Aquéllo
es otra cosa, Prisco, mira, aquéllo es diferente. Yo te cuento y tú
me escuchas, y te parece que me comprendes, y coges la copa y bebes
un sorbo de vino, y me miras, para que siga. Pero mal podrás
saber lo que te digo, si no lo viste ni lo viviste. Es como el mismo
vino; toca la copa, toca el cristal, anda, ponlo a la luz de la
ventana, míralo clarear, soltar chispas; aquél, no; aquél es
oscuro, como la sangre, y áspero; lo guardan en pellejos, y pasa de
allí a la bota, o al vaso, que es de cristal recio, panzudo. Aquí,
bebes y el vino se te va hacia fuera, como si te se asomara al
balcón; allá arriba lo haces, y el vino se te va hacia dentro, como
si hurgara por el sótano. Tú estás aquí, Prisco, en este rincón
del tabanco, y
sabes que si pegas cuatro patadas te metes en la sierra, y, si te
vuelves y pegas otras cuatro, se te mojan los zapatones en el mar,
que el puerto está ahí mismo, y Cádiz casi. Allá, andes lo que
andes, no hallarás sino el llano, las tierras lomeras, el
sotobosque, los serrijones, los terromonteros que el ábrego castiga,
el cielo plano. Castilla es otra cosa, Prisco. Yo
no lo sabía cuando me fui, ni me importaba. Tenía veinticinco años,
y una mujer entre los ojos, como arena que te
hubiera metido el levante. Cuando se fue, me quedé lelo, ni respirar
podía. Tú apenas recuerdas a la Águeda, cómo había espigado de
pronto, y le habían crecido los pechos igual que reinetas; y luego
la trenza aquella pelirroja, que le llegaba a la cintura, y que ella
sacudía igual que un látigo, igual que una potranca la cola. Sus
padres eran de por allí, y aquello les tiraba, como a ella. Aguanté
dos meses y me fui detrás, ciego, oye. A poco nos casamos, y a poco
se me murió, de una fiebre mala. Se dice pronto, tú, pero no es tan
fácil. Hace cuarenta años y tres meses, y todavía la veo, hecha un
rebujo bajo las mantas, acabándose; el pelo era como una llama,
tanto ardía. Se apagó y yo con ella. Hablé con
don Félix, el de los rebaños, y eché para el monte. Cuarenta años,
Prisco. ¿Sabes tú lo que son cuarenta años pateándote la sierra
aquella, que llaman de la demanda? Entre Logroño y Burgos, por más
señas.
Claro que yo ni una ni otra. Las capitales para los capitalinos. A
mí las roquedas, las choperas, los rodales, la escaba, el brezo, el
biércol, la nieve mansa, las ovejas pastueñas, el perro... Y la
sombra de la Águeda, caminando a mi lado, deslizándose por la mata,
moteando, como yo mismo. Y
la lobada, al acecho siempre, de la piel de Satanás, hambreada y
maldecida. Te digo pueblos, mira; Pineda,
Riocavado, Vizcaínos, Villamiel, Barbadillo, Jaramillo,
Iglesiapinta, San Millán, Tañabueyes... Al principio, cuando yo
aprendía a estar solo, tenían algarabía a cada instante.
Todos rebosaban de gentes, aunque yo entonces hurañeaba y las huía.
Luego se fueron vaciando, desapareció la mocetada, se mustiaron.
Cuando me vine, en algunos de esos pueblos quedaban cuatro, ocho,
diez vecinos; treinta, en el que más. Viejos,
viejas, cabras, gallinas, canes vagabundos... Pero
yo a lo mío. Bebe, Prisco. Ahora traen otra media botella. Digo que
yo a los pastizales, al arrimo del rebaño, a sentarme en una piedra
o al pie de un roble, y a pensar. Uno no se
aburre pensando; va y viene, adelante y atrás, e igual se ve niño
que mozo, en la playa que en la paridera, con
la mujer, retozando, o en la murria del enterramiento... En
primavera, a gusto. El sol ya entona y la yerba está crecida y
jugosa, y las ovejas buscan la ajedrea, entre las carrascas y los
matojos; y en otoño otro tanto, que las cosechas
se recogieron y no hay que guardar sembrados; pero en verano uno se
retuesta y aprieta la sed; y en invierno ni te digo; la nieve se pone
a caer que es que no para, o a llover, y allí donde te agarra te
haces un borujo y a aguantar; y a veces pasan horas, antes de que
amaine, y tú firme, a pelo, como un troncón. Un trago del botillo,
un cacho de chorizo chamuscado, y tentetieso. Es
dura la pastoría, Prisco, dura. No
ves hembra, y acabas olvidándola. A mí me ocurrió que, de vez en
vez, se me cruzaba la Damiana, una pastora más
entera que un civil. Pero
a ella le debía barruntar por temporadas la querencia del macho, que
era viuda, y me rastreaba en las noches de luna, que el Tiño,
el
mastín, se partía a ladrar cuando la veía venir, y tenía que
amarrarlo para que la Damiana pudiera encamarse. Generosa de carnes,
me mareaba con sus arrumacos, y no es que yo fuera desagradecido,
sino que se me ponía la Águeda delante de los ojos, desnuda y con
la trenza suelta, y lo pasaba mal para no desengañar a la pastora.
No sé qué le vería el Tiño a
la buena mujer, pero se caldeaba como nadie. Al Tiño
lo
bautizó un gallego que andaba a veces por Tañabueyes, donde tenía
una hija casada; lo llevaba yo en brazos, chiquitujo y mohíno, y en
esto que el gallego se me acerca, le soba la tripa, y díceme:
¨Buen perro vas a tener cuando lo enseñes, válgame la Santa
Compaña¨, y se le queda mirando a los ojos, como hipnotizado, y
salta: ¨Luce el mismo mirar de mi albertiño, el nieto que se me
murió¨, y así empecé a llamarlo, pero era largo y lo dejé en
Tiño. Bien entendido era el condenado gallego, o
acertó de casualidad, pero no tuve perro mejor que ése. Tan mal
como le caía la Damiana, tan bien como le caía Silvio, el
alimañero. Cuando yo te digo, Prisco, que aquello es otra cosa... Tú
te echas aquí al campo, de excursión, ode casería, y además de
una liebre o una tórtola o una perdiz regordeta, te puede salir
voleteando una lechuza o cruzarte el camino una rata rabona. Pero
allí, en cuanto te adentras un poco en los recovecos serranos, te
hace dar un respingo la gineta o el gato montés o el lince; y no
digamos si anda el lobo encelado, o hambriento, que entonces
amarilleces. Silvio se conocía la Demanda como la palma de la mano.
Por
sus lazos y sus cepos habían pasado todos los predadores de la zona;
los distinguía por sus mismos excrementos, y los seguía como un
zorro a su presa, apeonando leguas como si nada. A Tiño
no le embaucaba el olor de los bichos que traía, y husmeaba a Silvio
a la distancia, alebrándose entonces, gimiendo, tieso el rabo, hasta
que le veía aparecer y le ladraba, en agudo,
gozoso y tenso.
Sesentón, Silvio tenía cuerda para mucho, que
el monte, como él decía, le agraciaba, y se encaramaba a las brañas
igual que un zagalón, y distinguía la valeriana del tanino o el
almizcle con su olfato animal; hasta que un cepo malo le cortó los
dedos, y Silvio se arrugó, dijo adiós a aquel vivir, y a nosotros,
y no volvimos a verlo. Y es que los años no pasan en balde, Prisco,
Fíjate.
Tú estás curtido, con los que debes tener, y aquí te las den
todas. Te importa igual la nieve o el solazo, vamos, que no te
importa, y te resbalan las duras como las
maduras. Pero un día subes un repecho y te falta el aire, o bajas un
risco para recuperar un corderillo, y casi te despeñas, y comprendes
que algo está pasando, que algo ha pasado ya; el
tiempo mañoso y traidor. Y miras las ovejas, y el
perro, y te miras tú, varado en un hayedo, cansino y solo, y
te das cuenta de que nada es ya lo mismo. En ésas
andaba yo cuando llegó la lobada. Era por septiembre, terminado el
verano, y al atardecer. Las ovejas estaban ya de recogida, que a esa
hora, bien alimentadas y llenas las ubres, parecen echar de menos el
redil y los corderos que esperan. El Cojo corría de un lado a otro,
agrupando
a las desperdigadas. El Cojo
era hijo del Tiño,
que se me había muerto hacia ya años, y no tuve yo perro tan bravo,
pese a su defecto. Yo había oído tiros por el monte; supuse que
estarían batiendo, y me alegré; en los últimos meses se habían
visto muchos lobos y algunos rebaños habían sido malparados. De
pronto, el Cojo
se quedó quieto, las orejas de punta, erizado el
pelo; y allí estaban, en el cerrete, diez, doce, qué sé yo,
agitados por la carrera, los ojos como carbunchos, el infierno, mira.
Tú
no sabes lo que es eso, Prisco, ver las ovejas paralizadas, porque el
terror las desploma, las vuelve impotentes, las fieras allí, a un
paso, y tú con una cayada y un perro cojo, solo
en aquella vastedad, que das un grito y no te oye ni Dios, aunque es
de Dios de quien te estás acordando y dices ¨Dios mío, ¿qué
hago?¨, medio enfermo. Pues se adelantan tres o cuatro, y les entran
a las ovejas más a mano, que a la primera embestida, fíjate, les
cortan la yugular, y les retuercen luego el cuello, destroncándoles
las vértebras cervicales;
ni una oveja atacada por un lobo se cura, ni hay quien aproveche su
carne, que enseguida se pone negruzca y se descompone. Pero
te decía que se adelantan tres o cuatro, y en ese momento empiezo
yo a gritar y agitar la cayada, y el Cojo da un brinco y se va sobre
un macho grande como un becerro; lo salvó la carlanca, que el muy
ladino se le tiró al cuello como una flecha y lo hizo rodar diez
metros. Pero el Cojo volvió a la carga, y no a gritar y a correr, y
los lobos retrocedieron, uno arrastrando a la Segura, ya con las
tripas al aire. Debían venir escarmentados de la batida, y
recelosos. Ladraba el Cojo y se crecía, al verlos retrancados, y
ahí fue cuando se lanzó otra vez el macho, derecho a por el Cojo,
que no pudo esquivar la tarascada y se vino al suelo, sangrando. Ni
lo pensé, Prisco, oye, que si lo pienso no lo hago; porque cuando el
lobo iba a por el perro, a rematarlo, me puse delante, volteé la
cayada y, conforme saltaba hacia mí, le atiné en plena boca y casi
le abrí por la mitad. Entonces oí un tiro, más cerca, y los lobos
lo oyeron también, y huyeron. El bicharraco estaba
a un paso, despatarrado, y el Cojo más allá, desangrándose. Justo
en ese momento, con el rebaño alrededor, inmóvil todavía, dije
esto, Prisco, nada más: ¨Se acabó¨. Y
aquí me tienes; hablando sin parar, y tú callado como una piedra,
bebiendo vino del nuestro, igual que un señorito. Pastoreando
se gana poco, pero menos
gastas; y cuarenta años dan para ahorrar. Cuando
venía en el tren, me preguntaba si te encontraría, me preguntaba a
quién encontraría. Y pensaba. Es lo que he hecho toda la vida,
tristeando por los secarrales, desafiando al ventarrón y a la
nevasca, robándole el
cobijo a los robledos; pensar. Y me decía que la
lobada peor es la de los años, que se vienen a nosotros sin ruido, y
se nos entran en el aprisco, y van acabando con el rebaño, ahora la
oveja de la juventud, ahora la de la mujer, ahora la de la alegría,
ahora la de la esperanza, y todas se van descomponiendo, negreando, y
no hay perro ni cayada que los espante, Prisco, los años
implacables, el tiempo maldito, fíjate, su lobada asesina.
CARLOS
MURCIANO.
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