CAPÍTULO
VIII
El
profesor le caía mal, no sabía por qué. Paolo tenía seis años y
estaba aprendiendo a poner nombre a la cursilería
y pedantería de aquel hombre aún joven, con una obesidad blanda,
siempre atildado con chaquetas extrañas y pajaritas llamativas. Una
papada temblorosa y blanquecina acompañaba siempre sus palabras.
Sin embargo había escuchado a sus padres hablar bien de él, con
admiración, y es que además de profesor era también el Director
del colegio. Paolo era educado, distinguía perfectamente las
jerarquías. Sus compañeros también se mostraban más respetuosos
con este hombre, solo tenía que decir una sola vez ¨silencio¨para
que todos callaran.
Paolo
no era un niño que acostumbrara a atender a las explicaciones, se
aburría. En
clase repetían una y otra vez cosas que él ya sabía;
pero es que ese día, además, ya no podía aguantar más. Solo
deseaba que dejara de hablar, que terminara la clase para salir
corriendo a los servicios. El Director-profesor no quería que se le
interrumpiera. Paolo tampoco lo haría, era obediente, acataba las
normas, y ahora solo quería que finalizara ya porque tenía unas
enormes ganas de orinar. Apretaba las piernas, le dolía el bajo
vientre y, desde hacía unos minutos, también los riñones.
Tenía que acabar ya, le debía faltar poco, pero el tiempo parecía
que se había detenido.
Lo estaba pasando realmente mal, mientras que
a aquel hombre sobre la tarima se le veía tranquilo y feliz, con
gesto de satisfacción permanente en la cara. Disfrutaba cuando
hablaba a los que mañana serían primeras figuras de la ciudad, del
país. Incluso él se sentía ya capaz de discernir cuáles iban a
ser. Solo a unos cuantos advenedizos se les había permitido entrar
en el mejor colegio de Nueva York,
evitaba así que se pudiera tachar de clasista. Cumplía con el
principio políticamente correcto de igualdad de oportunidades. Eso
sí, todos los niños que él veía de segunda categoría debían
pasar unas pruebas selectivas de tipo psicotécnico al más alto
nivel para entrar en este colegio que cubriría esa primera etapa
formativa, la más importante a la hora de preparar sus mentes.
A
Paolo el tiempo se le hacía interminable, solo
veía la papada temblando que no paraba.
Al poco sintió cómo el sudor inundaba su cuerpo, sus gafas se
empañaban y poco a poco la visión desaparecía tapada por la
niebla. Estaba
experimentando algo nuevo, desconocido. La inseguridad en su estado
máximo lo ponía a las puertas del pánico. No sabía si iba a ser
capaz de llegar a los servicios.
No quería levantar el brazo, pero estaba tan al límite que no
pensaba con claridad. Finalmente, sin apenas fuerzas para elevar, la
mano tímidamente comenzó a ascender señalando su posición en el
aula. El Director-profesor parecía
no verlo a pesar de que con su mirada recorría toda la clase. Paolo
permaneció así dos eternos minutos.
-Señor
Carrington -dijo sin verlo mientras se levantaba, le temblaron las
piernas.
-Di
Rossi, te llevo viendo un buen rato, ¿tan importante es para
interrumpir, no solo a mí, también a todos tus compañeros? ¿Qué
es lo que no comprendes?
Le
había hecho una pregunta concreta, tenía que contestar. No
es que no comprendiera, es que no tenía ni idea de lo que había
estado hablando aquel hombre en la última media hora, no le había
escuchado. Una
falta de consideración para con él, para con sus padres, y para con
otro niño que podría estar ocupando su sitio de privilegio.
Eso fue lo que le enseñó el Director la primera vez que le escuchó
hablar de lo importante, y la suerte que tenían, de ser alumnos de
ese colegio. Y
Paolo lo comprendió perfectamente, aquel señor tenía razón.
-¿Bien?
Se
encontraba mal, muy mal. Intuía que todos le estaban mirando en ese
momento, esperando a que dijera algo. El
dolor de los riñones hacía que se le aflojaran las extremidades,
tenía concentradas todas sus fuerzas en controlar, mantener
cerrado el esfínter y, además, no veía.
El Director-profesor cambió su actitud.
-¿Qué
te ocurre, has visto un fantasma?
Las
risas llenaron el aula.
-Ven
aquí -le llamó también con la mano-, ven. -El hombre reía, le
temblaba la papada-. Vuestro compañero es muy callado -decía
mientras se dirigía al resto del aula dejándolo de mirar por un
momento-, unos dirán que es tímido...
Paolo
dio un pequeño paso lateral saliendo al pasillo. Las
piernas sostuvieron su cuerpo, cosa que dudaba. Volvió a dar otro
paso lentamente, disponiendo de todas sus fuerzas consiguió dar
otro. Se quitó las gafas, afinó la vista para ver al hombre que
estaba hablando sobre él a los demás niños. El Director-profesor
le miró
con una sonrisa Cínica, algo que él aún no sabía interpretar de
otro modo más que de desprecio. Pensó
en la imagen que estaba dando ante aquel hombre respetado por todos.
-Yo
solo digo que es raro -dijo sonriendo el DIRECTOR-PROFESOR.
Sentía
que hablaba de él al resto de la clase
como si no estuviese presente. Las miradas, las risas de sus
compañeros se centraban en su rostro, todos le observaban. La
situación le abrumó de tal manera que le pareció que entre todos
aprisionaban su cuerpo. No era dueño de sí mismo. Se quedó
desprotegido.
-Llevo
tiempo observándolo y Di Rossi es muy raro.
Paolo
nunca había tenido esas sensaciones, tampoco se había dado cuenta
de que había despertado la atención del Director, además, de forma
negativa. Le
había estado observando sin que se diera cuenta. ¿Qué tenía él
de distinto para llamar su atención?
Sin embargo, no recordaba que hubiera hecho nada para provocar esas
palabras: ¨ES
MUY RARO¨.
No
era como los demás, era raro, o lo que él entendió; ¨no eres una
persona normal¨.
Y
ahora, ese hombre importante lo observaba abiertamente, también el
resto de sus compañeros. Paolo
no tuvo las fuerzas necesarias para aguantar ser el foco de atención
y controlar al mismo tiempo su esfínter.
Se
está orinando... -dijo con sorpresa un compañero que estaba detrás.
No
habló alto, pero se escuchó en toda el aula.
Los
niños corrieron desde las filas cercanas para ver a Paolo, Que
buscó auxilio con la mirada en el Director, que le contestó con un
gesto de desagrado. Paolo
solo pudo quedarse quieto sin poder evitar que todo su honor cayera
al suelo convertido en orines. Así permaneció en el pasillo,
rodeado de niños alborotados. Risas, insultos,
expresiones de asco y huidas ante la posibilidad de pisar el charco
que se iba extendiendo mientras
el director salía del aula dejándolo allí. NO
HUBO NADA DE AYUDA O COMPRENSIÓN POR PARTE
DE AQUEL HOMBRE. A los pocos minutos APARECIÓ
UNA EMPLEADA DE LA LIMPIEZA QUE LO ATENDIÓ.
ANTONIO
BUSTOS BAENA.
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