lunes, 16 de marzo de 2015

METAFISICA, CIENCIA DEL FUTURO.

   En los tiempos bíblicos los que poseían facultades psíquicas, como la telepatía, clarividencia, precognición y telekinesis, fueron los frofetas, y salvadores. En la edad media o del oscurantismo, todos los fenómenos paranormales se extendieron entre las masas, en forma de superstición, magia, hechicería, brujería, es decir, creencias insensatas en las fuerzas oscuras y diabólicas, que en realidad son originadas en la mente humana.

   Actualmente la ciencia está ocupándose del análisis práctico de tales fenómenos, que no fueron admitidos durante muchos años. Pero por fin los científicos establecieron una nueva ciencia, que se denominó ¨Parapsicología¨. Esta ciencia dedica sus esfuerzos a la investigación de esos enigmáticos fenómenos que se manifiestan por todo el mundo, a los que pertenencen las facultades ¨Paranormales¨, pues salen del marco de las leyes y principios físicos hasta ahora conocidos. La Parapsicología estudia de una manera científica y objetiva todas esas manifestaciones que van más allá de lo ¨normal¨.

JOSE FARID H.

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI.

CAPÍTULO XI

  El señor Kipling se alegraba cuando coincidía con sus vecinos de enfrente en el ascensor o, como en este caso, caminando por la acera llegando al apartamento. Le caía bien esta pareja de italianos y su pequeño con aire de independiente, a pesar de su corta edad se le veía maduro, integrado en su familia como un adulto más.
  ¨¿ Sería lo mismo si sus padres fueran otros? ¨.
  Le llamó la atención desde la primera vez que lo vio. Su deformación profesional le hacía plantearse este tipo de preguntas.
  ¨Pero si es muy pequeño¨, se reprochó a sí mismo.
  Y es que, en este crío, el señor Kipling creía ver cosas que no sabía hasta qué punto eran ciertas. Todo eran apreciaciones, impresiones, intuiciones sin una base real.
  -Hola, buenas tardes.
  -Hola. Gracias.
 El señor Kipling cedió el paso mientras que el portero, con uniforme verde librea gris, sostenía la puerta. Violeta y Paolo entraron y ahoraa fue Umberto el que le cedió el paso a su vecino, le hizo una indicación.
  -Por favor.
  -Gracias.
  Este hombre mayor tenía el pelo y la barba perfectamente blanca. Su aspecto y estar eran el de una persona sencilla y tranquila, transmitía paz. Debía de superar los setenta años, los movimientos aún eran ágiles y su altura y corpulencia imponían. Era frecuente verlo por Central Park, siempre con la mochila al hombro y una cámara fotográfica colgada al cuello. Su trabajo para Magnum le dio fama internacional. Recorrió el mundo entero de conflicto en conflicto, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Ahora solo le interesaba el retrato, preferentemente niños. Buscaba las expresiones de las miradas, y aunque estuviera detrás de unas gafas, no le había pasado desapercibida la de Paolo. El niño tenía una expresión natural al tiempo que especial, como no había encontrado antes, y eso que se había fijado en miles de miradas que se habían cruzado en su vida.
   Su pequeño vecino parecía tímido, pero tal vez no lo fuera. Siempre iba mirando al suelo como queriendo ocultar su rostro, y cuando miraba hacia arriba lo hacía desde abajo, sin apenas levantar la cabeza, como a él le gustaba fotografiar, tomando protagonismo el blanco bajo el iris, buscando con el objetivo de la cámara esa zona, la misma donde miran los médicos para detectar si se está sano o hay deficiencias. Solo que a los niños de los cinco continentes que había fotografiado, a todos, absolutamente a todos, les había tenido que indicar esa pose, no les salía natural, se la indicaba él.
   El señor Kipling, con su cámara, intentaba captar la miserable vida del pequeño protagonista que vivía en lo que llamamos el tercer mundo. Buscaba en la mirada el alma, que quedara plasmada para siempre en esa milésima de segundo que automáticamente convertía en pasado la vida. La frustración venía después, cuando volvía a Nueva York. Se sentía parte de un sistema que había sido el causante de esa situación. No solo ignoraba cómo cambiarla, aquí venía lo peor, no se sentía capaz. Sabía que si volvía dentro de unos años a encontrarse con esos niños ya convertidos en hombres lo único que encontraría en sus ojos sería un abismo mayor, fijo, instaurado, la aceptación de una realidad de la que no podrían salir.
   En Paolo aparecía esa mirada con la que hacía posar a los otros críos de forma natural, y de esa mirada pasaba a otra que le extrañaba tanto como la anterior y que también le había llamado la atención. Era cuando en los encuentros casuales a la llegada lo veía repasar la arquitectura de los edificios, daba un último vistazo antes de entrar en su portal, a modo de depedida; pero cuando hacía eso, la cabeza no estaba agachada, sino erguida, segura, mirándolos de tú a tú. Un pequeño de un metro mostraba la actitud de estar a la misma altura que un enorme rascacielos, como si la enorme mole guardase un secreto que él comprendiera. Lo tenía desconcentardo. Nunca había visto un crío que le resultasra tan complejo como este. Después el señor Kipling se decía a sí mismo que eran elucubraciones suyas, que los años no pasaban en blade, que se estaba volviendo demasiado sensible.
   Subían todos en el ascensor y marcaban la planta treinta y cuatro, la última.
    -Paolo, ¿qué tal te va en el colegio?
   -Bien... -contestó después de unos segundos y sin levantar la cabeza.
  -Pues no me lo has dicho con mucha alegría. -Violeta y Umberto se miraron-. ¿Te aburres allí? -siguió preguntando el señor Kipling.
    -Un poco -contestó Paolo después de dejar pasar unos segundos.
   Seguía con la cabeza baja, por lo que su vecino no pudo indagar esa mirada que tanto le interesaba.
    -¿Y por qué te aburres?
    -Siempre repiten lo mismo -dijo encogiéndose de hombros.
    -Y tú ya te lo sabes, ¿no?
    -Sí.
    -Bueno, así no tienes que estudiar.
   -A mí me da igual estudiar, yo lo que quiero es aprender.
    -¿Y no te aburres de tanto mirar las fachadas de los edificios? preguntó sonriendo.
    -No.
   -Pero son siempre los mismos edificios los que tenemos ahí enfrente.
  -Sí, pero cada día se ven distintos. -Ahora sí levantó la mirada.
  La línea de las gafas, y bajo ellas, aquellos ojos, la expresión que le hubiera gustado fotografiar en ese instante. Después, una leve sonrisa.
 Paolo no advirtió que sus padres se miraron, comenzaron a comprender algo que les preocupaba.
  El ascensor frenó y se aproximó lentamente a la planta.
   -¿Te gusta la fotografía?
   -Ya le dije que sí.
   -¡Ay!, es verdad.
   El señor Kipling se acordó de que hacía al menos dos años le había hecho la misma pregunta.
 -Pues si tus padres me lo permiten, quisiera enseñarte algunas de las que he realizado, a ver dsi te gustan.
  Umberto salió el primero del ascensor y después lo hizo el resto. El señor Kipling y Paolo miraron a Violeta, sabían que era ella la que tomaría la decisión.
 -Bien, pero poco tiempo, dentro de una hora estará la comida puesta en la mesa.
 -No se preocupe, señora.
 Se dieron la espalda, cada uno abrió su puerta.
 -Hasta ahora.
 -Hasta ahora -contestó el señor Kipling sonriendo, Paolo levantó la mano.
 Nada más cerrar la puerta, Violeta se detuvo.
 -¿Lo has escuchado?. se aburre.
 -Nunca nos había dicho nada parecido.
 -Nunca se queja, acepta lo que le digan u se calla, otra cosa será lo que piense.
 -Es demasiado retraído, sin embargo, cuando el señor Kipling le ha preguntado por la realidad, no por la respuesta de cortesía, lo ha percibido, el pequeño Di Rossi ha dicho ¨ me aburro¨ .
 -Sí, él nunca miente.
 -Habría que hablar con los psicólogos de esto, igual está relacionado con lo que nos dijeron en aquella reunión.

  Era la primera vez que entraba en la casa de su vecino de enfrente. Los muebles eran viejos, muy diferentes a los de la suya. Había gran cantidad de cosas, objetos de otras culturas y, sobre todo, fotografías. Estaban por todas partes, amontonadas, incluso en el suelo, sin orden aparente, llenaban paredes y estantes.
  -Son recuerdos de algunos de los sitios por los que he viajado.
  Paolo no contestó. Estaba serio, la cabeza erguida, la mirada ahora era directa. Le llamaba la atención y observaba todo.
  El señor Kipling dejó la cámara sobre un tablero rústico apoyado sobre dos viejos trípodes, después soltó la mochila en el sofá y echó sobre ella el chaleco multibolsillos que se acababa de quitar. Se acercó al niño, que seguía mirando como lo hacía con los rascacielos. Por un segundo miró hacia el señor Kipling, que estaba a un metro. Adoptó la otra pose. El viejo fotógrafo se conmovió. Tenía de nuevo el enfoque que más le gustaba captar, el blanco bajo el iris, donde buscaba el mundo turbulento, el ser explotado, humillado, domado. Allí creía ver una y otra vez el alma de sus personajes cuando pulsaba el disparador capturando ese instasnte que, si lo dejaba pasar, no volvería a aparecer. Tenía más momentos perdidos que capturados. Y para ese mínimo instante había desarrollado un instinto especial. Después, viendo los resultados, vivía increíbles sensaciones. Incluso para él era algo extraño, su subconsciente lo predecía un segundo antes, y cuando sentía eso, su dedo, como si tuviera vida propia, disparaba y captaba esa milésima increíble. En multitud de ocasiones, sorprendido, se preguntó a sí mismo cómo había podido obtener esa fotografía. Pero todo eso ya quedaba muy atrás.
   Mientras tanto, el pequeño Di Rossi reparaba en que la mayoría de las fotografías era de niños. Siempre pieles oscuras, ojos enormes, perfectamente negros, que miraban desde abajo al objetivo de la cámara. Los pequeños aparecían en su vida cotidiana, trabajando, sucios, o metidos hasta la cintura en agua putrefacta con gran cantidad de porquería en suspensión y también pegada a sus cuerpos; sin embargo, las miradas, sus ojos estaban linpios, tenían una belleza especial.
  Al pequeño Di Rossi le llamó la atención un punto de luz, un diminuto haz que todos tenían en el iris. Miró buscando ese detalle. Todas, absolutamente todas tenían ese punto de luz, esa pequeñísima mancha blanca.
  -¿Y los padres de los niños?
  -No estaban allí cuando los fotografié.
  Siguió pensativo, muy serio.
  -¿Por qué solo niños?
  -Ya solo me interesan los niños.
  -¿Ya?
  -Sí, antes fotografiaba todo lo que se movía.
  -Para detenerlo, ¿no?
 Le sorprendió el comentario. En África, Sudamérica, Asia, en todo el mundo un drío sabía lo que era una cámara fotográfica, le habían preguntado muchas cosas, pero algo tan simple y tan cierto nunca lo había oído a un niño.
   -Sí. ¿Qué edad tienes, Paolo?
   -Seis años, cumpliré siete ahora, en diciembre.
   ¨ Tiene algo distinto, pero no sé lo que es ¨.
   -¿Te gustan?
   -Sí, pero ¿por qué nunca se ve el fondo, lo que hay detrás?, siempre es una pared o un paisaje que queda muy difuminado preguntó con naturalidad, sin ningún énfasis.
   ¨Esto es sorprendente, a su edad... No es normal que utilice la palabra ¨difuminado¨.
   -Te has dado cuenta, ¿he?
   -Es que se ve. -El viejo fotógrafo sonrió.
   -Sí, claro. Está hecho a propósito, intento aislar al protagonista de todo lo que le rodea. Fíjate, niños de diversas razas, con pelo largo y sin peinar, o con la cabeza rapada, aunque estén llenos de polvo, barro, o empapándose bajo la lluvia, es una bonita imagen, y los ojos nos dicen cómo es su vida.
  Al principio componía sus fotos mostrando los alrededores. Paredes desconchadas, casas derrumbadas, inmensos basureros, que eran más protagonistas que sus críos. Las vivencias hicieron que su objetivo se fuera cerrando poco a poco hasta terminar en el retrato.
   Lo que no le decía, porque era un niño, era que también existía otro motivo; pretendía crear un producto al gusto de la sociedad occidental, un producto a medida para mover las conciencias de las clases medias que recorrían sus exposiciones con una sonrisa pensando que comprendían y sabían lo que sentía el pequeño retratado. Era imposible que llegaran a tener ese conocimiento. En cuanto a esa clase por encima de las altas que son el origen de esas situaciones, que esos niños vivieran así, eran inalcanzables. No existían en la realidad, no tenían ojos ni boca, ni corazón, tampoco dormían... Son multinacionales con vida propia.
  El pequeño Di Rosssi siguió repasando las fotografías con la mirada, a cada una le dedicaba su tiempo.
   -¿Y por qué dejó de fotografiar a los hombres?
  -¿Por qué crees que antes fotografiaba a los hombres? -le contestó con otra pregunta.
  -Mi madre me dijo que usted al principio no era fotógrafo, sino profesor en la Universidad, como mi padre, ¿sociólogo?
  -Sí -le contestó con una sonrisa-. ¿Sabes lo que estudia un sociólogo?
  -Sí -contestó sin más.
  El viejo fotógrafo, sorprendido por la respuesta, fue a preguntarle, pero cuando lo iba a hacer se encontró con que su pequeño vecino se le adelantaba con otra.
 -¿Por qué sintió la necesidad de conocer a personas que viven en otras partes de la tierra?
 Al viejo fotógrafo aquellas palabras le produjeron un desconcierto completo. Mientras, el pequeño Di Rossi se acercaba a un rincón, sobre el suelo, había otro buen montón de fotos.
  -¿Puedo? -dijo señalándolas.
  -Sí, claro.
  Cogió unas pocas, las que pudo con su pequeña mano.
  En contraste con las imágenes a color de los niños, estas eran en blanco y negro, y casi siempre de hombres. Mareas humanas llenas de barro creando cadenas que se repartían por fondos y laderas, ennegrecidas, mientras trabajaban en minas a cielo abierto, aunque siempre aparecía una cortina de aire contaminado que no permitía que la fotografía, ni los hombres, recibieran la luz.
  Reparó en el rostro de tristeza de su vecino, al que siempre había visto con gesto afable, amable y sonriente, como si fuera feliz y viviera en paz.
 -¿Por qué dejó de fotografiar a los hombres?       -No se le había olvidado esa pregunta que quedó sin respuesta.
 Esperó.
 -Me cansé.
 El pequeño Di Rossi tenía la cabeza erguida, le hablaba de tú a tú.
  El viejo fotógrafo seguía decaido, no se daba cuenta de que el niño lo único que quería era aprender, percibía que él le quería enseñar, sino, ¿para qué le había invitado a su apartamento?
   -¿Por qué?
   No supo qué decir. Para que lo comprendieran tendría que contar por lo que pasó y lo que vio, pero eso formaba parte de unas vivencias personales que no las hablaría con nadie. Pero quien le estaba preguntando era un niño. Tentado estuvo de decirle ¨cuando seas mayor lo comprenderás¨, ese escape de los mayores; sin embargo, quiso ser honesto con él. Para lo que sentía no valían las explicaciones, ni aún habiéndolo vivido. Él había estado allí, pero sabía que a los pocos meses se marcharía. No había podido sentir que las únicas expectativas de vida eran esas en las que estaban atrapados los protagonistas de sus fotos. Seres humanos. Riqueza aquí, miseria allá. Y no era solo por el oro y los diamantes. La avaricia del capital por las materias primas más básicas, azufre, carbón, acero... Se vivía, se palpaba, se respiraba. Siempre esa nube en suspensión sobre los de siempre. Desde los gobiernos centrales hasta las mafias locales. Estaban presentes a todos los niveles. Pero no se veían, solo sus efectos. Esa vida no se la deseaba a nadie, tampoco quería contarla, y menos a un niño, ¿un niño?, que aún vivía en un mundo feliz. ¿Feliz, cuando le hacía preguntas de aquel tipo? No sabía que pensar ante lo que estaba viviendo.
 -No sé qué contestarte -le reconoció, ya no le habló como a un niño.
  El pequeño Di Rossi desvió la vista sin darle la mayor importancia. El hombre continuó serio, el niño concentrado en las fotografías. Se fijó en las que había en una librería, delante de los lomos alineados.
  -¿Todas las fotografías son suyas?
  -Sí.
  Paolo lo volvió a mirar por ese segundo, con la otra mirada, desde abajo, después le indicó una.
  -¿Esa también?
  ¨¡Es increible!¨.
  -No, esa no la hice yo -contestó inseguro.
  Subió el gesto, le miró de tú a tú. Desapareció el niño, Paolo, y apareció el pequeño Di Rossi. Este hombre mayor se sintió a merced de las preguntas que le estaba haciendo, con obligación de contestar siempre a la verdad. 
  -Es la única que hay que no es mía, disculpa, la había olvidado, está hecha por un amigo.
  -¿Tienes un amigo?, yo nunca le he visto con nadie -dijo mientras se acercaba mirándola fijamente, observando los detalles.
 -Pues sí, tengo... algún amigo -le contestó intentando sonreír.
  ¿Dónde está?
  Más desconcierto. El pequeño Di Rossi se había girado de nuevo y esperaba una respuesta con la cabeza alta, elgesto serio, mirada directa.
  -No está aquí -terminó contestándole muy serio.
  Con las preguntas lo había sumido en una noria de recuerdos, aquellos que más le conmovían. Estaba desconcertado. ¨¿Es todo solo casualidad? ¨, pensó.
    -¿Le ocurre algo, señor Kipling?
  -Sí. -El gesto del pequeño Di Rossi no cambiaba, estaba claro que esperaba respuestas completas; en cambio el viejo fotógrafo estaba emocionado, aquella instántanea estaba hecha por un reportero, gran amigo suyo, asesinado en Sierra Leona. Sintió la necesidad de salir de aquel torbellino donde se había metido. ¿Cómo has sabido que esa fotografía no la he hcho yo?
   -Se ve.
   -¿Cómo?
   -Señor Kipling, si usted y yo nos ponemos a escribir lo mismo con un bolígrafo azul, cuando alguien lo lea, leerá lo mismo, también verá el mismo color, pero su letra y la mía son diferentes.
  El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
   -Comprendo lo que me dices, y de vez en cuando lo consigo ver pero no con tu claridad y rapidez.
   Paolo se encogió de hombros y le miró desde abajo, con su mirada tímida.
   ¨Este hombre está ya un poco mayor¨, le dio la impresión que debió pensar el crío al que ya no trataba como a un niño.
   -Ven, quiero que veas algo.
   Se dirigió a una puerta y la abrió, lo esperó en el quicio, Paolo no llegaba a ver lo que había dentro. Distinguió algo extraño en la oscuridad mientras se iba acercando, descifraba rápidamente. el señor Kipling pulsó el interruptor de fuera, la luz se encendió dentro de la habitación repartida por el suelo en forma circular.
   -Ponte en el centro.
   Así lo hizo, el señor Kipling le siguió y cerró la puerta a su espalda.
    No dijo nada sobre lo que estaba viendo, giró en redondo levantando la cabeza. Los hombros eran altos y delgados como juncos. Los que estaban en segunda y tercera fila tomaban más altura que los de delante para ser vistos, también para ir cerrando las paredes de la bóveda sobre la que estaban impresos. Las vestimentas harapientas de todos eran similares. Miraban serios al objetivo, al espectador. El pequeño Di Rossi observó sus rostros, ninguno se repetía, solo lo hacía la expresión de sus caras, de sus miradas.
   -No se ve el cielo.
   -Allí, aunque no haya rascacielos como aquí, el cielo no se ve, siempre hay una nube que lo impide.
   -¿Tampoco hay edificios?
   -¿Edificios?, sí, también los hay, desconchados, muy sucios, como ellos.
   -Ya, comprendo.
   -¿Qué comprendes?
   -Lo que usted dice, pero debía de haber sacado también las casas donde viven.
   -¿Por qué?
   -La persona y lo que le rodea. Es lo mismo y se comprendería mejor.
   -¿Por qué dices eso? -El pequeño Di Rossi hizo un gesto de no comprender-. ¿Por qué dices que es lo mismo?
    -¿No están hechas de lo mismo?
    El señor Kipling se quedó pensativo.
    -¿Quién te ha dicho eso?
    -Mi madre, dice que tierra somos y a la tierra volvemos. Todos estamos hechos de lo mismo, nosotros tenemos la suerte de haber nacido como personas y debemos de dar gracias a Dios.
    -Tu madre tiene razón, ¿sois católicos?
    -Sí. ¿y usted?
    -Pertenezco a la Iglesia Evangélica, pero todos deberíamos estar al menos de acuerdo en eso que dice tu madre, y algún día la ciencia también lo estará. ¿Sabes lo que decían los indios que vivían aquí hace doscientos años? 
    -No.
    -Que las flores perfumadas eran sus hermanas, el venado, el caballo, el águila, las escarpadas peñas, los húmedos prados, todos pertenecemos a la misma familia, cuando pisas el suelo lo haces sobre las cenizas de nuestros abuelos, si escupes sobre el suelo lo haces sobre ti mismo. Todo está entrelazado.
  -Me gusta. ¿Y la habitación esta? ¿Por qué la hizo?
   -Intentaba crear una fotografía que me hiciera sentir lo mismo que esas personas. Me he puesto muchas veces aquí donde estamos para que me llegue por todas partes. La fotografía es plana, mientras que la realidad, la pobreza y la miseria te rodean, y más... Pero no lo he conseguido, siempre está esa puerta por la que hemos entrado que me devuelve a nuestro mundo en un segundo. Los de aquí nunca podremos sentir lo mismo que los que han nacido y se han criado allí.
   -Sé lo que quiere decir.
   Pero al señor Kipling de nuevo le cuesta mucho creer que un crío de su edad comprenda lo que acaba de decirle, aunque acto seguido se recrimina a sí mismo su pensamiento.
  ¨¿No crees que es especial y has dejado de hablarle como a un niño?, entonces...¨.
    -Mi madre me ha dicho que en Nápoles, también hace muchos años, cuando construían un edificio, los materiales los sacaban del mismo suelo sobre el que despues se levantaba. Se elevan hacia arriba y también quedan huecos por abajo.
    -Interesante.
    Paolo sonrió mirándolo desde abajo.
  -Pero también lo que consiguen es darle más equilibrio al edificio porque siempre lo ponen sobre las bases más sólidas que encuentran cuando escavan.
   -¡Ah!, muy bien.
   -Así soportan mejor los terremotos si el Vesubio un día de nuevo entra en erupción.
   -Es verdad lo que dice tu madre sobre cómo se adapta el hombre a la tierra.
    -Claro, ya le he dicho que somos lo mismo.
    -Pero tú la comprendes, ¿no?
    -Pues claro -Paolo sonríe-, cuando sea mayor me gustaría construir un edificio así en Nápoles.
   -Ojalá que lo puedas hacer, yo ya no conseguiré hacer la fotografía que siempre he querido realizar.
   -¿Cómo sería?
  -Paolo, ahora mismo ni yo lo sé. -Le pone la mano sobre el hombro y le sonríe-. Venga, vamos, que tus padres te deben de estar esperando ya para el almuerzo.
  -Gracias, señor Kipling, me ha gustado lo que me ha enseñado.
  El viejo fotógrafo había accedido al mundo real de su pequeño vecino por unos minutos, y le resultó completamente desconocido. No existía ningún paralelismo con él mismo cuando a su vez fue un niño, ni con nadie que hubiera conocido a lo largo de su dilatada vida. Sonrió ya más relajado, las cosas volvían a estar en su sitio, durante un rato había visto el mundo al revés.

ANTONIO BUSTOS BAENA.
    
  

   
  
  
   


    


  

   





   



   

jueves, 12 de marzo de 2015

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI.

CAPÍTULO X
Paolo se incorporó una semana
tarde al nuevo curso, había estado algo enfermo. También tuvo algo que ver el que no le gustaba el colegio, menos mal que sería el último año en este centro. No terminaba de hacer amigos, cada año había numerosos cambios de compañeros, caras nuevas. El dinamismo de la ciudad se hacía patente allí.
Tras la verja, el amplio jardín verde, los árboles, los bancos en el camino que llevaban hasta las escalinatas grises que subían hasta el enorme portón de la entrada.
Se sentó a medio camino, notó el malestar en el estómago. Pasaban delante de él caras nuevas que ya se relacionaban entre sí y con antiguos alumnos. Esa semana había servido para que el nuevo colectivo se interrelacionara, se crearan grupos, y él se encontraría en una situación que ya conocía, soledad, aislamiento. Había una cuestión que marcaba desde el principio, desde la más temprana edad; se era popular o no. Él no lo era.
No se decidía, hacía frío, no estaba ni mínimamente motivado ante el nuevo curso. Observó que algo más adelante, en un banco que estaba al otro lado del camino, había una niña sentada de lado, casi de espaldas a él. Solo le veía el pelo largo, ondulado, castaño claro con intensos reflejos cobrizos, le caía sobre un jersey verde oscuro, como su falda larga, aunque esta era de un tono más claro, llevaba flores bordadas y también estaba rodeada por volantes de los que colgaban graciosos flecos de distintos colores. Pero lo que le llamó la atención fue que estaba haciendo movimientos acompasados con la mano derecha, a un lado y a otro, arriba y abajo. La niña cambió de postura y entonces Paolo vio que en la otra mano sostenía un papel con manchas negras, comprendió, un pentagrama. Estaba sola, como él, ella metida en su música. Pasó el tiempo, no dejaba de mirarla, no había visto aún su cara, solo apreciaba su pelo y los movimientos rítmicos de la mano.
Ya no podía esperar más, tenía que marcharse, busca el aula que le correspondía. Tomó la mochila y se la llevó sobre el hombro. Caminó acercándose a la chica, iba girando la cara a medida que se aproximaba, necesitaba ver su rostro. Comenzó a ver su piel clara, pequeñas manchas, pecas muy difuminadas, solo unos pasos más y... notó un fuerte golpe sobre el hombro derecho que casi le hizo caer, algo que no pudo evitar que ocurriera con la mochila. Sorprendido, miró al compañero con el que había chocado, que a su vez le estaba mirando y riendo. Tanto él como los otros tres que le acompañaban le eran de sobra conocidos. Formaban el grupo que no le dejaba en paz desde hacía ya bastante tiempo. Estos no desaparecían como otros. Seguían allí, y siempre mofándose de su físico, de sus gafas, de su manera de caminar, o de cualquier comentario que hiciera en clase.
Paolo no dijo nada, se limitó a agacharse para recoger su mochila y, justo cuando la iba a tomar, vio cómo la puntera de una bota la golpeaba con fuerza, como si fuera un balón de fútbol, la desplazaba. Los niños que iban pasando se detenían, las risas lo rodeaban.
Solo una vez habló con su madre del cabecilla de este grupo, de lo que sentía hacia él y, como siempre, comprendió perfectamente lo que su madre le contestó: ¨ Odiar es la derrota de uno mismo, es mejor derrotar al odio que al enemigo que este nos ha creado¨ . Y después le aseguró que ese niño caería producto de su propia forma de actuar hacia los demás.
Desde abajo, Paolo giró la cabeza y vio al otro con las manos en jarras.
-¿Qué miras, puto spaghetti?
Y entonces Paolo se acordó de su padre viendo El Padrino. No sabía cuántas veces lo había contemplado hipnotizado por su película favorita, recordaba escenas de memoria, y el pensamiento de Don Vito Corleone: Nunca te enfades, nunca te revuelvas, no hagas caso al insulto ni a las amenazas, pero nunca olvides¨ .
Tomó la mochila, el grupo estaba delante cerrándole el paso. Se abrió camino entre dos, no sabía si le iba a venir otro golpe por detrás, y vio a la niña que estaba sentada, con su pentagrama en la mano izquierda, ya no movía la otra mano, tenía la cabeza levantada, lo estaba mirando a la cara, directamente a los ojos, con una leve sonrisa. Sí, tenía la piel clara llena de preciosas pecas, algo sonrosados los pómulos, los ojos tan azules como los suyos y la boca, los labios, perfectos, como el rostro. Era guapísima, dentro de la naturalidad y la sencillez. Paolo comenzó a flotar.
-¡Gallina!, ¡meona!, ¡gallina meona!
El grito le atravesó el oído. Se estremeció, sintió angustia, dejó de mirar a la chica, la vergüenza le inundó, caminó hacia la escalera, no veía nada, quería huir, desaparecer.

ANTONIO BUSTOS BAENA.

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI..

CAPÍTULO IX

  El señor Heller tenía una forma de actuar que dejaba a las claras su gusto por hacer notar, todo lo contrario que a Umberto.
  -Te digo que tienes que venir conmigo a Secaucus, vas a cambiar toda la ropa esa tan sosa que llevas siempre -dijo en voz alta con el sonido aguardentoso y afectado de siempre.
 Poco a poco había ido apreciando a este compañero profesor de Literatura. Su forma de moverse era inconfundible, y aunque siempre vestía con traje y corbata colorida, de las que tenía una gran colección, el toque de color rosa se dejaba ver por algún lado. Aquel día era su camisa.
   El señor Heller lo recibió con los brazos abiertos desde el primer día. Le ayudó a frenar los miedos que le invadían todo su ser cada vez que comenzaba un nuevo curso. Lo convenció para para ir a clases de yoga, disciplina que formaba ya parte de su rutina diaria, lo primero que hacía cada mañana durante media hora cuando se levantaba. Y ahora Umberto se reía con él, le hacía relajarse, y de alguna forma también contribuyó a que se aceptara como era. En alguna ocasión se sorprendió a sí mismo pensando que ya no recordaba sus miedos.
  -¡Dios mío, cómo llueve!, ¡¿pero cómo puede ser estooo?! exclamó con cara de asombro desde lo alto del portal.
  Poco a poco los alumnos iban llegando, el grupo aumentaba, todos esperaban que aflojara un poco. Umberto miró hacia el cielo y pensó que si lloviera así solo una vez al mes en el sur de Italia, su tierra sería el vergel más maravilloso de la tierra.
  Mientras tanto, el señor Heller había cambiado su actitud expansiva por otra entre tímida y recatada. Disimuladamente no dejaba de observar a un chico de rasgos hispanos con grandes ojos negros y una dentadura perfecta, blanquísima, al que parecía no preocuparle la lluvia porque se iba abriendo camino educadamente.
  -Por favor, voy a salir.
  Se plantó en la calle como si nada. Caminaba con naturalidad, a pesar de la que estaba cayendo.
  El señor Heller no se pudo contener, alguna fuerza interior lo debió de mover.
  -¡Quién dijo miedo! Umberto..., ¡que nos vemos mañana!
 Y salió lanzado en la misma dirección que el joven.
  La primera ráfaga de lluvia y el contacto de los pies con el suelo encharcado le hicieron encogerse y saltar exageradamente. Umberto sonreía al mismo tiempo que se preocupaba por su amigo, y es que no había dado tiempo a decirle nada. Temió que se fuera a resbalar, pero por los pingos que iba dando estaba más en forma de lo que parecía a primera vista.
 -Su amigo no le teme a la lluvia.
 Tenía una sonrisa tan blanca y perfecta como el joven detrás del que había salido corriendo el señor Heller, solo que en ella todo era destacable. El pelo largo, rubio natural, se abría en ondas a los lados en su caída; los ojos de un color verde claro; y la piel, con un tono moreno que le daba un aspecto saludable. Estaba en ese punto de perfección ideal que alcanzan algunas mujeres en torno a los treinta, ni joven ni madura. Ya había reparado en ella, imposible no hacerlo. Era alta, cercana al metro ochenta sin tacones, y guapa, muy guapa, con un cuerpo delgado y estilizado, perfecto. También era profesora y siempre iba vestida con traje de chaqueta.
  Le estaba hablando y Umberto se fijó en que sostenía un libro de grandes dimensiones delante del pecho.
  -La verdad es que me ha sorprendido, no esperaba que saliera con esta lluvia -contestó Umberto con una sonrisa mientras repasaba su rostro.
  -Eloide Dómine -dijo decidida mientras extendía la mano.
  -Umberto Di .
 -Encantada. -Casi hizo una pequeña y graciosa reverencia que sorprendió a Umberto.
  -Lo mismo digo.
  Aunque llevaba unos tacones medianos, Umberto le seguía sacando casi media cabeza.
  -Bueno..., creo que somos colegas, yo doy clases de Pintura.
   Le hizo un gesto enseñándole la portada del libro.
   -Lo mío es la Historia.
  -¡Ah!, muy bien, debe ser más placentero que la pintura, aunque yo no tuve elección, me atraía desde niña, lo mío es vocacional como pienso de ser para usted la historia.
  -NO crea.
  -¿No?
  -No me lo había planteado, igual usted tiene razón. Ahora que lo pienso, todos los italianos debemos tener una tendencia natural para la historia, como los argentinos por la psicología.
   -Y los franceses por la pintura...
   -¿Es usted francesa?, no tiene ningún acento.
   -No, soy nacida en Washington. Mi padre sí es francés, del sur, mientras que mi madre nació en la Bretaña. Ella siempre me lo está recordando, dice que soy como las mujeres de allí. A Umberto esas palabras le hicieron pensar en su cuerpo, ese físico alto y delgado.
   Procuró aguantar la mirada de los ojos verdes de ella. No pudo, su rostro tenía una belleza. Le atrajeron los labios.
   ¨Y su sonrisa...¨.
   -Y usted, un italiano que se parece a Hohn Lenon, interesante. -Umberto bajó la mirada, asomó un gesto de timidez. Le habrán dicho en alguna ocasión que se parece a John Lennon, porque es usted clavadito.
   -Sí, alguna vez.
   -Parece que va a tardar en parar a llover y a estas hora va a ser imposible coger un taxi, ¿le parece que nos tomemos un café? Me interesa preguntarle sobre una cuestión que estoy estudiando desde  hace tiempo, a ver si me puede ayudar.
  Umberto miró a su alrededor, ya prácticamente no cogían en el hall del edificio y, efectivamente, la cosa iba para largo.
  -De acuerdo.
  Por los pasillos se iban cruzando con jóvenes educados en dirección a la salida. Vestimentas varopintas y peinados no excentos de arte. Diversas tendencias, predominaba el color negro. Algunos eran alumnos suyos, les saludaban y ellos correspondían.
 En la cafetería se acercaron al mostrador, ella pidió un café americano, mientras que él prefirió un té verde con limón. Se sentasron en torno a una pequeña mesa redonda, frente a frente.
  -Le parece que nos tuteemos.
  -¡Ah!, sí, a mí me parece perfecto.
  -Verás, Umberto, hay algo en lo que tal vez me puedas ayudar.
   -¿Sí? Dime.
  Ella abrió el libro y se fue directamente a la página que tenía señalada con un post-it blanco. Lo giró y se lo puso delante a Umberto.
   -Botticelli es uno de mis pintores favoritos..., y en el cuadro de El nacimiento de Venus hay algo que no termino de comprender. -Umberto hizo un gesto como preguntando de qué se trataba al tiempo que bajaba la mirada para contemplar el cuadro. La piel de ella, el tono de la piel.
   Recordó cuando estuvo hacía ya bastantes años delante de ese cuadro, en la magnífica Galería de los Uffzi, en Florencia. También encontró en ese cuadro tan admirado por todos algo que hacía que no pudiese concentrarse en él. Llegó a pensar que podía ser por el hecho de verlo deteriorado, lógico en una pintura de final del siglo XIV, y esto hizo que se produjera en él un dilema, ¿preferimos una pintura restaurada, con la posibilidad de cambios que ello conlleva sobre el original, a algo de aspecto viejo aunque más original? El caso es que no consiguió, viendo el cuadro frente a frente, captar la armonía de los colores cuando sí lo hacía viéndolo en fotografías. Le atraían más estas últimas que lo que veía en la realidad, eso a pesar de las grandes dimensiones de la obra de Botticelli frente a la que estuvo. Sintió malestar, decepción, por el hecho de apreciar más una fotografía que el cuadro original.
  -Si no recuerdo mal, cuando vi este cuadro en el museo noté bastante distorsión entre el colorido original y el de las fotografías que solemos ver, como esta, pero recuerdo también que el tono de la piel era similar al de la concha sobre la que está de pie. Ella es la diosa del mar, y la concha también procede del mar.
  -Entonces... ¿tú no la ves como la representación escultórica al gusto helénico como todos creen?
 -No te puedo decir -Umberto sonrió-, mi especialidad es la Historia Moderna y Contemporánea, pero las sensaciones que me dio no fueron esas.
   -¿Verdad?, yo pienso igual.
  -Y si tiene relación con la cultura griega..., yo conectaría más con Platón cuando decía aquello de que el ser humano debía de buscar la unificación en la persona..., de la belleza..., el amor y la verdad. -Ella asintió con la cabeza.
   -¿Tú no la ves como una diosa?
   -Fíjate en el mar, en la literatura griega el agua es un símbolo erótico, después quisieron que fuese la Diosa del Amor, en sentido cristiano, pero su verdadero origen está basado en la atracción física de la mujer sobre el hombre. En Occidente, la religión ha realizado una férrea censura. Sí, hay desnudos, pero nunca llegan a realizar el acto sexual o el deseo, cuando sí se representaban en Oriente.
  -Es verdad... -Elodie abrió la boca, pareció que se asombrara ante una verdad revelada.
 -Sin embargo, a pesar de esto, yo creo que el trabajo del autor sobre su obra, su interiorización, el ver la belleza una y otra vez cada día mientras trabaja sobre la mujer pintándola, hace que la sexualidad se cuele por algún sitio y llegue hasta el espectador.
  -¡Oh, gracias! -dijo fascinada.
  -Si Botticelli quiso representar una diosa, que es posible que lo pretendiera..., al menos como idea original, a esta la puso ya muy cercana al ser humano y al hombre. Fíjate que ejerce atracción hacia él, juega con la desnudez, el brazo tapándose el pecho pero sin pudor, mostrándose con naturalidad, con el pelo ondulado recorriéndole el cuerpo busca un toque de erotismo. Para mí es la diosa más humana que he visto.
  -La has definido perfectamente, tal vez sea ese punto en la representación de esta diosa lo que no terminaba de captar, porque después Céfiro y su esposa Cloris sí están suspendidos en el aire, mientras que ella está ya en la tierra, sobre la concha..., pero en tierra. Es verdad..., una diosa ya humana.
  Ella estaba maravillada de haberencontrado en unos minutos de conversación con Umberto algo que le llevaba rondando la cabeza bastante tiempo, no acababa de comprender cómo él lo había hecho en un momento. Su rostro bello y sonriente recogió un matiz de admiración por su colega mientras este seguía hablando. Hacía tiempo que pensaba en él, incluso había paseado por los pasillos esperando cruzarse con ese profesor alto y delgado, europeo con seguridad. Y en aquel instante se dio cuenta de que estaba a la altura de sus expectativas, incluso más.
  -Pero debes  olvidar que el rostro de las vírgenes de Botticelli tienen el mismo tipo de rostro que esta Venus, son jóvenes con ojos claros y la boca siempre está cerrada.
   En ese instante, Eloide Dómine estaba mostrnado su preciosa y perfecta sonrisa, que según los cánones de la belleza que le había enseñado su madre desde niña solo debía dejar a la vista seis dientes. Pero cuando escuchó las palabras de Umberto de inmediato cerró los labios.

ANTONIO BUSTOS BAENA. 
  
  

   
  
  
  
  
  
    
   

jueves, 5 de marzo de 2015

LOS NIÑOS ESTABAN SOLOS.


Su madre se había marchado por la mañana temprano y los había dejado al cuidado de Marina, una joven de dieciocho años a la que a veces contrataba por unas horas para hacerse cargo de ellos a cambio de unos pocos de pesos.
Desde que el padre había muerto, los tiempos eran demasiado duros como para arriesgar el trabajo faltando cada vez que la abuela se enfermaba o se ausentaba de la ciudad.
Cuando el novio de la jovencita llamó para invitarla a un paseo en su coche nuevo, Marina no dudó demasiado. Después de todo los niños estaban durmiendo como cada tarde, y no se despertarían hasta las cinco.
Apenas escuchó la bocina cogió su bolso y descolgó el teléfono. Tomó la precaución de cerrar la puerta del cuarto y se guardó la llave en el bolsillo. Ella no quería arriesgarse a que Pancho se despertara y bajara las escaleras para buscarla, porque después de todo tenía sólo seis años y en un descuido podía tropezar y lastimarse. Además, pensó, si eso sucediera, ¿cómo le explicaría a su madre que el niño no la había encontrado?
Quizás fue un cortocircuito en el televisor encendido o en alguna de las luces de la sala, o tal vez una chispa del hogar de leña; el caso es que cuando las cortinas empezaron a arder el fuego rápidamente alcanzó la escalera de madera que conducía a los dormitorios.
La tos del bebé debido al humo que se filtraba por debajo de la puerta lo despertó. Sin pensar, Pancho saltó de la cama y forcejeó con el picaporte para abrir la puerta pero no pudo.
De todos modos, si lo hubiera conseguido, él y su hermanito de meses hubieran sido devorados por las llamas en pocos minutos.
Pancho gritó llamando a Marina, pero nadie contestó su llamada de auxilio. Así que corrió al teléfono que había en el cuarto (él sabía como marcar el número de mamá) pero no había línea.
Pancho se dio cuenta que debía sacar a su hermanito de allí. Intentó abrir la ventana que daba a la cornisa, pero era imposible para sus pequeñas manos destrabar el seguro y aunque lo hubiera conseguido aún debía soltar la malla de alambre que sus padres habían instalado como protección.
Cuando los bomberos terminaron de apagar el incendio, el tema de conversación de todos era el mismo:
¨¿Cómo pudo ese niño tan pequeño romper le vidrio y luego el enrejado con el perchero?
¨¿Cómo pudo cargar al bebé en la mochila?
¨¿Cómo pudo caminar por la cornisa con semejante peso y bajr por el árbol?
¨¿Cómo pudo salvar su vida y la de su hermano?¨.
El viejo jefe de bomberos, hombre sabio y respetado les dio la respuesta:

-Panchito estaba solo... No tenía a nadie que le dijera que no iba a poder.

JORGE BUCAY.

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI.

CAPÍTULO VIII

El profesor le caía mal, no sabía por qué. Paolo tenía seis años y estaba aprendiendo a poner nombre a la cursilería y pedantería de aquel hombre aún joven, con una obesidad blanda, siempre atildado con chaquetas extrañas y pajaritas llamativas. Una papada temblorosa y blanquecina acompañaba siempre sus palabras. Sin embargo había escuchado a sus padres hablar bien de él, con admiración, y es que además de profesor era también el Director del colegio. Paolo era educado, distinguía perfectamente las jerarquías. Sus compañeros también se mostraban más respetuosos con este hombre, solo tenía que decir una sola vez ¨silencio¨para que todos callaran.
Paolo no era un niño que acostumbrara a atender a las explicaciones, se aburría. En clase repetían una y otra vez cosas que él ya sabía; pero es que ese día, además, ya no podía aguantar más. Solo deseaba que dejara de hablar, que terminara la clase para salir corriendo a los servicios. El Director-profesor no quería que se le interrumpiera. Paolo tampoco lo haría, era obediente, acataba las normas, y ahora solo quería que finalizara ya porque tenía unas enormes ganas de orinar. Apretaba las piernas, le dolía el bajo vientre y, desde hacía unos minutos, también los riñones. Tenía que acabar ya, le debía faltar poco, pero el tiempo parecía que se había detenido. Lo estaba pasando realmente mal, mientras que a aquel hombre sobre la tarima se le veía tranquilo y feliz, con gesto de satisfacción permanente en la cara. Disfrutaba cuando hablaba a los que mañana serían primeras figuras de la ciudad, del país. Incluso él se sentía ya capaz de discernir cuáles iban a ser. Solo a unos cuantos advenedizos se les había permitido entrar en el mejor colegio de Nueva York, evitaba así que se pudiera tachar de clasista. Cumplía con el principio políticamente correcto de igualdad de oportunidades. Eso sí, todos los niños que él veía de segunda categoría debían pasar unas pruebas selectivas de tipo psicotécnico al más alto nivel para entrar en este colegio que cubriría esa primera etapa formativa, la más importante a la hora de preparar sus mentes.
A Paolo el tiempo se le hacía interminable, solo veía la papada temblando que no paraba. Al poco sintió cómo el sudor inundaba su cuerpo, sus gafas se empañaban y poco a poco la visión desaparecía tapada por la niebla. Estaba experimentando algo nuevo, desconocido. La inseguridad en su estado máximo lo ponía a las puertas del pánico. No sabía si iba a ser capaz de llegar a los servicios. No quería levantar el brazo, pero estaba tan al límite que no pensaba con claridad. Finalmente, sin apenas fuerzas para elevar, la mano tímidamente comenzó a ascender señalando su posición en el aula. El Director-profesor parecía no verlo a pesar de que con su mirada recorría toda la clase. Paolo permaneció así dos eternos minutos.
-Señor Carrington -dijo sin verlo mientras se levantaba, le temblaron las piernas.
-Di Rossi, te llevo viendo un buen rato, ¿tan importante es para interrumpir, no solo a mí, también a todos tus compañeros? ¿Qué es lo que no comprendes?
Le había hecho una pregunta concreta, tenía que contestar. No es que no comprendiera, es que no tenía ni idea de lo que había estado hablando aquel hombre en la última media hora, no le había escuchado. Una falta de consideración para con él, para con sus padres, y para con otro niño que podría estar ocupando su sitio de privilegio. Eso fue lo que le enseñó el Director la primera vez que le escuchó hablar de lo importante, y la suerte que tenían, de ser alumnos de ese colegio. Y Paolo lo comprendió perfectamente, aquel señor tenía razón.
-¿Bien?
Se encontraba mal, muy mal. Intuía que todos le estaban mirando en ese momento, esperando a que dijera algo. El dolor de los riñones hacía que se le aflojaran las extremidades, tenía concentradas todas sus fuerzas en controlar, mantener cerrado el esfínter y, además, no veía. El Director-profesor cambió su actitud.
-¿Qué te ocurre, has visto un fantasma?
Las risas llenaron el aula.
-Ven aquí -le llamó también con la mano-, ven. -El hombre reía, le temblaba la papada-. Vuestro compañero es muy callado -decía mientras se dirigía al resto del aula dejándolo de mirar por un momento-, unos dirán que es tímido...
Paolo dio un pequeño paso lateral saliendo al pasillo. Las piernas sostuvieron su cuerpo, cosa que dudaba. Volvió a dar otro paso lentamente, disponiendo de todas sus fuerzas consiguió dar otro. Se quitó las gafas, afinó la vista para ver al hombre que estaba hablando sobre él a los demás niños. El Director-profesor le miró con una sonrisa Cínica, algo que él aún no sabía interpretar de otro modo más que de desprecio. Pensó en la imagen que estaba dando ante aquel hombre respetado por todos.
-Yo solo digo que es raro -dijo sonriendo el DIRECTOR-PROFESOR.
Sentía que hablaba de él al resto de la clase como si no estuviese presente. Las miradas, las risas de sus compañeros se centraban en su rostro, todos le observaban. La situación le abrumó de tal manera que le pareció que entre todos aprisionaban su cuerpo. No era dueño de sí mismo. Se quedó desprotegido.
-Llevo tiempo observándolo y Di Rossi es muy raro.
Paolo nunca había tenido esas sensaciones, tampoco se había dado cuenta de que había despertado la atención del Director, además, de forma negativa. Le había estado observando sin que se diera cuenta. ¿Qué tenía él de distinto para llamar su atención? Sin embargo, no recordaba que hubiera hecho nada para provocar esas palabras: ¨ES MUY RARO¨.
No era como los demás, era raro, o lo que él entendió; ¨no eres una persona normal¨.
Y ahora, ese hombre importante lo observaba abiertamente, también el resto de sus compañeros. Paolo no tuvo las fuerzas necesarias para aguantar ser el foco de atención y controlar al mismo tiempo su esfínter.

Se está orinando... -dijo con sorpresa un compañero que estaba detrás.
No habló alto, pero se escuchó en toda el aula.
Los niños corrieron desde las filas cercanas para ver a Paolo, Que buscó auxilio con la mirada en el Director, que le contestó con un gesto de desagrado. Paolo solo pudo quedarse quieto sin poder evitar que todo su honor cayera al suelo convertido en orines. Así permaneció en el pasillo, rodeado de niños alborotados. Risas, insultos, expresiones de asco y huidas ante la posibilidad de pisar el charco que se iba extendiendo mientras el director salía del aula dejándolo allí. NO HUBO NADA DE AYUDA O COMPRENSIÓN POR PARTE DE AQUEL HOMBRE. A los pocos minutos APARECIÓ UNA EMPLEADA DE LA LIMPIEZA QUE LO ATENDIÓ.

ANTONIO BUSTOS BAENA.

domingo, 1 de marzo de 2015

MI VAQUERILLO.


   He dormido esta  noche en el monte
con el niño que cuida mis vacas,
en el valle tendió para ambos
el rapaz su raquítica manta
¡y se quiso quitar -¡pobrecillo!-
su blusilla y hacerme almohada!
Una noche solemne de junio,
una noche de junio muy clara...
     Los valles dormían,
     los buhos cantaban,
     sonaba un cencerro;
     rumiaban las vacas...
y una luna de luz amorosa,
presidiendo la atmósfera diáfana,
inundaba los cielos tranquilos
de dulzuras sedantes y cálidas.
     ¡Qué noches, qué noches!
¡Qué horas, qué auras!
¡Para hacerse de acero los cuerpos!
¡Para hacerse de oro las almas!
      Pero el niño, ¡qué sólo vivía!
     ¡Me daba una lástima
recordar que en los campos desiertos 
tan solo pasaba
       las noches de junio
rutilantes, medrosas, calladas,
y las húmedas noches de octubre,
cuando el aire menea las ramas,
y las noches del turbio febrero,
tan negras, tan bravas,
con los lobos y cárabos,
con vientos y aguas!...
¡Recordar que dormido pudieran
pisarlo las vacas,
morderle en los labios
horrendas tarántulas,
matarlo los lobos,
comerlo las águilas!...
¡Vaquerito mío!
¡Cuán amargo era el pan que te daba!
Yo tenía un hijito pequeño
-¡hijo de mi alma,
que jamás te dejé si tu madre
sobre ti no tendía sus alas!
y si un hombre duro
le vendiera las cosas tan caras!...
Pero ¿qué van a hablar mis amores,
si el niñito que cuida mis vacas
también tiene padres
con tiernas entrañas?
He pasado con él esta noche,
y en las horas de más honda calma
me habló la conciencia
muy duras palabras...
Y le dije que sí, que era horrible...,
que llorándolo el alma ya estaba.
El niño dormía
cara al cielo con plácida calma;
la luz de la luna
puro beso de madre le daba,
y el beso del padre
se lo puso mi boca en su cara.
Y le dije con voz de cariño
cuando vi clarear la mañana;
-¡Despierta, mi mozo,
que ya viene el alba
y hay que hacer una lumbre muy grande
y un almuerzo muy rico...¡Levanta!
Tú te quedas luego
guardando las vacas,
y a la noche te vas y las dejas...
¡San Antonio bendito las guarda!...
Y a tu madre a la noche le dices
que vaya a mi casa,
porque ya eres grande
y te quiero aumentar la soldada...

JOSÉ Mª  GABRIÉL Y GALÁN.