribera se asienta una gran cantidad de
museos, los pocos alemanes que viven allí dicen que dibujan sobre su
ciudad perlas situadas de tal manera que, una tras otra, terminan
formando un gran collar.
Llegaron
la tarde anterior, cenaron y se acostaron para estar mejor adaptados
al cambio horario al día siguiente. Esta mañana hace un frío
tremendo. Los dos van bien abrigados, embutidos hasta los ojos. El
padre, además, lleva sombrero. Mira co frecuencia al hijo que camina
a su lado, se dirigen al Stadel Museum.
Umberto
Di Rossi, cuarenta y siete años, profesor de Historia Contemporánea
de la Universidad de Nueva York, aprovecha las vacaciones navideñas
para llevar a su hijo al viejo continente y que no pierda las
referencias de sus orígenes. Viajan hasta Italia para pasar las
fiestas en casa de los abuelos maternos, pero, desde hace dos años,
antes de bajar a Nápoles hacen una escala en otra ciudad europea
donde pasan unos días.
El
pequeño Di Rossi había levantado la curiosidad de sus padres desde
muy temprana edad. Estos se miraron sorprendidos la primera vez que
lo llevaron al cine. Antes de comenzar la película no paró hasta
tocar el número que estaba impreso en el asiento que le quedaba
delante, lo observaba pensativo, repasó repetidamente su forma con
la yema de su pequeño dedo índice. Después se fijó en los que
había delante de los asientos del padre, de la madre, miraba a un
lado y a otro comparándolos también con el suyo, se daba cuenta de
que eran distintos. A uno dirigió sus dedo entrando en contacto y
recorriendo su forma como había hecho con el primero. Y comenzó la
película, de dibujos animados. El pequeño, que acababa de cumplir
un año y medio, permaneció quieto, pendiente de la pantalla durante
toda la sesión. Sentado entre ellos no se perdía detalle, y cuando
se encendieron las luces no se había olvidado, volvió a los
números. Los padres le decían en voz alta cada uno de ellos cuando
señalándolos, se volvía para mirarlos. Recorrió todo el pasillo
con los pacientes padres. Paolo los aprendió al mismo tiempo que
contestaba a la otra pregunta.
_¿Cómo
es mi niño...?
_¡Aapo!
_(Guapo).
Cuando
paseaban por Manhattan, él, sentado en su cochecito, con una pierna
recogida y recostada sobre un lateral, no paraba de observarlo todo
con aquellos preciosos ojos azules que nadie sabía de dónde había
sacado. Repasaba las fachadas de los rascacielos pasando la mirada de
uno a otro, tranquilo y con gesto serio, parecía un viejo. De vez en
cuando engurruñía los párpados como hacía también su padre, que
tenía una buena dosis de miopía, y efectivamente más tarde hubo
que ponerle gafas.
Fue
creciendo y desde el principio se mostró maduro, sensato, educado,
escuchaba a los padres cuando le hablaban, poco por lo general, no
hacía falta, los tres se sentían bien solo con estar juntos.
El
niño prometía que iba a ser un genio, avanzaba sin problemas pero
sin llegar a destacar en clase, y es que parecía que le atraían más
otras materias distintas a las que aprendía en el colegio. Siempre
muy callado, se daba cuenta de que tenía un gran mundo interior,
pero que se lo guardaba para él. Pocas veces preguntaba sobre algún
tema, y cuando lo hacía desarrollaba sus conocimientos de forma
lógica hasta llegar al punto sobre el que tenía la duda. Dibujaba
siempre una línea recta en sus planteamientos, no se andaba por las
ramas, partía de un punto y se dirigía hacia el otro punto que le
interesaba. Su vocabulario era muy extenso, buscaba la palabra
precisa para llevar a cabo esa elemental línea recta. Increíble, ni
una persona mayor con un buen bagaje intelectual era capaz de hacerlo
mejor y más sencillo. Y, sin embargo, los psicotécnicos daban una
puntuación normal. Los padres se preocuparon, no porque esperasen
que su hijo tuviese un coeficiente intelectual superior y no lo
tuviera, no, lo preferían. Se preocuparon cuando, después de varias
reuniones a petición del equipo de psicólogos del colegio, estos
les expusieron unas dudas de las que no tenían pruebas; su hijo
mentía.
_Jamás
lo ha hecho, nos sorprende mucho lo que nos dicen. _Los padres
estaban convencidos de que aquello no era así.
_No
les estamos diciendo que le esté mintiendo a ustedes sobre unos
hechos que hayan ocurrido y se los cuente de forma diferente a como
sucedieron. Creemos que nos miente a nosotros, cuando hablamos con él
intentando evaluarlo y en sus respuestas a los test que le hacemos.
Umberto
mira una vez más a su hijo.
¨Diez
años ya¨.
Y
no puede recordar la cadena de acontecimientos que comenzaron muchos
años antes, cuando a su vez él era un niño, de qué forma le
marcaron para el resto de su vida. Se pregunta cómo puede evitar que
su hijo sufra como lo hizo él.
Umberto
a estas alturas de la vida conoce la respuesta; no puede.
CAPÍTULO
II
El
viejo autobús bajaba por la vía Toledo. Umberto, sentado junto a la
ventanilla, observaba la gran cantidad de comercios que se sucedían
ante sus ojos, una calle llena de vida. Llegaban al final del viaje,
los pasajeros empezaron a moverse. Volvió la mirada al interior. La
manga negra e la chaqueta de su madre, que iba sentada a su lado, le
tapaba la visión de casi todo. Siempre iba vestida de ese color a
pesar de que era muy joven, veinticinco años, porque siempre había
alguien por quien guardar luto, en esta ocasión era por la abuela
María.
El
padre se levantó buscándolo, echando un vistazo al hijo que a su
vez lo miraba desde abajo. Umberto lo vio con su bigote, alto, joven,
seguro. Se abrochaba solo el botón central de los tres que llevaba
la chaqueta. Él sabía por qué. El padre levantó los brazos para
alcanzar la pequeña bolsa de viaje que habían dejado depositada en
el portaequipaje, sobre sus cabezas, y la chaqueta se elevó lo
suficiente para dejar ver la cacha negra de la pistola que siempre
llevaba en el lado izquierdo de su cintura. Sabía de la importancia
que tenía aquella arma para su familia. Había pasado de padre a
hijo acompañada por su historia de que era un arma segura, nunca
fallaba, y que les había traído suerte desde que su abuelo se
hiciera con ella en la guerra de España, donde luchó como
voluntario.
Del
abuelo apenas recordaba ya su físico, aunque sí sus historias. Fue
un ferviente católico, como toda la familia, y le impresionaron las
noticias que llegaban de España donde mataban a los curas e
incendiaban las iglesias. En sus años de juventud todos los
universitarios italianos eran fascistas. Él no lo era, ni hijo de
militar, ni estudiante. Él sólo sabía leer, escribir y las cuatro
reglas. Había trabajado en el campo desde que cumplió los diez
años, así que lo único que tenía el abuelo era fuerza, valor y un
arrojo sin límites.
Buscaba
aventura, justicia. Quería ser un condotiero. El Duce hablaba y
lograba convencer a muchos jóvenes que veían a unos padres
desmoralizados. La nueva Italia Imperial de los sueños de Mussolini
prendió en su corazón como en el de otros setenta mil jóvenes
italianos. Se embarcó en Nápoles con destino a Cádiz. Ya en tierra
y uniformados en Jerez con camisa y boina negra, lo mandaron a
Guadalajara, donde pronto supo lo que eran la guerra, España y los
españoles.
¨Fue
horroroso¨, era la frase que siempre utilizaba.
Barro,
frío, nieve. No aguantaron el ataque de las Brigadas
Internacionales, murieron casi todos los de su batallón.
Comentaba,
riendo, que los españoles les llamaban a ellos cobardes, ¨porque
cuando avanzábamos lo hacíamos de roca en roca o parapetándonos
detrás de los árboles, mientras que ellos lo hacían en línea
recta, al descubierto, lanzados detrás de su bandera y con un
crucifijo por escudo¨.
Si
su batallón capturaba algún prisionero, lo tenían que entregar a
Los Nacionales en un plazo de cuarenta y ocho horas. Los fusilaban.
¨Los
españoles eran de paredón fácil, los de un bando y los del otro¨.
En
una ocasión atraparon a un gudari
vasco. El
abuelo lo desarmó del fusil y de la pistola que llevaba, una Astra
400. Contaba que era un hombre joven, valiente.
¨No
demostró miedo en ningún momento, tenía estudios, se llamaba
Caperochipi,
que en vasco significa sombrero pequeño¨,
comentaba risueño.
Su
comandante sabía lo que venía después, así que, tras pensárselo
mucho, le dio un uniforme italiano. Hizo de topógrafo durante toda
la guerra con ellos.
¨Incluso
fue condecorado con una medalla por detectar un depósito de
municiones del enemigo¨.
La
alegría siempre estaba en el rostro del abuelo cuando contaba las
historias de la guerra de España. A aquel vasco le devolvió su
fusil, pero
cuando fue a entregarle la pistola, no la quiso, prefirió que se la
quedara él, en agradecimiento, un recuerdo.
¨Sí,
esta pistola trae suerte¨. Ahora
era a su padre al que se lo seguía oyendo decir en infinidad de
ocasiones mientras
la limpiaba y engrasaba con esmero en su presencia.
Decía que nunca se encasquillaba, una semiautomática que admitía
todos los calibres de 9 mm; ¨Largo, Parabellum, Glisenti, Browning
largo, e incluso el 380 ACP¨.
Y
más adelante volvía a hablar del abuelo, también sobre la tierra,
sobre la vida, sobre el futuro. Aquella pistola formaba parte de la
familia y la necesitaba para estar sobre todo aquello, y porque
tampoco creía que ¨el cincuenta y uno por ciento pueda decidir lo
que quiera en contra del cuarenta y nueve por ciento restante¨.
En
la Plaza del Plebiscito bajaron de aquella tartana que les traía de
Frattamaggiore. La imagen de las gentes pobres contrataba con la
grandiosidad de la columnata similar a la de la explanada del
Vaticano. Este espacio fue mandado construir por el cuñado de
Napoleón Bonaparte, Joaquín Murat, nombrado Rey de Nápoles por su
Emperador como premio a la eficacia demostrada en el aplastamiento de
la revuelta popular que se llevó a cabo el 2 de Mayo de 1808 en
Madrid, ciudad de la era gobernador cuando ocurrió el levantamiento,
y donde ordenó disparar contra la multitud, de forma indiscriminada,
para continuar después con una represión brutal asaltando, violando
y fusilando, sin juicio previo, a la población civil. La diferencia
entre la realidad del pueblo y las ansias de poder de sus gobernantes
se podía seguir contemplando allí doscientos años después de su
construcción.
La madre,
agitada y nerviosa, le ponía el abrigo al hijo.
¨Compra
todo lo que necesites, ya podemos¨, escuchó decir al padre aquella
mañana antes de salir de la casa, con una sonrisa, confiado, seguro,
mirando a su madre a los ojos. Él se quedó en el Bar del
Professore, cercano a la plaza, mientras que ellos continuaron calle
arriba. Umberto sabía que una de las cosas que comprarían sería el
queso que tanto le gustaba a su padre, Parmigiano Reggiano y
Provolone Pastoso. La enormidad de aquellas piezas le dejaban
boquiabierto y abstraído.
Subían
la calle, la madre con el hijo cogido de la mano. En la otra, la
bolsa donde guardar las compras. En Vía Toledo hay de todo.
No
había transcurrido un minuto desde la última vez que miró a los
ojos de su esposo.
¨¡Tac!¨.
Sonó fuerte y seco. La paró. El estampido recorrió todo su cuerpo.
¨¡Tac!¨.
¡Tac!¨. Ahora dos más, seguidos, que le entraron por los oídos y
se le quedaron dentro, retumbando.
Umberto
los escuchó al mismo tiempo que notaba las descargas nerviosas de la
mano de su madre.
Se
giró llevando al hijo, volviendo sobre sus pasos lo más de prisa
que pudo, le soltó la mano y comenzó a correr. El pequeño vio la
falda negra de su madre que se desplegaba en todo su vuelo. La siguió
a corta distancia. Cuando llegaron, la gente estaba arremolinándose.
Su madre conseguía adentrarse en la barrera humana. Umberto detrás,
pegado a su falda. Solo negro ante sus ojos. De pronto su madre se
detuvo.
Sólo
negro.
Los
segundos se hicieron largos mientras él se daba cuenta de que ya no
había más gente delante. Dobló la cabeza a un lado, al otro.
Personas en circulo miraban absortas e indiferentes a un punto
central sin expresión alguna en sus rostros. Su madre se separó de
nuevo de él y entonces vió las piernas, las suelas de unos zapatos
que conocía, y la falda negra acercándose al cuerpo y, por segundo,
el rostro de su padre. Estaba tirado en el suelo, con la boca y los
ojos abiertos, mirando hacía el cielo, pero con una expresión de no
ver nada.
Su
madre se había lanzado sobre su padre gritando su nombre, que
también era el suyo, ¨¡¡¡Umberto!!!¨, abrazándolo, besándolo.
Tirada encima del pecho de su esposo, lloraba y gritaba enloquecida.
El hijo también buscó el cuerpo inmóvil, encontró su hueco sobre
el vientre. Con una mano intentaba abrazar al padre y con la otra a
la madre. Imposible, no podía, no abarcaba, era un niño que en esos
momentos no sabía bien si lo que estaba viviendo era real, o más
bien un sueño del que quería despertar, no le gustaba esa
pesadilla, pensaba que era imposible que su padre estuviera muerto.
Fue entonces cuando la notó debajo, entre sus cuerpos.
Deslizó
la mano y allí estaba. Posiblemente no le había dado tiempo ni a
tocarla, lo debían estar esperando.
Cogió
la pistola y sin incorporarse la metió bajo su abrigo, pegada a la
axila, apretando su brazo contra el costado. Notó el material frío,
pesado, y fue cuando estuvo seguro de que lo que estaba viviendo no
era un sueño.
Después
de un rato alguien lo levantó, lo separó, una mujer. Primero le
tapó los ojos, después lo pegó contra su falda.
De
nuevo inmóvil.
Sólo
negro.
Abrazado
a la pistola solo pudo llorar.
CAPÍTULO
III
Atrás
quedaban las escalinatas y las columnas corintias del U. S, Custom
House. Había pasado toda la mañana en aquel edificio rectangular de
piedra gris, la antigua aduana de Nueva York hoy convertida en el
National Museum of The American Indian, y ahora caminaba por los
animados jardines de Battery Park hacia el embarcadero desde donde
parten los ferris. La brisa del mar le refrescaba el rostro y
despejaba su cara. Pasó la mano por su pelo largo peinándolo hacia
atrás y se ajustó las gafas metálicas plateadas, redondas. Hizo un
gesto agudizando la vista al mismo tiempo que enseñaba los dientes.
Pudo ver al frente la Estatua de la Libertad.
Era
mediodía. La arquitectura del muelle, los gruesos pilares, el
edificio donde se vende los tichets, todo era de madera. Le hizo
imaginar que podían ser muy similares a los que debieron existir en
los años de aluvión de inmigrantes a los Estados Unidos, y en la
antesala del puerto de Nueva York, Ellis Island, donde hicieron
espera doce millones de inmigrantes entre los años 1892 y 1954.
Olía
a mar. El agua, entre verde y marrón, con grandes manchas blancas de
pompas flotando, marcaba su movimiento de subida y bajada en la
cintura del náufrago al que tratan de salvar desde el embarcadero el
resto de figuras del grupo escultórico del que forma parte. De nuevo
pensó que esta debió de ser una imagen frecuente tiempo atrás.
Llegó
el barco u se bajaron los turistas. A medida que lo hacían, cruzaban
una sonrisa con un empleado del negocio y le entregaban unas propinas
que este amontonaba en su mano estirando los billetes cuidadosamente.
Se
sentó en uno de los largos bancos que había en la cubierta de popa.
Hacía un magnífico día. Pronto subió el ruido de los motores
empujando el casco del barco, qu iba abriéndose camino y dejando
atrás una estela de espuma.
Al
principio pensó que era un chico, pero algunos movimientos y después
el verla de perfil le hicieron salir de la duda inicial. Se estaba
fijando en la joven morena que se había levantado unas filas más
adelante y que se dirigía a la barandilla lateral que bordeaba la
embarcación. El cuerpo menudo y ligero, unos vaqueros caídos,
camiseta de manga corta y pelo suelto con algo de melena. La chica
dio un bocado a un sándwich que llevaba en la mano mientras miraba
hacía Manhattan. Su cara se iluminó con una sonrisa, dio un
pellizco al pan y extendió la mano fuera del barco. Una gaviota se
acercó despacio planeando con sus alas extendidas, como a cámara
lenta, y tomó el trozo sin temor. Casi se dejó acariciar en el aire
por la mano de la chica para regocijo de muchos turistas que en ese
momento ya estaban pendientes. Varios de ellos se acercaron al borde
y se dispusieron a imitar a la joven. Pronto se formó una cola de
gaviotas siguiendo la estela del barco, donde se había creado un
ambiente de alegría generalizada.
Ella
volvió a su asiento. Tenía
un piercing
en un lateral del labio inferior. Aún
le
quedaba algo del sándwich y él pensó que, como mínimo, aquel
metal en su boca le debía resultar molesto a la hora de comer. Tenía
el gesto vivo, alegre, y unos hoyuelos en las mejillas que le daban
frescura y cierto aire de travesura al rostro. Mientras tanto, por la
megafonía del barco comenzó a escucharse la historia de la Estatua
de la Libertad.
La
isla le pareció más grande de lo que pensaba. Paseó por sus
jardines, caminó por la estrella irregular de once puntas sobre la
que se asienta el pedestal, y después entró y subió por el
interior de la estatua. La escalera de caracol, metálica, iba
girando constantemente en una espiral hacia arriba. El espacio y el
giro se estrechaban cada vez más a medida que se subía hasta llegar
a la corona. Durante el tiempo que se tardaba en subir, el turista
podía escuchar hablar en media docena de idiomas, también había
que esperar pacientemente a que los visitantes iniciaran el descenso
por el otro lado.
Arriba
el espacio era muy pequeño, cogían cuatro o cinco personas a lo
sumo y, cuando por fin llegó, vio a la joven de la gaviota,
agazapada, mirando al exterior. Desde allí se abrían unas vistas
impresionantes hacia la ciudad a través de los ventanales centrales
que se ven en las fotografías. Él se puso a su lado, ella lo miró,
pareció sorprenderse al verlo.
¨¡Cómo
se le parece!¨, pensó ella, y después le sonrió mientras él
apreciaba la luz de aquel rostro, y los hoyuelos.
_Ciao
_le dijo ella alegrando aún más la cara.
_Ciao.
Esa
palabra, por sencilla que parezca, tiene un acento que sólo lo
pronuncian los nacidos allí.
_¿Eres
italiano?
Sí
le contestó con una sonrisa nerviosa e insegura_, de Nápoles.
¨¿Y
cómo no te he visto antes?¨, se preguntó ella mientras fruncía el
ceño y ponía sus cejas rectas.
¨Sí,
parece un chico¨, pensó él.
La
estaba mirando desde arriba, el pelo con raya al lado que le
desaparecía cuando se le abría el flequillo, corto, recto. Parecía
que iba sola. Dentro de su naturalidad, le resultaba extraña y
andrógina.
_¡Yo
también soy de Nápoles! _ exclamó ella mientras lo miraba a la
cara, sonriendo, y el giró la cabeza para mirar la ciudad_. Parece
de película estar aquí arriba _siguió comentando ella.
Él
lo pensó y dijo que sí con la cabeza, sin mirarla, sin hablar.
Apenas
había pasado un par de minutos y los turistas que habían llegado al
mismo tiempo que él ya estaban iniciando la bajada, otros ocupaban
sus lugares.
_Me
voy para abajo _dijo él.
_Yo
aguanto un poco más, o hasta que me echen. _Le hablaba con una
sonrisa pícara mirándolo a la cara, repasando su rostro.
_Adiós.
_Hasta
luego, John Lennon _escuchó ya a su espalda, y no se atrevió a
volver la mirada.
Aquella
joven despedía juventud, libertad, alegría adolescente. Era
bastante más joven que él, a sus ojos una niña.
Y
a ella le resultó increíble y fascinante conocerlo en aquel lugar
tan especial, en la frente de la Estatua de la Libertad.
ANTONIO
BUSTOS BAENA
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