LVIII
Su
apariencia es la de un joven bajito, de unos dieciséis años.
Su estar, el de un hombre maduro. Llega
al apartamento después del día de trabajo, deja el maletín en el
suelo al lado de la entrada y la busca. Allí está, lo ha escuchado
entrar y sale a su encuentro. Los ojos azules de ella aparecen
rodeados del mar de pecas, viéndolos sabe cómo está, feliz. Se
abrazan.
-¿Todo
bien? -le pregunta ella en voz baja, al oído.
-Sí,
mucho frío, pero por lo demás todo bien, y ahora mejor.
-Una
sonrisa de satisfacción se dibuja en el rostro de ambos.
Permanecen
unos segundos así, abrazados, les reconforta, un breve balanceo, y
ahora, frente a frente, se besan en los labios. Ella
y el hogar le dan calor.
-¿Y
el niño?
-En
la habitación.
Se
separan cogiéndose de la mano y entran en la habitación para ver a
su hijo.
El
susto es monumental. Una auténtica cría de orangután de Borneo lo
contempla desnudo, solo tiene puesto un panal blanco que resalta en
contraste con la piel y el pequeño cuerpo lleno de largo vello
rojizo.
Puesto
en pie dentro del parquecito, lo mira fijamente, ni un leve pestañeo.
Ella
está feliz, satisfecha, se come con la vista al hijo, después se
vuelve hacia Paolo. Él recuerda las palabras de
su madre cuando le dijo que la imagen más bella que había tenido en
su vida había sido la primera vez que le vio a él y, evidentemente,
ese es su hijo..., aunque al que se parece es a un Auro Recosta, y ha
sacado el pelirrojo de Eiriann.
No
sabe qué hacer, se da una gran contradicción en su interior. La
quiere a ella y tiene que querer al hijo de ambos, pero no a ese
hijo, y sin embargo no lo puede rechazar. Tiene
que conformarse con lo que le ha tocado, la vida es así, no se puede
escoger a los padres... ni a los hijos. Pero... ¨¿es mi hijo?¨.
El
niño cambia el gesto. La boca se vuelve más grande aún, exagerada.
Comienza a hacer pucheros. Pronto aparecen dos
lagrimones que saltan por encima de las bolsas que se le forman bajo
los ojos.
La criatura parece que le ha leído el pensamiento, percibe que no lo
quiere.
No
sabe que hacer. Eiriann se dirige hacia el pequeño y lo toma. El
crío rodea el cuello de la madre con sus largos brazos, esta se gira
hacia Paolo y le dirige una mirada seria, de reproche, no esperaba
eso.
Tiene
la sensación de que ambos pueden entrar dentro de su ser y captar
sus sentimientos sin que él pueda impedirlo. Se siente inseguro,
angustiado, apenado.
Procura
que se le vaya la perplejidad que le ha causado el orangután. ¿Cómo
le explica a Eiriann la duda de si es el padre de la criatura?, ¿por
el aspecto?
Aunque
no se le parezca no puede poner esa cuestión en entredicho. ¿Cómo
iba a mantener ella una relación con otro que no fuera él?
La
ama. No quiere decepcionar a su mujer ni a su hijo, y sin embargo no
puede hacer nada por cambiar la situación. La percepción que ambos
están recibiendo de sus sentimientos es la real. No pueden mentir,
no sirve para nada, no tiene escapatoria.
Despierta.
La
boca completamente seca, se incorpora.
Tras
unos segundos de desconcierto se sitúa, recuerda dónde está. Ve la
línea de luz bajo la puerta, su padre está en el salón trabajando.
¨¿Qué
hora es?¨.
Mira
el despertador.
¨Las
seis¨.
Paolo
enciende la luz. Recostado sobre el cabecero de la cama recupera un
poco la calma. Ha vivido el sueño con tal intensidad que le cuesta
trabajo pensar que no es real, que solo sea un sueño. Incluso así
tarde un tiempo en sentir alivio.
¨Menos
mal, un niño mono no¨.
Se
ríe mientras conecta con la realidad.
¨Pero...
este sueño ya lo he tenido antes...¨.
¨¡Es
verdad! Lo estuve hablando con mi... ¿padre?¨.
Recordó
al hombre bajito con los ojos como los suyos... y las palabras de su
madre, el silencio que debía guardar, las dudas
que tuvo y que ella le ratificó.
¨¿O
lo interpreté mal?¨.
Fuera
o no Umberto su padre, desde entonces se sintió más solo. Tampoco
comprendía.
¨¿Cómo
puede ser? Ellos se querían¨.
Debía
ser un amor como el que él sentía por Eiriann.
¨¿Entonces?¨.
De
nuevo el agobio en el pecho. No,
la vida no puede ser así.
¨Y
sin embargo lo es. ¿O es que hay algo que no comprendo?¨.
Comprender,
comprender. Es la obsesión del pequeño Di Rossi para poder
incorporar el nuevo conocimiento a su mundo interior perfectamente
estructurado.
Paolo
decide en ese preciso instante que, si la vida es así, él no la
acepta.
¨¿Una
mentira, lo que vemos de las personas es solo una pose?¨.
Las
dos Lucrecias, la de Veneto y la de Leonardo, lo miran. Se siente
acompañado por ellas. El sueño le ha desconcertado enormemente.
¨¿Cómo
Eiriann y yo íbamos a tener un hijo como ese?¨.
Jamás
se le habría ocurrido.
Recordó
a su madre. Tenía una gran cantidad de imágenes de ella, siempre
guapa y satisfecha de él. Sus abrazos, sus besos, y sin embargo sus
abuelos... En la vida puede pasar cualquier cosa.
¨La
vida es casualidad, puro azar, solo si actúas de una manera
determinada tienes más probabilidades de que tu destino sea uno
concreto, es cuando la
gente dice: ¨se veía venir¨.
Piensa
convencido, ya relajado, para, a continuación, plantearse lo
contrario: ¨Pero este sueño que se ha repetido,
ahora tiene sentido, cuando lo tuve, no. ¿Pueden los sueños ver el
futuro? No. Sin embargo, en la antigüedad, griegos y romanos lo
creían. Si quitas el
desarrollo logrado a través de la técnica y la ciencia, a nivel
humano, el conocimiento de muchas civilizaciones es
incluso superior a la actual¨.
Preguntas,
reflexiones.
Descubre
que una persona puede tener expectativas inconscientes sobre los
hijos, también que la vida tal y como le parece que va a ser no le
gusta lo más mínimo. Otro
descubrimiento en la soledad de una madrugada y, nada más que por
eso, por aprender algo nuevo aunque no le haya gustado del todo, se
siente mejor; pero sobre todo, esas dudas íntimas acerca de quién
es su padre le hacen sentir un respeto enorme por
esa persona que está siempre pendiente de él, y que ahora está al
otro lado de la puerta. Se levanta y lo busca.
-¿Qué
haces? -pregunta echándole la mano sobre el hombro, la primera vez
que lo hace, mientras mira la pantalla del ordenador.
-Ya
ves, me tienes estudiando aquello que me dijiste.
-¿Que
Lucrecia Borgia es la Gioconda...?
-Sí.
-¿Has
decubierto algo nuevo?
-Hasta
ahora, nada que lo contradiga.
-Seguro
que encontrarás algo que lo confirme.
-Si
lo encontramos los dos juntos, mejor. He pensado que podemos hacer un
viaje en coche hasta un lugar donde pudieron coincidir.
-¿En
coche, tú conduciendo? -pregunta con ironía Paolo mientras sonríe.
-Sí,
¿te acuerdas de Giambattista?
-¿Tu
amigo policía que todos los años te presta su coche para que vayas
a Pompeya?
-Sí,
se lo voy a pedir. Del ordenador pienso que he sacado ya toda la
información que podía, ahora la teoría hay que ponerla en práctica
sobre el terreno. ¿Te atrae la idea?
-Claro
que sí. Pon en pantalla el cuadro de la Gioconda.
Umberto abre el archivo-. Aumenta la zona del puente. -Hace lo que le
indica Paolo-. ¿Ves el punto de luz? Le dice señalando con el dedo
una diminuta raya blanca, junto al hombro de la Gioconda-. Con esa
línea, Leonardo hace que veamos un reflejo que viene de atrás al
tiempo que crea un arco, muy pequeño, en el puente. Tenemos que
buscar ese puente -termina de comentar sonriendo.
Se
está acordando de su vecino, el señor Kipling, de sus fotografías
en las que en todas se apreciaba esa mancha blanca en el iris de los
protagonistas, el punto de luz que te muestra la
verdad, que les daba un toque personal a sus imágenes diciendo que
todas eran del mismo autor. Solo
una no contenía aquel punto de luz, la única que no estaba hecha
por él.
Umberto
piensa que es una buena idea.
-Pues
entonces descansa, en cuanto sean las diez llamo a mi amigo por
teléfono.
-Vale,
y tú acuéstate también, ya sabes, solo hay que encontrar ese
puente con cuatro arcos, y el de la izquierda, muy pequeño en
relación a los otros tres -dice sonriendo-. Después, a la derecha,
donde debería existir otro arco, un muro opaco. ¿Te das cuenta? La
falta de ese arco que debería estar a la derecha es lo que lo hace
irregular, es un puente que es fácil de identificar.
Umberto
tiene la boca abierta, asiente con la cabeza.
El
pequeño Di Rossi vuelve a la cama, se arropa y alarga la mano para
apagar la luz. Se detiene un instante, vuelve a recordar el sueño, a
Eiriann, las sensaciones que ha tenido.
Las
Giocondas lo siguen mirando. La envejecida por Leonardo parece que
comprende la sorpresa negativa sobre las relaciones de los adultos
que ha tenido. En su sonrisa percibe conexión y cariño, comprende
su decepción, como si ella hubiese pasado por lo mismo y lo hubiera
tenido que aceptar obligada, se
imponía la sociedad, el deber, la familia; mientras que la de
Veneto, aparentemente joven, comenzaba a intuir lo que sería su
futuro, y que este no dependería de ella a pesar de que era el suyo.
Apaga
la lámpara.
ANTONIO
BUSTOS BAENA.
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