LV
Paolo
se dirige a la puerta de la calle, la abuela se sonríe con gesto de
satisfacción al verlo. Poco a poco, cada día que pasa mejora la
expresión de ella y aparecen las muestras de cariño hacia el nieto.
Paolo sabe que el primer beso está al caer, pues la
tarde anterior, un día después de llegar, le ha entregado su
regalo, un calidoscopio de pasta, barato, que le ha encantado, y sabe
que lo siguiente que viene es el beso.
Aquella
señora vestida de negro, como el pelo, también muy negro, pintado,
iba cambiando las penas por alegrías con su
presencia. Era cuando llegaba el momento del regreso cuando su abuela
expresaba todo lo que le quería, le abrazaría y no querría que se
fuera nunca, al igual que el abuelo, aunque este lo expresaba de una
forma diferente, un beso en su frente el día de la despedida, en el
último momento. Después,
aquel matrimonio quedaba rodeado de nuevo por la soledad, un día...,
otro más..., una vida sin sentido, sin su hija.
La tristeza se instala
en esa casa oscura, húmeda, sin un rayo de sol que la caliente,
llena solo por el deambular de dos personas mayores abatidas sin el
consuelo ya de su nieto. La sensación de ahogo
aparecerá de nuevo y se unirá a la desolación, con ella viven cada
día, sin decírselo el uno al otro, apenas hablan.
¨¿Por
qué se tuvieron que ir tan lejos? ¿Es que esta tierra no es tan
buena como aquella para educar a su hijo? Nosotros lo hicimos, ¿para
qué tanto esfuerzo y tanto sacrificio?.
Nunca
habían dado forma con palabras a sus pensamientos, y menos a los
sentimientos; pero estos interrogantes se aproximaban mucho a la
incomprensión de las decisiones que su hija tomó años atrás,
cuando se marchó de Nápoles buscando un futuro distinto al que les
podía esperar en su ciudad. Y
ahora, cuando se marche el nieto, de nuevo volverá a aumentar la
ausencia. La pena
se acomodará de nuevo en el alma. Así hasta el próximo año, en el
que se volverán a reproducir las mismas sensaciones y situaciones
contradictorias.
-¿Vas
a salir?
-Sí.
-Quédate
al lado de la puerta. No te juntes con los Recosta. La abuela, desde
dentro de la casa, escucha las voces y los ruidos de la calle, sabe
por ellos perfectamente lo que ocurre fuera.
Lleva
el calidoscopio en la mano. El día levanta la niebla, pero los
escalones siguen húmedos, aún hace algo de frío.
Efectivamente,
dos de los temibles Recosta están unos metros más abajo jugando al
fútbol, en el llano que hace la calle en su subida. Habían formado
los equipos, dos pequeñas piedras marcaban cada una de las
porterías.
Paolo
se sienta en un escalón cercano a la puerta de la casa de sus
abuelos, los mira desde arriba. El balcón cae cerca de él, se
limita a contemplarlo. Por efecto de la pendiente regresa por sí
solo a sus dueños, que notan su presencia. Paolo ve la mirada que le
dirige el mayor de los Recosta, espera que haya reparado en que ya no
lleva gafas. Se habían conocido en el primer viaje a casa de sus
abuelos, el primer niño italiano con el que habló.
-¿Cuántos
años tienes? -fueron sus primeras palabras.
-Ocho.
-Yo
nueve, te gano -dijo subiéndose un poco sobre sí mismo y mirándolo
más desde arriba, aunque el Recosta estaba entrando en un terreno
que dominaba Paolo y en el que se podía defender fácilmente aunque
no llevase razón.
-Sí,
pero el año que viene tengo uno más y ya te pillo-le contestó con
seguridad.
Aquel
Recosta quedó pensativo y llegó a la conclusión de que lo que le
decía el forastero era así. De cualquier forma, como Paolo lo vio
meditando y comenzó a sumar con los dedos, no dudó en rematarlo por
si le surgía la duda.
-Además,
yo ahora soy pequeño, pero los médicos dicen que incluso seré más
alto que mi padre.
Recosta
lo había visto, con gafas como el hijo, y recordaba perfectamente
cuando se le quedó mirando e hizo aquel gesto, enseñándole los
dientes, los colmillos, como hacían los animales peligrosos que veía
por televisión.
De
vez en cuando, los futbolistas lanzan vistazos hacia él en silencio.
Paolo aprovecha para mirar por el calidoscopio, se fina en cómo
giran los triángulos multicolores.
Hay
veces que el balón corre calle abajo y tardan más en comenzar de
nuevo el juego, es entonces cuando los niños aprovechan para aclarar
situaciones entre ellos a voz en grito.
-¡Nosotros
somos el Nápoles! -dice el más grande y fuerte de los hermanos
Recosta a cuatro del equipo contrario.
Lo
miran con las manos en jarras, pero rápidamente bajan la cabeza
cuando se acerca el otro hermano, que aunque no le parece
físicamente, lleva el mismo apellido, el de la madre. Aquella
cuestión queda sin discusión por algo que es evidente, si uno de
los dos equipos tiene que ser el Nápoles, ese es el de ellos.
Los
doce hermanos Recosta se movían seguros. Los había de todas las
edades, la única niña era la mayor, veintidós años, y llevaban el
halo de su apellido allá por donde fuera. Todos menos uno, el que
estaba apareciendo en esos momentos tras salir de su casa. Contempla
el ambiente, es moreno, renegrío,
poco pelo muy fino, con grandes entradas en las sienes. Le molesta la
luz y baja la cabeza. A
pesar de su corta edad tiene bolsas bajo los ojos. La nariz, los
maxilares y los labios adelantados sobre los ojos y la frente.
Prácticamente no ha crecido ni cambiado nada desde el año anterior.
Parece un mono, hasta sus hermanos lo dicen y no discuten la
cuestión cuando otros niños se ríen de él, le insultan o hacen
gestos poniéndose a gruñir delante, imitando a un orangután. Es
muy feo; además, su pequeño cuerpo tampoco ayuda a tener alguna
opción de defensa.
-¡Mamá,
Auro está en la calle! -grita fuertemente el de más edad de los
hermanos a la madre, que está en el balcón llenando su cordel,
tendiendo ropa.
-¡Ten
cuidado de él! -La mujer devuelve el grito sin mirar ni dejar de
hacer.
-¡Uf!,
siempre igual -se queja y mira al hermano con cara lastimera.
El
pequeño Auro pone la mano abierta sobre los ojos para que no le
moleste la claridad que ya se filtra por entre las últimas nieblas
matutinas. Mira hacia arriba, ve a Paolo, le da la espalda y se
siente sobre uno de los escalones al borde del llano para contemplar
el partido.
Juegan,
saltan, se aplican con decisión. El balón vuelve a rodar escaleras
abajo. Uno del equipo contrincante de los hermanos Recosta baja a
toda velocidad. Mientras, el más joven de los Recosta que estaba
jugando corre hacia el hermano mayor y lanza una patada de kárate
que le pasa cercana, pero sin golpearle ni ánimo de hacerlo.
-¡Puff!
-resopla imitando el sonido de las películas. De nuevo lanza otro
golpe al rival imaginario-: ¡Puff! -El hermano mayor le imita, unas
cuantas patadas y golpes de puño con fuerza y seguridad.
El
niño que ha bajado a por la pelota regresa con el rostro enrojecido
y cansado.
El
mayor de los Recosta se acerca a Auro, que permanece sentado en el
escalón, adormilado, ojeroso. Le lanza una patada lateral, rápida,
veloz y segura, poniéndole el talón a escasos centímetros de la
cara, la mantiene un segundo en esa posición, cara frente a suela de
la zapatilla deportiva de primera marca. El pequeño despierta algo
de su letargo. De nuevo el hermano repite los movimientos, ahora con
la otra pierna.
Auro
apenas reacciona frunciendo la frente, pero va a romper a llorar, el
hermano baja la pierna y le da la espalda. Solo entonces el pequeño
Recosta se atreve a levantarse. Se acerca por detrás y lanza un
manotazo al aire, sin fuerza, sin querer golpearle, una mínima
protesta en respuesta a lo que el hermano le ha hecho, solo cuando
se ha dado la vuelta y no le ve porque el mayor de los Recosta está
ya pendiente del balón. Sin embargo, este ha desarrollado un sexto
sentido, intuye lo que ocurre a su espalda. Sin mirar, se inclina
adelante y lanza una patada hacia atrás que impacta de lleno en el
hermano a la altura del estómago doblándolo. Cae al suelo con el
gesto de dolor dibujado en el rostro, le falta la respiración, y
cuando la recupera llora desconsoladamente revolcándose. Nadie le
hace el menor caso ni se preocupa de él.
Continúa
el partido.
Va
subiendo escalones, se acerca poco a poco, incluso con sigilo. Tiene
esa forma de actuar recelosa aprendida de forma natural, en el día a
día , en la calle.
Paolo
se lleva el calidoscopio al ojo derecho mientras cierra el izquierdo.
El pequeño Recosta está intrigado por el interés que el vecino
extranjero demuestra.
Cuando
Paolo separa el calidoscopio del ojo, está ya a su lado. Lo mira, de
cerca le parece más feo aún. Un auténtico niño mono, o al menos
es lo más próximo que ha visto en toda su vida. Le ofrece el
calidoscopio para que mire y Auro lo toma. Apenas le llama la
atención aquellos triángulos multicolores girando y creando formas
geométricas increíbles, o al menos eso es lo que demuestra por su
estar aburrido.
Deja
de mirar. Paolo extiende la mano y Auro se lo da inexpresivo. Se
extraña de que un niño no demuestre sentir nada ante el movimiento
de figuras. Está casi seguro de que no las ha visto antes, es lo
que está pensando mientras mira de nuevo, y de pronto le desaparecen
de la vista. Cuando se da cuenta de lo que ha ocurrido, el pequeño
Recosta está cuatro escalones más abajo corriendo silencioso a toda
velocidad, entra en su casa. Paolo se queda boquiabierto, no sabe qué
hacer ni cómo reaccionar, no dice nada, se siente más que engañado.
El
mayor de los Recosta ve de reojo pasar al hermano. Se da cuenta de
que hay alguna novedad.
-¡Auro!-le
grita, al tiempo que mira hacia arriba.
Estudia
la cara de Paolo, baja la mirada hacia sus manos, están vacías.
Ríe, ya sabe lo que ha pasado.
Cuando
le llega la pelota la golpea con fuerza escalera abajo, se da tiempo,
entra en su casa corriendo para ver lo que el hermano, con toda
seguridad, le ha quitado al forastero.
Paolo
se siente avergonzado de que un niño con la mitad de edad le haya
quitado el calidoscopio, también de no haber reaccionado. Vuelve a
la casa de los abuelos antes de que el mayor de los Recosta alga de
nuevo y se ría de él junto a todo el grupo.
Si
Paolo hubiera vivido los diez años que acaba de cumplir en aquel
barrio, ya sabría que en Nápoles y en algunos
pueblos de alrededor, uno se convierte en un boss
con naturalidad porque lo va mamando desde que nace.
Si no has encontrado a alguien con las tripas fuera, recogiéndoselas
y metiéndoselas de nuevo dentro, ha sido el hermano o el primo el
que ha visto a un hombre normal, con chaqueta, que le han pegado tres
tiros y ha calculado tranquilamente lo que tarda la sangre en dejar
de fluir. Todo esto termina convirtiéndose en un tema de
conversación normal entre ellos. Siempre hay algún conocido que ha
sido testigo en primera fila.
Lo
comprenden con naturalidad, ven el poder, lo reconocen. Para ser un
boss
solo hay que recibir golpes como Auro Recosta, que ya reconoce a un
pardillo en cuanto lo ve. Y después, ya de mayor, no tener miedo a
morir.
ANTONIO
BUSTOS BAENA.
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