No vayas a pensar, lector amigo, que intento endosarte un artículo de costumbres, cuyo protagonista sea el zapatero de viejo o remendón; nada de eso. Mal pudiera, por otra parte, llevar a cabo aquel propósito quien nada entiende de remontas, tacones y medias suelas. Mero narrador, me limito a referirte una historieta.
No siempre los proverbios son verdades inconcusas* y a veces la excepción confirma la regla. Nadie está contento con su suerte, dio el Sabio*, y repetimos cuando se nos antoja los ignorantes, y lo repetimos en latín para que mejor nos entiendan. Pues bien, un zapatero remedón de cierta ciudad antiquísima, cuyo nombre no quiero escribir, desmintió con su conducta al sabio y al proverbio.
Es el caso, y va de cuento, que nuestro zapatero y su mujer habitaban un sotabanco en cierto callejón de mala muerte, al que caían ventanas del palacio episcopal. Tan pobres eran los zapateros como observador y caritativo el señor Obispo su vecino; pero, no fue la extremada pobreza, sino la imperturbable conformidad y buen humor del matrimonio zapateril, lo que chocó al señor Obispo.
Levantábanse los zapateros al romper el alba, abrían la puerta de su choza, y en tanto que el marido recogía y ordenaba para el trabajo las herramientas de su oficio, la mujer barría y regaba el trozo de calle fronterizo a su morada. Sentabánse después sobre el umbral de la puerta, y machaca que te machacarás él y cose que te coserás ella:con tachuelas y cáñamo encerado remendaban botas y zapatos, que a su dueño llevaba presurosa la zapatera, para con el producto del remiendo cubrir después los nada blancos manteles.
Inútil es advertir que continuas canciones entonadas a dúo, con el monótono repiqueteo del martillo por acompañamiento, y conversaciones animadas y picantes, sazonaban el trabajo del día. Apenas el toque de oraciones anunciaba en la torre de la inmediata catedral la hora de comer, recogían sus bártulos y, sin pasar al comedor, sobre la mesita de las herramientas colocaban sus cebollas o sardinas asadas, que con un pan moreno de a libra, repartían entre los dos amigablemente y devoraban en pocos segundos, con tanto placer como provecho. Levantados los manteles del banquete opíparo, repetíanse las canciones, la charla, el martilleo y las idas y venidas de la zapatera para el buen servicio de sus parroquianos. La cena, semejante a la conida, daba por terminado el jornal; y cuando todo mochuelo regresaba a su olivo, recigíanse los zapateros a su choza, durmiendo en ella a pierna suelta el sueño de los felices.
El señor Obispo, que desde la ventanas de su palacio espiaba a sus vecinos, al ver tanta resignación unida a pobreza tanta, se compadeció del matrimonio, y llamando al zapatero, le dijo:
-Me han dicho que usted es maestro en el oficio: ¿ por qué, pues, no pone zapatería de nuevo ?
-Señor - contestó el zapatero -, si no tenemos para comer, ¿ Cómo quiere su ilustrísima que compre los materiales necesarios ?
-No hay que apurarse por tan poca cosa. Tome usted cien duros y empléelos en lo que tenga por conveniente.
-Pero, señor, ¿ cómo he de pagar yo ?...
-Ya están pagados. Conque a trabajar, continuando tan buen hombre de bien como hasta el presente, y a ver si logra usted un capitalillo para la vejez.
Lleno el zapatero de asombro, dio torpemente las gracias a su ilustrísima, bajó de cuatro en cuatro las escaleras de palacio, y voló en busca de su mujer, la cual medio perdió el juicio al ver tanto dinero en sus manos. Recogieron las herramientas y las botas y zapatos a medio remendar, y entraron en la casa a resolver el arduo problema.
¿ Qué iban a hacer con aquellos cien duros ?
Por de pronto, concluyó el trabajo, dejaron el umbral de la puerta, callaron sus gargantas y huyeron las conversaciones picantes de sus labios. Verdad es que aquel día no comieron sardinas y cebollas asadas, según inveterada costumbre: pero también es cierto que desvelaronse de tal manera pensando en que podían robarles durante la noche su tesoro, pues no había llave ni cerradura alguna en la casa, que a la postre se coló la aurora, no por las rosadas puertas de oriente, sino por la lóbrega de la habitación zapateril, sorprendiendo al matrimonio con algunos reales más que de costumbre, pero con mucha menos calma y alegría que de ordinario.
Transcurrieron varios días en situación tan angustiosa y sin que ninguno de los cónyuges se atreviese a tomar una resolución definitiva, hasta que cayendo al fin el marido en la cuenta, y obtenido el beneplácito de su mujer, tomó el dinero y se lo devolvió al señor Obispo, diciéndole:
-Señor, cuando éramos más pobres que las ratas, sobraban en mi casa tranquilidad, alegría y buen humor. Desde que su ilustrísima nos dio estos dos mil reales, no hemos vuelto a ver hora buena. Conque aquí los tiene su ilustrísima, y Dios premie en la gloria su caridad.
Suspenso el señor Obispo, tomó el dinero instintivamente, y por primera vez en su vida dudó de la exactitud del proverbio salomónico arriba dicho: Nadie está contento con su suerte.
Polo y Peyrolón, Manuel - Cañete, prov, de Cuenca ( 1864-1919 ).- Catredrático de Psicología. Escribió, además de sus libros de texto y otros de carácter científico multitud de obras de propaganda católica, algunas en forma de novelas, cuentos y diálogos.
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Nobleza sin virtud es luz que alumbra más y más los defectos de quien lo posee.