domingo, 31 de enero de 2016

DEL CAMINO. PRELUDIO.

XXV

   ¡Tenue rumor de túnicas que pasan
sobre la infértil tierra!...
¡Y lágrimas sonoras
de las campanas viejas!
   La ascuas mortecinas
del horizonte humean...
Blancos fantasmas lares
van encendiendo estrellas.
-Abre el balcón. La hora
de una ilusión se acerca...
La tarde se ha dormido
y las campanas suena.

ANTONIO MACHADO.

EL PODER DE LOS SUEÑOS.

  ACTOR-ACTRIZ:
  Si eres tú quien actúa, tendrás probabilidades de éxito en tus asuntos. Soñar con actores es signo de placeres y diversiones; sin embargo, si éstos son muy conocidos y populares, deberás procurar reconciliarte con la parsona a quien hayas ofendido o despreciado recientemente. Procura evitar cualquier juego de azar.

  ACUARELA:
  En este momento la fantasía y la imaginación pueden serte de ayuda.

NORMA O´CONNOR

COMBATE LA IDEA DEL FRACASO.


  Fracaso es sólo una palabra. Lo mismo que ÉXITO. Pero hay una enorme diferencia entre una y otra. Sus significados son opuestos. ¿Has llenado tu cerebro con esa fatídica palabra FRACASO? ¿Así con letras grandes, porque te has sentido sin esperanza ni optimismo? Si es así, y quieres triunfar, tienes que hacer algo tan sencillo, tan simple, que parecería imposible que tuviera tanto poder positivo. Pero sí lo tiene. No te pido que me creas, sino que tú mismo hagas la prueba, tal como la he hecho yo, y cómo la han hecho millares de personas a las que he ayudado a triunfar. Y es ésta: Inmediatamente aparezca la palabra ¨FRACASO¨ en tu mente, bórrela, y sustitúyela por la mágica palabra ¨ÉXITO¨. Ponla en la pantalla de tu mente en letras muy grandes, las más grandes que puedas imaginar. Esas letras deben ser resplandecientes, color del oro, radiante. Es posible que durante algún tiempo más, te venga a la mente la idea del fracaso, pero a medida que la cambies sin dejarla anidar allí, se irá borrando poco a poco de tu cerebro. Si persistes, después verás que tu vida comienza a cambiar, en el sentido de que vas progresando. No solamente cambiará tu situación económica, sino también tu vida amorosa, tu salud, y sobre todo tendrás paz y tranquilidad espiritual.

JOSÉ FARID H.

jueves, 28 de enero de 2016

LA LOBADA.


  Aquéllo es otra cosa, Prisco, mira, aquéllo es diferente. Yo te cuento y tú me escuchas, y te parece que me comprendes, y coges la copa y bebes un sorbo de vino, y me miras, para que siga. Pero mal podrás saber lo que te digo, si no lo viste ni lo viviste. Es como el mismo vino; toca la copa, toca el cristal, anda, ponlo a la luz de la ventana, míralo clarear, soltar chispas; aquél, no; aquél es oscuro, como la sangre, y áspero; lo guardan en pellejos, y pasa de allí a la bota, o al vaso, que es de cristal recio, panzudo. Aquí, bebes y el vino se te va hacia fuera, como si te se asomara al balcón; allá arriba lo haces, y el vino se te va hacia dentro, como si hurgara por el sótano. Tú estás aquí, Prisco, en este rincón del tabanco, y sabes que si pegas cuatro patadas te metes en la sierra, y, si te vuelves y pegas otras cuatro, se te mojan los zapatones en el mar, que el puerto está ahí mismo, y Cádiz casi. Allá, andes lo que andes, no hallarás sino el llano, las tierras lomeras, el sotobosque, los serrijones, los terromonteros que el ábrego castiga, el cielo plano. Castilla es otra cosa, Prisco. Yo no lo sabía cuando me fui, ni me importaba. Tenía veinticinco años, y una mujer entre los ojos, como arena que te hubiera metido el levante. Cuando se fue, me quedé lelo, ni respirar podía. Tú apenas recuerdas a la Águeda, cómo había espigado de pronto, y le habían crecido los pechos igual que reinetas; y luego la trenza aquella pelirroja, que le llegaba a la cintura, y que ella sacudía igual que un látigo, igual que una potranca la cola. Sus padres eran de por allí, y aquello les tiraba, como a ella. Aguanté dos meses y me fui detrás, ciego, oye. A poco nos casamos, y a poco se me murió, de una fiebre mala. Se dice pronto, tú, pero no es tan fácil. Hace cuarenta años y tres meses, y todavía la veo, hecha un rebujo bajo las mantas, acabándose; el pelo era como una llama, tanto ardía. Se apagó y yo con ella. Hablé con don Félix, el de los rebaños, y eché para el monte. Cuarenta años, Prisco. ¿Sabes tú lo que son cuarenta años pateándote la sierra aquella, que llaman de la demanda? Entre Logroño y Burgos, por más señas. Claro que yo ni una ni otra. Las capitales para los capitalinos. A mí las roquedas, las choperas, los rodales, la escaba, el brezo, el biércol, la nieve mansa, las ovejas pastueñas, el perro... Y la sombra de la Águeda, caminando a mi lado, deslizándose por la mata, moteando, como yo mismo. Y la lobada, al acecho siempre, de la piel de Satanás, hambreada y maldecida. Te digo pueblos, mira; Pineda, Riocavado, Vizcaínos, Villamiel, Barbadillo, Jaramillo, Iglesiapinta, San Millán, Tañabueyes... Al principio, cuando yo aprendía a estar solo, tenían algarabía a cada instante. Todos rebosaban de gentes, aunque yo entonces hurañeaba y las huía. Luego se fueron vaciando, desapareció la mocetada, se mustiaron. Cuando me vine, en algunos de esos pueblos quedaban cuatro, ocho, diez vecinos; treinta, en el que más. Viejos, viejas, cabras, gallinas, canes vagabundos... Pero yo a lo mío. Bebe, Prisco. Ahora traen otra media botella. Digo que yo a los pastizales, al arrimo del rebaño, a sentarme en una piedra o al pie de un roble, y a pensar. Uno no se aburre pensando; va y viene, adelante y atrás, e igual se ve niño que mozo, en la playa que en la paridera, con la mujer, retozando, o en la murria del enterramiento... En primavera, a gusto. El sol ya entona y la yerba está crecida y jugosa, y las ovejas buscan la ajedrea, entre las carrascas y los matojos; y en otoño otro tanto, que las cosechas se recogieron y no hay que guardar sembrados; pero en verano uno se retuesta y aprieta la sed; y en invierno ni te digo; la nieve se pone a caer que es que no para, o a llover, y allí donde te agarra te haces un borujo y a aguantar; y a veces pasan horas, antes de que amaine, y tú firme, a pelo, como un troncón. Un trago del botillo, un cacho de chorizo chamuscado, y tentetieso. Es dura la pastoría, Prisco, dura. No ves hembra, y acabas olvidándola. A mí me ocurrió que, de vez en vez, se me cruzaba la Damiana, una pastora más entera que un civil. Pero a ella le debía barruntar por temporadas la querencia del macho, que era viuda, y me rastreaba en las noches de luna, que el Tiño, el mastín, se partía a ladrar cuando la veía venir, y tenía que amarrarlo para que la Damiana pudiera encamarse. Generosa de carnes, me mareaba con sus arrumacos, y no es que yo fuera desagradecido, sino que se me ponía la Águeda delante de los ojos, desnuda y con la trenza suelta, y lo pasaba mal para no desengañar a la pastora. No sé qué le vería el Tiño a la buena mujer, pero se caldeaba como nadie. Al Tiño lo bautizó un gallego que andaba a veces por Tañabueyes, donde tenía una hija casada; lo llevaba yo en brazos, chiquitujo y mohíno, y en esto que el gallego se me acerca, le soba la tripa, y díceme: ¨Buen perro vas a tener cuando lo enseñes, válgame la Santa Compaña¨, y se le queda mirando a los ojos, como hipnotizado, y salta: ¨Luce el mismo mirar de mi albertiño, el nieto que se me murió¨, y así empecé a llamarlo, pero era largo y lo dejé en Tiño. Bien entendido era el condenado gallego, o acertó de casualidad, pero no tuve perro mejor que ése. Tan mal como le caía la Damiana, tan bien como le caía Silvio, el alimañero. Cuando yo te digo, Prisco, que aquello es otra cosa... Tú te echas aquí al campo, de excursión, ode casería, y además de una liebre o una tórtola o una perdiz regordeta, te puede salir voleteando una lechuza o cruzarte el camino una rata rabona. Pero allí, en cuanto te adentras un poco en los recovecos serranos, te hace dar un respingo la gineta o el gato montés o el lince; y no digamos si anda el lobo encelado, o hambriento, que entonces amarilleces. Silvio se conocía la Demanda como la palma de la mano. Por sus lazos y sus cepos habían pasado todos los predadores de la zona; los distinguía por sus mismos excrementos, y los seguía como un zorro a su presa, apeonando leguas como si nada. A Tiño no le embaucaba el olor de los bichos que traía, y husmeaba a Silvio a la distancia, alebrándose entonces, gimiendo, tieso el rabo, hasta que le veía aparecer y le ladraba, en agudo, gozoso y tenso. Sesentón, Silvio tenía cuerda para mucho, que el monte, como él decía, le agraciaba, y se encaramaba a las brañas igual que un zagalón, y distinguía la valeriana del tanino o el almizcle con su olfato animal; hasta que un cepo malo le cortó los dedos, y Silvio se arrugó, dijo adiós a aquel vivir, y a nosotros, y no volvimos a verlo. Y es que los años no pasan en balde, Prisco, Fíjate. Tú estás curtido, con los que debes tener, y aquí te las den todas. Te importa igual la nieve o el solazo, vamos, que no te importa, y te resbalan las duras como las maduras. Pero un día subes un repecho y te falta el aire, o bajas un risco para recuperar un corderillo, y casi te despeñas, y comprendes que algo está pasando, que algo ha pasado ya; el tiempo mañoso y traidor. Y miras las ovejas, y el perro, y te miras tú, varado en un hayedo, cansino y solo, y te das cuenta de que nada es ya lo mismo. En ésas andaba yo cuando llegó la lobada. Era por septiembre, terminado el verano, y al atardecer. Las ovejas estaban ya de recogida, que a esa hora, bien alimentadas y llenas las ubres, parecen echar de menos el redil y los corderos que esperan. El Cojo corría de un lado a otro, agrupando a las desperdigadas. El Cojo era hijo del Tiño, que se me había muerto hacia ya años, y no tuve yo perro tan bravo, pese a su defecto. Yo había oído tiros por el monte; supuse que estarían batiendo, y me alegré; en los últimos meses se habían visto muchos lobos y algunos rebaños habían sido malparados. De pronto, el Cojo se quedó quieto, las orejas de punta, erizado el pelo; y allí estaban, en el cerrete, diez, doce, qué sé yo, agitados por la carrera, los ojos como carbunchos, el infierno, mira. Tú no sabes lo que es eso, Prisco, ver las ovejas paralizadas, porque el terror las desploma, las vuelve impotentes, las fieras allí, a un paso, y tú con una cayada y un perro cojo, solo en aquella vastedad, que das un grito y no te oye ni Dios, aunque es de Dios de quien te estás acordando y dices ¨Dios mío, ¿qué hago?¨, medio enfermo. Pues se adelantan tres o cuatro, y les entran a las ovejas más a mano, que a la primera embestida, fíjate, les cortan la yugular, y les retuercen luego el cuello, destroncándoles las vértebras cervicales; ni una oveja atacada por un lobo se cura, ni hay quien aproveche su carne, que enseguida se pone negruzca y se descompone. Pero te decía que se adelantan tres o cuatro, y en ese momento empiezo yo a gritar y agitar la cayada, y el Cojo da un brinco y se va sobre un macho grande como un becerro; lo salvó la carlanca, que el muy ladino se le tiró al cuello como una flecha y lo hizo rodar diez metros. Pero el Cojo volvió a la carga, y no a gritar y a correr, y los lobos retrocedieron, uno arrastrando a la Segura, ya con las tripas al aire. Debían venir escarmentados de la batida, y recelosos. Ladraba el Cojo y se crecía, al verlos retrancados, y ahí fue cuando se lanzó otra vez el macho, derecho a por el Cojo, que no pudo esquivar la tarascada y se vino al suelo, sangrando. Ni lo pensé, Prisco, oye, que si lo pienso no lo hago; porque cuando el lobo iba a por el perro, a rematarlo, me puse delante, volteé la cayada y, conforme saltaba hacia mí, le atiné en plena boca y casi le abrí por la mitad. Entonces oí un tiro, más cerca, y los lobos lo oyeron también, y huyeron. El bicharraco estaba a un paso, despatarrado, y el Cojo más allá, desangrándose. Justo en ese momento, con el rebaño alrededor, inmóvil todavía, dije esto, Prisco, nada más: ¨Se acabó¨. Y aquí me tienes; hablando sin parar, y tú callado como una piedra, bebiendo vino del nuestro, igual que un señorito. Pastoreando se gana poco, pero menos gastas; y cuarenta años dan para ahorrar. Cuando venía en el tren, me preguntaba si te encontraría, me preguntaba a quién encontraría. Y pensaba. Es lo que he hecho toda la vida, tristeando por los secarrales, desafiando al ventarrón y a la nevasca, robándole el cobijo a los robledos; pensar. Y me decía que la lobada peor es la de los años, que se vienen a nosotros sin ruido, y se nos entran en el aprisco, y van acabando con el rebaño, ahora la oveja de la juventud, ahora la de la mujer, ahora la de la alegría, ahora la de la esperanza, y todas se van descomponiendo, negreando, y no hay perro ni cayada que los espante, Prisco, los años implacables, el tiempo maldito, fíjate, su lobada asesina.

CARLOS MURCIANO.

miércoles, 27 de enero de 2016

LOS PASTORES DE MI ABUELO.


I

  He dormido en la majada sobre un lecho de lentiscos
embriagado por el vaho de los húmedos apriscos
y arrullado por murmullos de masísimo rumiar;
he comido pan sabroso con entrañas de carnero
que guisaron los pastores en blanquísimo caldero
suspendido de las llares sobre el fuego del hogar.


Y al arrullo soñoliento de monótonos hervores,
he charlado largamente con los rústicos pastores
y he buscado en sus sentires algo bello que decir...
¡Ya se han ido, ya se han ido! ¡Ya no encuentro en la comarca
los pastores de mi abuelo, que era un viejo patriarca
con pastores y vaqueros que rimaban el vivir!


Se acabaron para siempre los selváticos juglares
que alegraban las majadas con historias y cantares
y romances peregrinos de muchísimo sabor.
Para siempre se acabaron los ingenuos narradores
de las trágicas leyendas de fantásticos amores
y contiendas fabulosas de los hombres de honor.


¡Ya se han ido, ya se ha ido! Los que habitan sus majadas,
ya no riman, ya no cantan, villancicos y tonadas
y fantásticas leyendas que encantaban mi niñez.
Han perdido los vigores y las vírgenes frescuras
de los cuerpos y las almas que bebieron aguas puras
de veneros naturales de exquisita limpidez.


¡Ya no riman, ya no cantan! Ya no piden al viajero
que les cuente la leyenda del gentil aventurero,
la princesa encarcelada y el enano encantador.
Ya no piden aquel cuento de la azada y el tesoro,
ni la historia fabulosa de la guerra con el moro,
ni el romance tierno y bello de la Virgen y el pastor.


¡He dormido en la majada! Blasfemaban los pastores
maldiciendo la fortuna de los amos y señores
que habitaban los palacios de la mágica ciudad;
y gruñían rencorosos como perros amarrados
venteando los placeres y blandiendo los cayados
que heredaron de otros hombres como cetros de la paz.

II

Yo quisiera que tornaran a mis chozas y casetas
las estirpes patriarcales de selváticos poetas,
tañedores montesinos de la gaita y el rabel,
que mis campos empapaban en la intensa melodía
de una música primera que en los senos se fundía
de silencios transparentes, más sabrosos que la miel.


Una música tan virgen como el aura de mis montes,
tan serena como el cielo de sus amplios horizontes,
tan ingenua como el alma del artista montaraz,
tan sonora como el viento de las tardes abrileñas,
tan suave como el paso de las aguas ribereñas
tan tranquila como el curso de las horas de la paz.


Una música fundida con balidos de corderos,
con arrullos de palomas y mugidos de terneros,
con chasquidos de la honda del vaquero silbador,
con rodar de regatillos entre peñas y zarzales,
con zumbidos de cencerros y cantares de zagales,
¡de precoces zagalillos que barruntan ya el amor!


Una música que dice cómo suenan en los chozos
las sentencias de los viejos y las risas de los mozos,
y el silencio de las noches en la inmensa soledad,
y el hervir de los calderos en las lumbres pavorosas,
y el llover de los abismos en las noches tenebrosas,
y el ladrar de los mastines en la densa obscuridad.


Yo quisiera que la musa de la gente campesina
no durmiese en las entrañas de la vieja hueca encina
donde, herida por los tiempos, hosca y brava se encerró.
Yo quisiera que las puntas de sus alas vigorosas
nuevamente restallaran en las frentes tenebrosas
de esta raza cuya sangre la codicia envenenó.


Yo quisiera que encubriese las zamarras de pellejo
pechos fuertes con ingenuos corazones de oro viejo
penetrados de la calma de la vida montaraz.
Yo quisiera que en el culto de los montes abrevados,
sacerdotes de los montes, ostentaran sus cayados
como símbolos de un culto, como cetros de la paz.


Yo quisiera que vagase por los rústicos asilos,
no la casta fabulosa de fantásticos Batilos
que jamás en las majadas de mis montes habitó,
sino aquella casta de hombres vigorosos y severos,
más leales que mastines, más sencillos que corderos,
más esquivos que lobatos, ¡más poetas, ¡ay!, que yo!


¡Más poetas! Los que miran silenciosos hacia Oriente
y saludan a la aurora con la estrofa balbuceante
que derraman, sin saberlo, de la gaita pastoril,
son los hijos naturales de la musa campesina
que les dicta mansamente la tonada matutina
con que siente las auroras del sereno mes de abril.


¡Más poetas, más poetas! Los artistas inconscientes
que se sientan por las tardes en las peñas eminentes
y modulan, sin quererlo, melancólico cantar,
son las almas empapadas en la rica poesía
melancólica y suave que destila la agonía
dolorida y perezosa de la luz crepuscular.


¡Más poetas, más poetas! Los que riman sus sentires
cuando dentro de las almas cristalizan en decires
que en los senos de los campos se derraman sin querer,
son los hijos elegidos que desnudos amamanta
la pujante brava musa que al oído sólo canta
las sinceras efusiones del dolor y del placer.


¡Más poetas! Los que viven la feliz monotonía
sin frenéticos espasmos de placer y de alegría
de los cuales las enfermas pobres almas van en pos,
han saltado, sin saberlo, sobre todas las alturas
y serenos van cantando por las plácidas llanuras
de la vida humilde y fuerte que cantando va hacia Dios.


¡Que reviva, que rebulla por mis chozos y casetas
la castiza vieja raza de selváticos poetas
que la vida buena vieron y rimaron el vivir!
¡Que repueblen las campiñas de la clásica comarca
los pastores y vaqueros de mi abuelo el patriarca
que con ellos tuvo un día la fortuna de morir!

JOSÉ Mª GABRIEL Y GALÁN

domingo, 24 de enero de 2016

ACORDE FINAL.


  Es necesario decir algo más acerca de los frutos poéticos de estos años. En uno de los proyectos de ordenación de la obra última, cuyo original se conserva en el archivo de Río Piedras, Juan Ramón había concebido un título general -En el otro costado- que abarcaría cinco apartados, distribuidos en este orden; 1. Mar sin caminos; 2. Canciones de La Florida; 3. Espacio; 4. Romances de Coral Gables; y 5. Caminos sin mar. Es evidente la agrupación simétrica del conjunto; al primer bloque (Mar sin caminos) se opone el último (Caminos sin mar); las afinidades de marco y de tema emparejan los bloques 2 y 4. Queda en el centro, señero e impar, el poema Espacio, destacado por su posición y también por sus especiales características. Porque Espacio es no sólo el último gran poema de Juan Ramón Jiménez, sino una feliz síntesis de toda la obra madura del poeta. Se trata de un largo poema en prosa en el que, con mayor evidencia que en otros casos, la deliberada renuncia a las formas métricas no disminuye en un ápice el carácter poético del texto. Dicho de otro modo y más tajantemente: Espacio es uno de los más grandes poemas en prosa de nuestra literatura.
Las muestras de poema en prosa ensayadas en Diario de un poeta recién casado, e incluso las estampas líricas de Platero y yo, parecen meras tentativas si se confrontan con la originalidad, la plenitud y la asombrosa fuerza que emanan de Espacio. El texto fluye libremente, sin interrupciones, en una especie de monólogo sin fin donde las palabras van engarzándose, creando asociaciones, fundiendo planos cronológicos distintos en un presente único que equivaldría a la visión de Dios. Los recuerdos, las evocaciones literarias, la nostalgia de la vida pasada y revivida, la búsqueda de constantes que anulen las variaciones contingentes del ser humano y coloquen la existencia bajo una luz única son algunos de los motivos que sostienen esta extraordinaria creación poética: El aire ¡era tan puro!; frío no, fresco, fresco; en él venía vida de primavera nocturna, y el sol estaba dentro de la luna y de mi cuerpo, el sol presente, el sol que nunca más me dejaría los huesos solos, sol en sangre y él. Y entré cantando ausente en la arboleda de la noche, y el río que se iba bajo Washington Bridge, con sol aún, hacia mi España por mi oriente, a mi oriente de mayo de Madrid; un sol ya muerto, pero vivo; un sol presente, pero ausente; un sol rescoldo de vital carmín; un sol carmín vital en el verdor; un sol en el negror ya luna; un sol en la gran luna de carmín; un sol de gloria nueva, nueva en otro este; un sol de amor y de trabajo hermoso; un sol como el amor... ¨Dulce como este sol era el amor¨.

El escritor ha concluido; Espacio es el brillante final de su trayectoria, impregnada de fe en la poesía y en la belleza. El hombre, en cambio, sobrevivirá todavía, cercado por las crisis depresivas y las enfermedades, irremediablemente abatido tras la muerte de Zenobia, hasta extinguirse el 29 de mayo de 1958, en la misma clínica de Puerto Rico donde había fallecido su esposa. Pocos días más tarde, los restos mortales de Juan Ramón Jiménez y de Zenobia fueron trasladados a España, y hoy se encuentran en el cementerio de Moguer.

RICARDO SENABRE SEMPERE.

FIN DE UN AMOR.


No sé si es cumplió ya su destino,
si alcanzó perfección o si acabado
este amor a su límite ha llegado
sin dar un paso más en su camino.


Aún le miro subir, de donde vino,
a la alta cumbre donde ha terminado
su penosa ascensión. Tal ha quedado
extático un amor tan peregrino.


No me resigno a dar la despedida
a tan altivo y firme sentimiento
que tanto impulso y luz diera a mi vida.


No es su culminación lo que lamento.
Su culminar no causa la partida,
la causará, tal vez, su acabamiento.

(Fin de un amor, 1949)

MANUEL ALTOLAGUIRRE.

sábado, 23 de enero de 2016

EL MONJE.

EL MONJE QUE DESEABA SER LAVANDERO.
Sólo tenía cinco años de edad cuando se quedó huérfano y fue acogido en un monasterio. Se convirtió en novicio y con los años se hizo monje. Tenía unas sobresalientes dotes para la búsqueda espiritual, la comprensión de los textos sagrados y la concentración de la mente. Además de ser muy inteligente, destacaba, sobre todo, por ser una criatura siempre cariñosa y afable.
Cierto día el abad hizo llamar al monje y le dijo:
-La naturaleza ha sido sumamente generosa contigo. Tu cuerpo es fuerte y sano, tu mente es muy brillante, y tu corazón es amoroso y compasivo. No me extraña que a todos les guste tu presencia en nuestro monasterio y te hayas ganado el afecto de todos los que aquí estamos. Estás capacitado para tantas actividades que de hecho no sé qué labor encomendarte. Estoy seguro de que podrías llevar a cabo cualquiera con toda perfección. A veces pienso que deberías dedicarte a la enseñanza y otras, en cambio, a cotejar y traducir textos sagrados; en ocasiones considero que deberías dirigir el dispensario y otras predicar la Doctrina. Eres asimismo la persona más capacitada para en su día sucederme. Creo que debes ser tú mismo el que decida qué tarea desempeñar.
El monje, sin dudarlo un instante, dijo:
-Lavandero.
-¿Lavandero? -preguntó el abad verdaderamente perplejo y sin poder creer lo que escuchaba-. ¿Lavandero?
-Sí, lavandero -aseveró el monje. Desilusionado, el abad preguntó:
-Pero ¿por qué precisamente lavandero?
El monje repuso:
-Porque así los demás me traerán su ropa para que la lave y luego se la llevarán. De ese modo, nada tendré que me pertenezca y seré libre. La ropa viene y la ropa se va. Nada quiero retener. Mi deseo es convertirme en el monje lavandero.

REFLEXIÓN

Una de las grandes asignaturas pendientes en la mayoría de los seres humanos es la de saber soltar. Hay que aprender a asir -cuando llega la ocasión- y a soltar cuando tal es necesario-. Como las olas vienen y parten y las nubes pasan por el cielo, los acontecimientos y personas surgen y se desvanece en nuestra vida y hay que saber dejar ir, soltar, armonizar. Todo fluye. Nadie puede detener o empujar el río. Hay pocas cualidades tan nocivas e innobles como la avaricia. El avaricioso sólo quiere retener, acumular, sumar, y pone todo su ser en esa orientación de avaricia que le aleja de sus energías de cooperación y solidaridad. No es lo que es, sino lo que tiene. No confía en sí mismo, sino en sus posesiones. No sabe soltar y, sin embargo, tendrá que liberar incluso su cuerpo. Hay un modo bien distinto de acumulación. Se trata de acumular sabiduría, méritos, quietud y generosidad. Como no es adquirido, sino que se amontona dentro de uno, no se puede perder. Una de las peores enfermedades de la mente es la avaricia; uno de los antídotos más eficientes es la esplendidez.

RAMIRO A. CALLE.

JOSÉ MARÍA HINOJOSA (1904-1936).


  Nació en Campillos (Málaga), aunque se crió en otro pueblo malagueño, Alameda, donde su padre poseía numerosas tierras. Estudió el bachillerato en los colegios de San Fernando y el Palo, de Málaga. Marchó a Madrid a estudiar la carrera de Leyes. En 1923 fundó, junto con Altolaguirre, la revista Ambos. En 1925 fue a París para seguir un curso de francés en la Universidad dela Sarbona. Una vez finalizada la carrera, regresó a Málaga. En 1929 colaboró con Prados y Altolaguirre en la dirección de la revista Litoral. Poco a poco se fue apartando de la creación literaria paras dedicarse a actividades políticas y religiosas de tendencia conservadora. Tras la proclamación de la República se inclina hacia la extrema derecha. Al estallar la guerra civil dio su apoyo al bando nacionalista, por lo que fue apresado y fusilado en Málaga el día 22 de agosto de 1936.
Fruto de su quehacer poético son las obras Poemas del campo (1925), Poesía de perfil (1926), La rosa de los vientos (1927), Orillas de la luz (1928) y La sangre en libertad (1931), libro que pone fin a su trayectoria poética.
También es autor de un libro en prosa poética, La flor de California (1928).

* * *