CAPÍTULO
X
Paolo
se incorporó una semana
tarde
al nuevo curso, había estado algo enfermo. También tuvo algo que
ver el que no le gustaba el colegio, menos mal que sería el último
año en este centro. No terminaba de hacer amigos, cada año había
numerosos cambios de compañeros, caras nuevas. El dinamismo de la
ciudad se hacía patente allí.
Tras
la verja, el amplio jardín verde, los árboles, los bancos en el
camino que llevaban hasta las escalinatas grises que subían hasta el
enorme portón de la entrada.
Se
sentó a medio camino, notó el malestar en el estómago. Pasaban
delante de él caras nuevas que ya se relacionaban entre sí y con
antiguos alumnos. Esa semana había servido para que el nuevo
colectivo se interrelacionara, se crearan grupos, y él se
encontraría en una situación que ya conocía, soledad, aislamiento.
Había una cuestión que marcaba desde el principio, desde la más
temprana edad; se era popular o no. Él no lo era.
No
se decidía, hacía frío, no estaba ni mínimamente motivado ante el
nuevo curso. Observó que algo más adelante, en un banco que estaba
al otro lado del camino, había una niña sentada de lado, casi de
espaldas a él. Solo le veía el pelo largo, ondulado, castaño claro
con intensos reflejos cobrizos, le caía sobre un jersey verde
oscuro, como su falda larga, aunque esta era de un tono más claro,
llevaba flores bordadas y también estaba rodeada por volantes de los
que colgaban graciosos flecos de distintos colores. Pero lo que le
llamó la atención fue que estaba haciendo movimientos acompasados
con la mano derecha, a un lado y a otro, arriba y abajo. La niña
cambió de postura y entonces Paolo vio que en la otra mano sostenía
un papel con manchas negras, comprendió, un pentagrama. Estaba sola,
como él, ella metida en su música. Pasó el tiempo, no dejaba de
mirarla, no había visto aún su cara, solo apreciaba su pelo y los
movimientos rítmicos de la mano.
Ya
no podía esperar más, tenía que marcharse, busca el aula que le
correspondía. Tomó la mochila y se la llevó sobre el hombro.
Caminó acercándose a la chica, iba girando la cara a medida que se
aproximaba, necesitaba ver su rostro. Comenzó a ver su piel clara,
pequeñas manchas, pecas muy difuminadas, solo unos pasos más y...
notó un fuerte golpe sobre el hombro derecho que casi le hizo caer,
algo que no pudo evitar que ocurriera con la mochila. Sorprendido,
miró al compañero con el que había chocado, que a su vez le estaba
mirando y riendo. Tanto él como los otros tres que le acompañaban
le eran de sobra conocidos. Formaban el grupo que no le dejaba en paz
desde hacía ya bastante tiempo. Estos no desaparecían como
otros. Seguían allí, y siempre mofándose de su físico, de sus
gafas, de su manera de caminar, o de cualquier comentario que
hiciera en clase.
Paolo
no dijo nada, se limitó a agacharse para recoger su mochila y, justo
cuando la iba a tomar, vio cómo la puntera de una bota la golpeaba
con fuerza, como si fuera un balón de fútbol, la desplazaba. Los
niños que iban pasando se detenían, las risas lo rodeaban.
Solo
una vez habló con su madre del cabecilla de este grupo, de lo que
sentía hacia él y, como siempre, comprendió perfectamente lo que
su madre le contestó: ¨ Odiar es la derrota de uno
mismo, es mejor derrotar al odio que al enemigo que este nos ha
creado¨ . Y después le aseguró que ese niño caería producto de
su propia forma de actuar hacia los demás.
Desde
abajo, Paolo giró la cabeza y vio al otro con las manos en jarras.
-¿Qué
miras, puto spaghetti?
Y
entonces Paolo se acordó de su padre viendo El Padrino. No sabía
cuántas veces lo había contemplado hipnotizado por su película
favorita, recordaba escenas de memoria, y el pensamiento de Don Vito
Corleone: Nunca te enfades, nunca te revuelvas,
no hagas caso al insulto ni a las amenazas, pero nunca olvides¨ .
Tomó
la mochila, el grupo estaba delante cerrándole el paso. Se abrió
camino entre dos, no sabía si le iba a venir otro golpe por detrás,
y vio a la niña que estaba sentada, con su pentagrama en la mano
izquierda, ya no movía la otra mano, tenía la cabeza levantada, lo
estaba mirando a la cara, directamente a los ojos, con una leve
sonrisa. Sí, tenía la piel clara llena de preciosas pecas, algo
sonrosados los pómulos, los ojos tan azules como los suyos y la
boca, los labios, perfectos, como el rostro. Era guapísima, dentro
de la naturalidad y la sencillez. Paolo comenzó a flotar.
-¡Gallina!,
¡meona!, ¡gallina meona!
El
grito le atravesó el oído. Se estremeció, sintió angustia, dejó
de mirar a la chica, la vergüenza le inundó, caminó hacia la
escalera, no veía nada, quería huir, desaparecer.
ANTONIO
BUSTOS BAENA.
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