domingo, 15 de mayo de 2016

EL SECRETO DE LEONARDO DA.VINCI.CAP.55

LV
  Paolo se dirige a la puerta de la calle, la abuela se sonríe con gesto de satisfacción al verlo. Poco a poco, cada día que pasa mejora la expresión de ella y aparecen las muestras de cariño hacia el nieto. Paolo sabe que el primer beso está al caer, pues la tarde anterior, un día después de llegar, le ha entregado su regalo, un calidoscopio de pasta, barato, que le ha encantado, y sabe que lo siguiente que viene es el beso.
Aquella señora vestida de negro, como el pelo, también muy negro, pintado, iba cambiando las penas por alegrías con su presencia. Era cuando llegaba el momento del regreso cuando su abuela expresaba todo lo que le quería, le abrazaría y no querría que se fuera nunca, al igual que el abuelo, aunque este lo expresaba de una forma diferente, un beso en su frente el día de la despedida, en el último momento. Después, aquel matrimonio quedaba rodeado de nuevo por la soledad, un día..., otro más..., una vida sin sentido, sin su hija. La tristeza se instala en esa casa oscura, húmeda, sin un rayo de sol que la caliente, llena solo por el deambular de dos personas mayores abatidas sin el consuelo ya de su nieto. La sensación de ahogo aparecerá de nuevo y se unirá a la desolación, con ella viven cada día, sin decírselo el uno al otro, apenas hablan.
¨¿Por qué se tuvieron que ir tan lejos? ¿Es que esta tierra no es tan buena como aquella para educar a su hijo? Nosotros lo hicimos, ¿para qué tanto esfuerzo y tanto sacrificio?.
Nunca habían dado forma con palabras a sus pensamientos, y menos a los sentimientos; pero estos interrogantes se aproximaban mucho a la incomprensión de las decisiones que su hija tomó años atrás, cuando se marchó de Nápoles buscando un futuro distinto al que les podía esperar en su ciudad. Y ahora, cuando se marche el nieto, de nuevo volverá a aumentar la ausencia. La pena se acomodará de nuevo en el alma. Así hasta el próximo año, en el que se volverán a reproducir las mismas sensaciones y situaciones contradictorias.
-¿Vas a salir?
-Sí.
-Quédate al lado de la puerta. No te juntes con los Recosta. La abuela, desde dentro de la casa, escucha las voces y los ruidos de la calle, sabe por ellos perfectamente lo que ocurre fuera.
Lleva el calidoscopio en la mano. El día levanta la niebla, pero los escalones siguen húmedos, aún hace algo de frío.
Efectivamente, dos de los temibles Recosta están unos metros más abajo jugando al fútbol, en el llano que hace la calle en su subida. Habían formado los equipos, dos pequeñas piedras marcaban cada una de las porterías.
Paolo se sienta en un escalón cercano a la puerta de la casa de sus abuelos, los mira desde arriba. El balcón cae cerca de él, se limita a contemplarlo. Por efecto de la pendiente regresa por sí solo a sus dueños, que notan su presencia. Paolo ve la mirada que le dirige el mayor de los Recosta, espera que haya reparado en que ya no lleva gafas. Se habían conocido en el primer viaje a casa de sus abuelos, el primer niño italiano con el que habló.

-¿Cuántos años tienes? -fueron sus primeras palabras.
-Ocho.
-Yo nueve, te gano -dijo subiéndose un poco sobre sí mismo y mirándolo más desde arriba, aunque el Recosta estaba entrando en un terreno que dominaba Paolo y en el que se podía defender fácilmente aunque no llevase razón.
-Sí, pero el año que viene tengo uno más y ya te pillo-le contestó con seguridad.
Aquel Recosta quedó pensativo y llegó a la conclusión de que lo que le decía el forastero era así. De cualquier forma, como Paolo lo vio meditando y comenzó a sumar con los dedos, no dudó en rematarlo por si le surgía la duda.
-Además, yo ahora soy pequeño, pero los médicos dicen que incluso seré más alto que mi padre.
Recosta lo había visto, con gafas como el hijo, y recordaba perfectamente cuando se le quedó mirando e hizo aquel gesto, enseñándole los dientes, los colmillos, como hacían los animales peligrosos que veía por televisión.
De vez en cuando, los futbolistas lanzan vistazos hacia él en silencio. Paolo aprovecha para mirar por el calidoscopio, se fina en cómo giran los triángulos multicolores.
Hay veces que el balón corre calle abajo y tardan más en comenzar de nuevo el juego, es entonces cuando los niños aprovechan para aclarar situaciones entre ellos a voz en grito.
-¡Nosotros somos el Nápoles! -dice el más grande y fuerte de los hermanos Recosta a cuatro del equipo contrario.
Lo miran con las manos en jarras, pero rápidamente bajan la cabeza cuando se acerca el otro hermano, que aunque no le parece físicamente, lleva el mismo apellido, el de la madre. Aquella cuestión queda sin discusión por algo que es evidente, si uno de los dos equipos tiene que ser el Nápoles, ese es el de ellos.
Los doce hermanos Recosta se movían seguros. Los había de todas las edades, la única niña era la mayor, veintidós años, y llevaban el halo de su apellido allá por donde fuera. Todos menos uno, el que estaba apareciendo en esos momentos tras salir de su casa. Contempla el ambiente, es moreno, renegrío, poco pelo muy fino, con grandes entradas en las sienes. Le molesta la luz y baja la cabeza. A pesar de su corta edad tiene bolsas bajo los ojos. La nariz, los maxilares y los labios adelantados sobre los ojos y la frente. Prácticamente no ha crecido ni cambiado nada desde el año anterior. Parece un mono, hasta sus hermanos lo dicen y no discuten la cuestión cuando otros niños se ríen de él, le insultan o hacen gestos poniéndose a gruñir delante, imitando a un orangután. Es muy feo; además, su pequeño cuerpo tampoco ayuda a tener alguna opción de defensa.
-¡Mamá, Auro está en la calle! -grita fuertemente el de más edad de los hermanos a la madre, que está en el balcón llenando su cordel, tendiendo ropa.
-¡Ten cuidado de él! -La mujer devuelve el grito sin mirar ni dejar de hacer.
-¡Uf!, siempre igual -se queja y mira al hermano con cara lastimera.
El pequeño Auro pone la mano abierta sobre los ojos para que no le moleste la claridad que ya se filtra por entre las últimas nieblas matutinas. Mira hacia arriba, ve a Paolo, le da la espalda y se siente sobre uno de los escalones al borde del llano para contemplar el partido.
Juegan, saltan, se aplican con decisión. El balón vuelve a rodar escaleras abajo. Uno del equipo contrincante de los hermanos Recosta baja a toda velocidad. Mientras, el más joven de los Recosta que estaba jugando corre hacia el hermano mayor y lanza una patada de kárate que le pasa cercana, pero sin golpearle ni ánimo de hacerlo.
-¡Puff! -resopla imitando el sonido de las películas. De nuevo lanza otro golpe al rival imaginario-: ¡Puff! -El hermano mayor le imita, unas cuantas patadas y golpes de puño con fuerza y seguridad.
El niño que ha bajado a por la pelota regresa con el rostro enrojecido y cansado.
El mayor de los Recosta se acerca a Auro, que permanece sentado en el escalón, adormilado, ojeroso. Le lanza una patada lateral, rápida, veloz y segura, poniéndole el talón a escasos centímetros de la cara, la mantiene un segundo en esa posición, cara frente a suela de la zapatilla deportiva de primera marca. El pequeño despierta algo de su letargo. De nuevo el hermano repite los movimientos, ahora con la otra pierna.
Auro apenas reacciona frunciendo la frente, pero va a romper a llorar, el hermano baja la pierna y le da la espalda. Solo entonces el pequeño Recosta se atreve a levantarse. Se acerca por detrás y lanza un manotazo al aire, sin fuerza, sin querer golpearle, una mínima protesta en respuesta a lo que el hermano le ha hecho, solo cuando se ha dado la vuelta y no le ve porque el mayor de los Recosta está ya pendiente del balón. Sin embargo, este ha desarrollado un sexto sentido, intuye lo que ocurre a su espalda. Sin mirar, se inclina adelante y lanza una patada hacia atrás que impacta de lleno en el hermano a la altura del estómago doblándolo. Cae al suelo con el gesto de dolor dibujado en el rostro, le falta la respiración, y cuando la recupera llora desconsoladamente revolcándose. Nadie le hace el menor caso ni se preocupa de él.
Continúa el partido.
Va subiendo escalones, se acerca poco a poco, incluso con sigilo. Tiene esa forma de actuar recelosa aprendida de forma natural, en el día a día , en la calle.
Paolo se lleva el calidoscopio al ojo derecho mientras cierra el izquierdo. El pequeño Recosta está intrigado por el interés que el vecino extranjero demuestra.
Cuando Paolo separa el calidoscopio del ojo, está ya a su lado. Lo mira, de cerca le parece más feo aún. Un auténtico niño mono, o al menos es lo más próximo que ha visto en toda su vida. Le ofrece el calidoscopio para que mire y Auro lo toma. Apenas le llama la atención aquellos triángulos multicolores girando y creando formas geométricas increíbles, o al menos eso es lo que demuestra por su estar aburrido.
Deja de mirar. Paolo extiende la mano y Auro se lo da inexpresivo. Se extraña de que un niño no demuestre sentir nada ante el movimiento de figuras. Está casi seguro de que no las ha visto antes, es lo que está pensando mientras mira de nuevo, y de pronto le desaparecen de la vista. Cuando se da cuenta de lo que ha ocurrido, el pequeño Recosta está cuatro escalones más abajo corriendo silencioso a toda velocidad, entra en su casa. Paolo se queda boquiabierto, no sabe qué hacer ni cómo reaccionar, no dice nada, se siente más que engañado.
El mayor de los Recosta ve de reojo pasar al hermano. Se da cuenta de que hay alguna novedad.
-¡Auro!-le grita, al tiempo que mira hacia arriba.
Estudia la cara de Paolo, baja la mirada hacia sus manos, están vacías. Ríe, ya sabe lo que ha pasado.
Cuando le llega la pelota la golpea con fuerza escalera abajo, se da tiempo, entra en su casa corriendo para ver lo que el hermano, con toda seguridad, le ha quitado al forastero.
Paolo se siente avergonzado de que un niño con la mitad de edad le haya quitado el calidoscopio, también de no haber reaccionado. Vuelve a la casa de los abuelos antes de que el mayor de los Recosta alga de nuevo y se ría de él junto a todo el grupo.
Si Paolo hubiera vivido los diez años que acaba de cumplir en aquel barrio, ya sabría que en Nápoles y en algunos pueblos de alrededor, uno se convierte en un boss con naturalidad porque lo va mamando desde que nace. Si no has encontrado a alguien con las tripas fuera, recogiéndoselas y metiéndoselas de nuevo dentro, ha sido el hermano o el primo el que ha visto a un hombre normal, con chaqueta, que le han pegado tres tiros y ha calculado tranquilamente lo que tarda la sangre en dejar de fluir. Todo esto termina convirtiéndose en un tema de conversación normal entre ellos. Siempre hay algún conocido que ha sido testigo en primera fila.
Lo comprenden con naturalidad, ven el poder, lo reconocen. Para ser un boss solo hay que recibir golpes como Auro Recosta, que ya reconoce a un pardillo en cuanto lo ve. Y después, ya de mayor, no tener miedo a morir.
ANTONIO BUSTOS BAENA.

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