domingo, 19 de octubre de 2014

EL TEMOR NACE SIEMPRE DE LA IGNORANCIA.



   Es una vergüenza para él que su tranquilidad en una época peligrosa se derive de la presunción de que, como los niños y las mujeres, pertenece a una clase protegida; o que busque una paz temporal, apartando sus pensamientos de la política o de las cuestiones engorrosas, ocultando su cabeza como el avestruz en los arbustos floridos; atisbando por los microscopios o traduciendo versos, como silba un niño para mantener su valor en la oscuridad. Si hace eso, el peligro sigue siendo un peligro y el temor se hace aún peor. Debe hacerle frente varonilmente. Debe mirarlo a los ojos y escudriñar su naturaleza, reconocer su origen, que no está muy atrás. Así encontrará en sí mismo una perfecta comprensión de la naturaleza y de la extensión de ese peligro, sabrá por dónde asirlo y en adelante podrá desafiarlo e imponerse a él.


RALPH W EMERSON.

martes, 14 de octubre de 2014

EL REPUBLICANO Y LOS REYES MAGOS.


  Como su padre había sido también republicano y nacionalista, le había puesto por nombre Sócrates. Él, a su vez, siguiendo la costumbre, le había puesto a su hijo Plutarco.
  Su mujer, obesa y dulce, disculpaba todo esto con la sumisa tolerancia de las mujeres españolas. Tenía un supersticioso respeto para ese mundo de fronteras inviolables donde se encierran las " cosas de los hombres ". Estaba segura de que su marido tenía " buen fondo ", que es lo que importa, y de que cuando se sintiese morir pediría los sacramentos. Respaldada en estas confianzas, con su bata de flores y su manojo de llaves, iba y venía por la casa, callada, hacendosa, humilde de llamarse sencillamente Rosario, entre el bebedor de la cicuta y el autor de las Vidas paralelas.
  Don Sócrates era republicano federal. Profesaba las " ideas nuevas ", o sea, las ideas francesas y alemanas de 1890. En un estante, encuadernadas y con cantos de oro, guardaba las obras de Catelar, Pi y Margall, Salmerón, Darwin y Augusto Cmte. Y su mujer les quitaba el polvo, todos los sábados, con un plumerito, cogiendo cada tomo displicentemente, con dos dedos, para no contagiarse, como quien coge una viborilla.
  Don Sócrates había oído en sus mocedades un discurso de Castelar, en un Círculo republicano. Era la anécdota más emocionante de su vida y recordaba todos los detalles de la escena. Al terminar, había logrado llegar hasta el orador y apretarle una mano, diciendo:
  - No sé cómo puede usted respirar, don Emilio.
  Y don Emilio se había vuelto a él y le había hablado. Era la única vez que le había hablado don Emilio. Le había dicho:
  _ ¡ Je !..., ¡ la costumbre !


* * *


  Y aquella noche Rosario alzó de pronto sus dulces ojos, cansados de la costura:
  _ Sócrates, ¿ sabes que Plutarquito les ha pedido una trompeta a los Reyes Magos ?
  Sócrates dejó sobre la camilla el periódico que leía, se quitó los quevedos y replicó con severidad:
  _ Rosario: es menester acostumbrar al niño, desde chico, a no pedir nada a los Reyes.
  _ Pero... ya tú ves: una trompeta...
  _ Una trompeta, todavía menos; al son de una trompeta ha cometido la humanidad todas sus grandes estupideces.
  Hubo una pausa. Sócrates terminó:
  _ Se empieza pidiendo a los Reyes una trompeta y se acaba pidiéndoles una credencial. Es menester infundir en el niño, desde ahora, la dignidad de ciudadano libre. Además, no quiero que Plutarquito crea en ese cuento de los Reyes Magos. Es preciso que se entere de que cada uno tiene que buscarse lo suyo de día y muy despabilado. Que nadie le trae a uno nada de noche para llenarle los zapatos.
  _ Pero hijo, tiempo tiene el niño de enterarse de eso. Todavía es pronto...
  _ Nunca es pronto para la verdad...
  _ Está bien, hombre. No te enfades...
  Y Rosario bajó la cabeza otra vez sobre la costura, y no habló ya una palabra. Porque había tomado la doble resolución que todas la mujeres dulces y sumisas toman siempre ante estos pequeños conflictos. Primera; no discutir más. Segunda: comprar una trompeta sin que su marido se enterara, y ponerla, la noche de Reyes, en el cuarto de Plutarquito.


* * *


  La escena que se desarrolló a prima noche la noche de Reyes no tuvo originalidad ninguna. Desde la alcoba matrimonial se oyó la voz adormilada de don Sócrates:
  _ Pero Rosario, ¿ no vienes ?
 Y Rosario, que cosía en la salita, contestó sencillamente:
  _ Espérate, Sócrates, que tengo que acabar de marcar estos calcetines. Duérmete tú...
  Y aguzando el oído, esperó unos momentos a que la respiración de su marido, que se filtraba entre las cortinas de la alcoba, fuese convirtiéndose en un ronquido leve, pacífico y sereno, característico de los niños y de los republicanos federales.
  Entonces Rosario se descalzó para no hacer ruido, se dirigió a su armario y sacó de su envoltorio de papel de seda una trompeta niquelada, alta, magnífica, propia para que Plutarquito jugase no ya a los soldados, sino al " jazz - band ".

* * *

  Nadie se desliza más suavemente que las madres, en la noche de Reyes, al entrar en el cuarto de sus hijos. Calzadas de silencio y de ternura, resbalan como hadas, en suave complicidad con la alfombra, para no despertar a sus hijos de ninguna de las dos bellas mentiras; el sueño y la leyenda de los Reyes repartidores de juguetes. Así entró doña Rosario en la alcoba de Plutarquito, con su bata de flores y su trompeta, obesa y sublime, sobre la sordina de sus pies descalzos.
  Plutarquito dormía apaciblemente en su cama, de metal dorado, bajo una litografía de la Sagrada Familia de Murillo. Porque don Sócrates no creía, pero respetaba el arte. Doña Rosario recorrió tácitamente la habitación, colocó la trompeta sobre una silla, e iba a dar un beso a Plutarquito, cuando se sintió bruscamente separada de un empellón. Miró con horror, y encontró tras de sí a su marido, magnífico y desconcertante, con sus zapatillas, su largo batín azul y su gorro con borla. Estaba agigantado por la ira. Parecía la imagen de la inteligencia rompiendo la superstición. Don Sócrates sentenció:
  _ Rosario, te oí salir de puntillas del gabinete y me lo supuse todo. Porque otra cosa no podía ser. Tienes cincuenta años y pelos en la barba.
  Y después de estas declaraciones mortificantes, don Sócrates encendió la luz eléctrica, zamarreó fuertemente a Plutarquito para despertarlo y exclamó con tono de arenga revolucionaria:
  _ ¡ Plutarco ! ¡ Plutarco ! No he de dejar que siembren de errores tu razón naciente. Fíjate bien. ¿ Ves a tu madre ? Tu madre es la que te ha traído esa ridícula trompeta bélica. No creas nunca que te la trajeron los Reyes Magos. Eso es una superchería. Nebrija dice que los tres Reyes Magos ni fueron tres, ni fueron reyes, ni fueron magos. Pero yo creo más. Yo creo que no existieron...
  Rosario lloraba tras su marido. Plutarquito se había despertado a medias y pugnaba por abrir sus ojos azules. Don Sócrates tomó a su mujer con una mano y la trompeta con otra, y recalcó apocalípticamente:
  _ Graba bien lo que te digo. Plutarco. ¿ Ves a tu madre ? ¿ Ves la trompeta ? ¿ Ves la realidad cruda ?
  Plutarquito abrió un ojo con dificultad. Bostezó Le temblaba la voz.
  _ Veo a mamá y la trompeta. Lo otro no lo veo...
  _ Quiero decir, Plutarco, que es preciso que desde niño aprendas a guiarte por lo que ven tus ojos y no por...
  Plutarquito se había dormido profundamente. El sueño de sus seis años, sin remordimientos,podía más que las sonoras palabras del racionalista.

* * *

  A la mañana siguiente don Sócrates estaba desayunándose en la cama. Don Sócrates desayunaba en la cama los días que no tenía oficina. Tomaba frutas y espinacas, porque era vegetariano. De pronto irrumpió en la alcoba Plutarquito tocando sonoramente la trompeta. Don Sócrates le hizo subir a la cama sobre sus rodillas.
  _ Vamos a ver, Plutarquito, ¿ quién te ha traído esa trompeta ?
  _ Toma..., ¡ los Reyes !
  _ Pero entonces, ¿ no recuerdas que esta noche...?
  _ Verás, papá. Esta noche, cuando me acosté, me quedé con los ojos muy abiertos para no dormirme y ver entrar a los Reyes. Paquito, el primo, me había dicho que él los vio el año pasado y que entraron en su cuarto por el balcón. Y yo los vi esta noche. Gaspar tenía una barba blanca como el tío Miguel. Y Melchor era negro. Parecía un limpiabotas. Llevaban todos unos mantos muy largos, muy largos... Pero luego me dormí, papá. Y soñé una cosa rarísima y divertidísima. No me atrevo a decírtela.
  _ ¿ Qué soñastes ?
  _ Soñé que tú, papá, estabas junto a mi cama. Llevabas una sotana azul muy larga y un gorro colorado. ¡ Qué ridículo ! Parecías uno de esos muñecos de la feria, a los que se le puede tirar seis pelotas por una perra gorda.
  _ ¿ Y qué más ?
  _ ¡ Qué sé yo ! All´empezastes a decir que si la trompeta la había traído mamá, que si los Reyes Magos no eran de verdad, ¡ qué sé yo ! ¡ Tonterías ! Yo no recuerdo bien todos los disparates que decías.
  Luego bajó la voz y añadió:
  _ Pero no se lo vayas a contar a mamá. Porque cuando sueño cosas raras mamá me da una cucharada de sal de frutas.
  Don Sócrates bajó la cabeza pensativo. Entre las cortinas se dibujaba la figura obesa y dulce de doña Rosario, sonriente, paciente, ligeramente irónica, segura de su triunfo definitivo. Don Sócrates reanudó su austero desayuno de vegetariano. Estaba perplejo. Los Reyes Magos habían podido más que él. Sus verdades eran sueños para su hijo. ¿ Cuál de los dos tendría razón ? 


JOSE MARIA PEMAN.  
   

domingo, 12 de octubre de 2014

EL CAMINO DE LAS PALOMAS.


  Tenía Rosa Luz dos pichones palomariegas, lindísimos y alegres, tan dóciles y mansos, que se le posaban en los hombros y le tomaban en la boca los granos partidos de maíz y las migajas de pan.
  Lucían el plumaje de las alas ceniciento y azul, el pecho morado, el pico amarillo, las patas rojas; eran de casta real, cruzada con la mensajera, domesticada y arrulladora, y la nena los prefería entre todo el bando, con mimo especiales.
  Doce años cuenta la zagala, doce años campesinos y puros, florecidos en la silvestre paz de un caserío montañés.
  Se había quedado sola en el mundo con su madre, viuda y joven, muy arrestada para el trabajo, muy valiente en la bárbara puja labradora. Desde la temprana viudez mereció por su belleza y su virtud reiteradas solicitudes matrimoniales; pero ella quiso vivir para su niña y renunció a nuevas nupcias con decidido tesón. En sus manos, firmes y abnegadas, la hacienda mezquina se mantuvo sin menoscavo, mientras Rosa Luz fue creciendo risueña y gentil, mimada como los zuritos que hoy se arrullan en su palomar.
  A gala tiene la chiquilla el imitar a wsu madre en lo hacendosa y pulera; así, desde que cumplió la docena de abriles, siembra el huerto con mucha disposición, lava y cose la ropa y se ocupa con singular encanto de cebar a los palomos chiquitines y prodigar sus desvelos a las hembras ponedoras.
  La prematura abnegación de la mujer aldeana se inicia en Rosa Luz con una paciencia dolorosa; quiere ayudar mucho a su madre, levantarle de los hombros, en lo posible, la carga de la vida, remar a su lado con denuedo en los temporales de la pobreza. Y se yergue con orgullo cada vez que le evita un trajín, un afán; se esponja y se estimula cuando sabe cuidarla un poco, devolverle, a fuerza de gracia y devoción, alguno de aquellos agasejos que de ella ha recibido a manos llenas.
  Al calor de tan vivo interés, cree la niña observar que está su madre algo decaída; anda más triste que de costumbre, y mirándola mucho con ojos avizores se le nota un esfuerzo más penoso en la diaria faena, y en los breves momentos de descanso, una angustiosa expresión de languidez.
  Antaño, cuando vivía la abuelita, ya estuvo así, delicada y mustia, Asunción, la moza ejemplar, y entonces su madre puso remedio a la amenazada salud con un gran elixir elaborado por los frailes de la villa.
  Fue allá la anciana un día de mercado, con mucho sigilo, desde el cumbreño casal de Cintul, y llevóse dos palomas torcaces, bien cebadas, que le valieron, precisamente, el importe de una botella de licor.
  Y un sorbo diario de la maravillosa bebida curó a la muchacha de la anémica endeblez que antes de conocerse tan eficaz composición hubiera exigido la asistencia de médico o el largo tratamiento aldeano de " las siete cosas ".
  No olvida estos antecedentes Rosa Luz; vive desde hace tiempo muy atisbadora y vigilante, como si se alzara en la punta de los pies deletreando la vida.
  Tasnto deseo tiene de intervenir en ella igual que una mujer, que procura alargarse la falda, ceñirsee, corpiño, recogerse las trenzas en un moño y empinarse con mucha gallardía sobre las abarcas de tarugos.
  Así con ávida penetración, fija en su madre los ojos, la persigue con solicito desvelo y acaba por cerciorarse de que necesita una botella de elixir.
  Es preciso comprarla sin que la enferma se entere, porque no lo consentiría; cuesta diez pesetas, es demasiado precio para las pobres labradoras de Cintul; los cultivos de su campo añogal y de una haza de mies no les permite remediarse con el excelente vino.
  Pero Rosa Luz no se considera menos industriosa que la abuelita. Acudirá también al averio arrullador y no serán torcaces las que lleve a la feria, sino que ha de elegir lo mejor del bando, los pichones hermosos y preferidos, mediante los cuales se propone comprar hasta dos botellas de la reparadora medicina; porque los palomos tiernos se pagan muy bien, y sin duda son los suyos un exquisito manjar.
  Al pensarlo así, algo dulce y amable se le rompe en el corazón; un cariño tembloroso y amenazado le duele en él, llenando de lágrimas los ojos de la niña.
  Pero refrena al punto aquel dolor, arrepentida de sentirle, ofreciéndole por su madre con entusiasmo fervoroso.
  Y sube al desván donde anidan las aves libres que vuelan en el cielo, las criaturas superiores, gracia del éter, sonrisa del aire, que conocen la ciencia de las curvas y de los arcos y se mecen en el viento y viven en la luz. Goza la chiquilla con ellas, rodeada de aleteos y arullos, bajo una aureola de candidez, como San Francisco de Asís, y luego prende los palomos destinados a la inmolación; los acaricia mucho, les pone blanda y fina la ligadura de las patas y un lazo de adorno sobre el alto collar.
  Con un fácil pretexto dispone su viaje la víspera del día feriado; hay que mercar hilo y agujas, hay que vender una dorada manteca y medio celemín de nueces escogidas. Puede ella fácilmente con la carga, y se brinda con mucha solicitud; saldrá tempranito para ir despacio; volverá antes de anochecer y en el fondo de su banasta pondrá la frugal comida de las doce.
  Asunción la deja ir, no sin alguna resistencia; le parecen el camino largo y el día corto para que la rapaza marche sola; pero ella asegura que encontrará compañía y oculta su tesoro con mucha habilidad.
  Desde el amanecer estuo escuchado los rumores nacientes. Oyó el rústico " ¡ Aoa ! " del pastor que junta la reata para conducir el ganado a travesío; la voz nómada es aún el eco de las tribus paganas que construyeron en la región los dólmenes y menhires; en cada aurora resuena el grito formidable como trasunto de la primera civilización, y sirve de alerta a los vecinos para emprender la lucha de una nueva jornada.
  Al resonante aviso comenzó Rosa Luz a vestirse aquel día, con muchas precauciones para no despertar a su madre; la dejó bien arropada bajo el ceptón de colorines y salió muy diligente al campo silencioso.

* * *

  Turbio estaba el cielo, pálida y tardía fue llegando la mañana; soplaron vientos altanos con rápidas virazones, que alzaban en el ejido tolvaneras y arrastraban por la colina la voz querellosa de los arroyos.
  No encontró Rosa Luz ningún feriante del poblado, ni vio con recelo las nubes agachadas y ceñudas: iba pensando en su madre, sonriendo a la certidumbre de confortarla con el magnífico licor.
  Dos leguas de trocha hacia el valle, entre lindes de zarzamora y macizos de helecho, bajo el toldo sombrío del celaje, dieron con la serrana en el mercado.
  Acomodada allí, después de curiosear ligeramente los tendejones y los soportales de la plaza bulliciosa, no le costó mucho vender la manteca y las nueces, pero nadie le ofrecía por los pichones las diez pesetas que deseaba.
  Ya iba desconfiando de realizar su propósito; las horas corrían, los vendedores forasteros levantaban sus reales; arreciaba el frío con augurios de temporal, y los vientos, volubles todo el día, se cuajaban en un fuerte aquilón.
 Tenía Rosa Luz en el enfaldo los pichones, recogidos con suave ademán, y en los ojos las lágrimas contenidas por el despecho. Los últimos mercantes la miraban curiosos, y una niña, que pasaba de la mano de una señora, se detuvo a contemplar con fascinación las aves de Cintul.
  -¿ Cuanto pides por ellas ?
  -Dos duros.
  -Son caras.
  Necesito ese dinero para mi madre, que está enferma.
  -¿ Es verdad ?
  - ¡ Señora !
  De las aniebladas pupilas desbordóse el llanto, con tan elocuente reproche ante la duda, que la compradora, llena de piedad, abrió el bolsillo y puso delicadamente las monedas entre los dedos tímidos de la campesina.
  Quedóse después mirándola con deleite; era ojizarca y trigueña, de tostado cabello y angélico perfil; tenía en la boca una dulzura triste, una gracia exquisita en la expresión. Al agradecer la fineza de la desconocida, presentaba los palomos con apresuramiento conmovido, besándolos con ternura una y otra vez.
  La niña y la señora adivinaron todo el poema de aquel humilde sacrificio y una lástima creciente les ganó el corazón.
  - ¡ Para ti, guárdalos para ti ! - dijo la diminuta señorita, rechazando la compra con viveza, a punto de llorar.
  - Sí, te los regalamos - añadió la madre inmutada.
  - ¿ Y el dinero también ? - murmuró incrédula Rosa Luz.
  - También.
  - Dios se lo pague...
  Ya iban lejos las señoras, huyendo de la penetrante emoción, mientras la zagala se erguía, abrazando a sus ave zuelas con un gesto feliz.
  Se entretuvo después un poco en comprar la medicina y emprendió muy anhelante  el regreso a Cintul.
  Ya descendía de las cumbres la niebla de la noche; silbaba el viento, cortante como un puñal, y algunos copos blancos empezaban a caer.
  Pronto las mariposas de la nieve se espesaron, convertidas en inmenso cendal, y la niña, sola en medio de la tormenta, pensó con espanto en retroceder. Pero no supo hacia dónde; la villa, oculta por el velo de la nevasca, había escondido sus contornos ya muy vagos en la alumbración del crepúsculo. Siguió andando maquinalmente Rosa Luz; sobrazaba al canasto de listones donde las botellas de elixir. abrigadas en sus cobijas, daban albergue mullido a los palomariegos.
  Miraban las aves a su dueña con desmesurada inquietud, gimientes y azoradas, lívida la ceroma del pico, despeinado el plumaje tricolor. Y la niña las miraba también con los ojos azules engrandecidos por el miedo, perdida en la terrible soledad.

* * *

  Tarde marcina, de vientos inseguros que rolan a cada instante con distinta virazón.
  Ya cesó de nevar; el aire está quieto, descansando sin duda para emprender otra carrera tempestuosa, Pero Rosa Luz no encuentra su rumbo; anda sin tino, pierde el huello debajo de los pies. Borradas todas las rutas en una sola, blanca y glacial.
  No se distinguen los lindones ni los acirates; no se ven los confines; la noche se detiene, aclarada en la albura infinita de la tierra, y la niña oye de pronto un alto rumor, único y elocuente en la sorda inquietud de los campos; es el venaje del río, que cunde, ancho y turbio, partiendo la vega desde el monte, como una herida abierta en un cándido corazón.
  Y acaba de aturdirse la pobre caminante, porque las aguas arrumban lejos del camino que ella debe seguir. Avanza todavía a impulsos del instinto, subiendo siempre. Mirando sin ver hacia la altura donde se posa la aldea cismontana de Cintul. Lo mismo que los árabes vuelven el rostro a la alquibla para rezar.
  También la niña reza. Va diciendo fervorines en alta voz, asustada del propio lamento:

  Ángel de mi Guarda,
dulce compañía,
no me desampares
ni de noche ni de día;
¡ no me dejes sola,
que me perdería !

  Se aleja del río, tiende a la cumbre, se cansa y vacila. Y al perder los ánimos, piensa en dar libertad a los palomos para que se salven; ellos llevarán al solitario caserío el último adiós de la infeliz.
  Quebranta la frágil ligadura de los prisioneros y siente bajo las manos yertas el columbino temblor, como una postrera caricia de la vida que huye, del amor que tiende sus alas.
  Cae en el silencio un largo arrullo; los pichones, libres y sacudidos, levantan sobre la niña un vuelo corto, abren toda la envergadura, cernidos en el aire, sin moverse, como sí aguardaran, y Rosa Luz corre detrás de ellos ansiosa de alcanzarlos otra vez, bajo la fascinación fr lo imposible. ¡ Quisiera volar, quisiera vivir !
  Cuando alarga los brazos codiciosos cerca de sus amigos, las alas se mueven, tendidas las penas con empuje en el frío de la tarde, y otro vuelo se extiende en el espacio.
  Repiten los palomos la espera arrulladora y la niña vuelve a correr; la senda inmaculada queda rota en el aire por un manso zureo y en la tierra por un paso fugaz; la sombra de la noche sigue detenida por el claror de la nieve y el fulgor de la luna; el ciclo está luminoso, lejano, azul...

* * *

  Asunción aguarda a su hija con loca incertidumbre; cien veces ha salido al portal, oteando lo senderos y los horizontes, sin alejarse, por si la niña llegas necesitada de auxilio mientras su madre la busca.
  Pero ya no puede contenerse más; baja el camino sin perder de vista la ventana, encesa como un faro salvador y dice al viento el nombre amado con un grito de avidez:
  - ¡ Rosa Luz !  ¡ Rosa Luz !
  Como una respuesta, como un anuncio, dos aves llegan del fondo de la noche y se posan alegres en los brazos de Asunción. Ella reconoce a los palomariegos preferidos de su hija, los recibe con ardiente esperanza y vuelve a gritar:
  - ¡ Rosa Luz !
  - ¡ Aquí estoy !
  Una silueta menuda se yergue en el lindero, y la niña, guiada hasta allí por los palomos a través de la ruta blanca, se refugia también en el regazo de la madre, con su ofrenda de salud y de amor.


CONCHA ESPINA.   
 

domingo, 5 de octubre de 2014

ARCO IRIS.


  El cielo tiene terrazas
con barandal de colores.
Ángeles lindos se inclinan
sobre un vivero de soles.
Del mar saca un arco iris
todo su color salobre.
Los vientos rezuman brisas
por todos sus cangilones.
Hay un santoral de pájaros
agrestes y ayunadores.
Sobre el barandal del iris
se encarama el Rey Herodes,
bruto como un rey de bastos
y alto mucho más que un monte.
Su corona no es de oro,
sino de latón de cobre.
Gesticulando ha perdido
sus puños de celuloide.
Decapitando luceros
repartió fieros mandobles.
Por las vereditas claras
crecen pinos de colores,
y entre los cirros morados
el Niño Jesús sé esconde.
Los peces no dicen pío
ni dan hora los relojes.
Su kikiriki de herrumbre
da la veleta en la torre.
Pasan las nubes en lento
resbalar de caracoles.
Fresco pastizal de brisas,
lenta miel de los pastores,
redil de lluvias que ampara
rebaños de alternas torres.
Con el mah - jongg de los vientos
juegan los cuatro horizontes.
Los vientos húsares pierden,
al galopar, sus morriones.
Nácares fogosos bajan,
tascando espumas, del monte;
de los ijares del río
la luna salpica aljófares,
bajo un espolín de plata
calzado en finos charoles.
Por las barandas en vilo
el viento filtra sus voces;
viento azul, tamborilero,
santero de ermitas pobres,
que rifa una nube blanca
que va enyugada con flores.


ADRIANO DEL VALLE.

sábado, 4 de octubre de 2014

BAHIA DE CADIZ.



  Sobre el mar,  navegadora,
va la voz del viento inflada.
Verbena, montaña rusa,
tiovivo azul de las aguas.
Una ola va  a lo alto,
otra a lo profundo baja,
y aparece San Cristóbal
llenando su palangana,
fregoteando en las nubes
el rubio sol de sus barbas.
Rompe el mar cristales verdes,
y los vientos descerrajan
los horizontes, y oxidan,
con su orín, dulces naranjas.
¡ Pena de la vida tiene,
si al mar no pueden, las anclas !
En abordajes confusos
el viento esgrime sus hachas,
desguazando así la noche
con relámpagos de plata,
y un pez en traje de luces,
de lentejuelas y escamas,
goyesco, sobre las olas,
con garrocha de oro, salta.

 ADRIANO DEL VALLE.

HISTORIA DEL MONTE TESTACIO.


  Voy a contaros la historia de un monte, de un pobre monte seco y desarbolado que se levanta como una calavera en medio de la ciudad de Roma. Si un día vais a esta ciudad, la más hermosa de la tierra, hallaréis las siete colinas famosas que alzan en vilo palacios y jardines. Pero estas siete colinas, colmadas de hermosura, tienen una hermana pobre, una " cenicienta " que no abe lo que es llevar sobre su lomo la gracia de un templo ni la sombra frágil de un árbol: esta colina, es polvo solamente y no tiene las entrañas jugosas como sus hermanas. Esa colina, llamada Monte Testáceo, no ha nacido allí y acaso por esto no la reconocen como hermana suya las otras siete colinas antiguas. Cuando la primavera baja a la ciudad y brotan ramos verdes en los viejos palacios y todo, hasta la más pequeña ruina, tiene algo que decir, porque todo se rejuvenece como si la tierra quisiera olvidar la muerte que hay dentro de cada cosa, el Monte Testáceo permanece igual, insobornable a la delicia del tiempo, ofreciéndole al cielo, en medio de tanta hermosura como le brindan las siete colinas romanas, su loma seca y desapacible, su lamento de soledad y de abandono.
  Yo nada tendría que decir de este monte, si este monte no fuese español. Pero habéis de saber que esta colina calcinada fue otro tiempo una hermosa tierra de Andalucía, tierra sabrosa de marismas, gustosa del olivo y la vid, una tierra esclava que se trajeron a Roma las legiones hace dos mil años. Y ahora os diré cómo sucedió todo esto; porque no es frecuente que un monte se traslade de un lugar a otro.
  Es necesario que vengáis conmigo hasta el siglo segundo antes de Cristo. Nos acercaremos allí con paso leve para no hacer ruido. Las legiones de Roma acaban de vencer la segunda guerra púnica y duermen fatigadas de tanto fatigar la Historia, a la sombra de los olivos. El vino sabroso de estas tierras de Andalucía ha embriagado fácilmente a estos hombres, que llevan dentro de los ojos unos paisajes lejanos de guerra; campos duros de la Tarraconense, ternuras de la Lusitania, cielos traslúcidos de la Bética, huertas de la Galia, donde la vida nace sin dolor... El mundo va dentro de sus ojos y estos ojos de Roma quieren cerrarse, adormecidos, a la orilla del mar Mediterráneo, mientras el aire que viene de las islas llega untado de antiguas canciones que oyó cantar a los marineros fenicios. El sueño ha sido largo. Cuando despiertan, las brisas de la orilla se han posado ya, como benignos pájaros, en los mástiles de sus navíos para irse con ellos hasta Roma. Esta vieja ciudad, con sus mujeres y sus dioses propicios, los aguarda. No hay tiempo que perder. Llevarán, para señal de su victoria, docientos navíos fenicios y una legión de esclavos y ricas telas teñidas de rojo que los vencidos tejen para sus príncipes, y llevarán mucha plata, luciente plata de Tartesos para acuñar dineros y forjar hebillas. Pero algo más llevarán a Roma estos soldados, algo más vivo y embriagador que un esclavo o una onza de plata; llevarán frutos, vinos y aceites de la Bética. Roma no ha probado el sabor de estos frutos. Y ha llegado el tiempo de embriagarse de paz, de olvidar la guerra, de aflojar el cinturón castrense de murallas que ciñe el cuerpo del Imperio romano. Centenares de ánforas, llenas de vino y de aceite, ocupan ahora la bodega de las naves. Y cuando las naves llegan al puerto de Ostia, y remontando el río, se acercan al Emporium para descargar, tanta es la fruición, la prisa de ofrecer sus regalos, que estos hombres descargan allí mismo y rompen las ánforas para liberar el fruto que llevan. Tantas han sido, que los tiestos forman ya un montón de escombros a la orilla del puerto. Y como el viaje primero sucede otro y otro después - porque la ofrenda de Andalucía le ha sabido bien al pueblo romano - , e, montón de escombros que forman las ánforas rotas de cada vez mayor, hasta parecer un monte, hasta ser un monte, el Monte Testáceo, " montecillo de tiestos " que se levanta como una voz grave de cuaresma entre las siete colinas amables donde reclina su confiado sueño la ciudad. Es como un intruso, aquel monte de tiestos, barro cocido de Andalucía, que ha estado días y días lleno de sabrosos caldos andaluces, que ha tenido una forma ondulada y suave como las danzarinas gaditanas, que ha sido en otro tiempo tierra de labor, con raíces y sombra y ríos de agua fresca; barro de Andalucía que sólo es ya escombro, un monte de tiestos, el Testáceo en la hermosa ciudad.
  Así fue levantado aquel monte. Las lluvias disciplinaron luego la tierra calcinada, poco a poco, se fueron perdiendo las aristas; lo que había sido un ánfora era ya sólo un puñado de tierra mortal, pero tierra sin jugo, muerta y estéril hasta el fin del mundo, Este monte no sabría decir nunca en qué consiste la caricia de un  pájaro ni la hermosura de ver brotar un ramo verde en sus entrañas. Pero en cambio diría por los siglos de los siglos a la ciudad venturosa y solemne que todo es polvo y ceniza y nada, que todas las gracias de la Humanidad llegan a ser como el Monte Testáceo, un escombro sin árboles, bajo el cielo de Dios.
  Si un día vais a la ciudad de Roma, subid a lo alto de este monte. Procurad que sea en esa hora del atardecer cuando la luz se derrama dulcemente sobre la ciudad y cuando el ruido de la ciudad se sobrecoge con las primeras sombras de la noche, y sale de la tierra el silencio y el contorno de las cosas se humilla y la luz del día se retira tras los montes Albanos;  pensad que la tierra que pisáis es tierra de España, sabrosa tierra en otro tiempo, que llegó aquí para explicar a las bellas colinas romanas su doliente canción de que todo, hasta la pura tierra, es vanidad de vanidades y sólo vanidad.

MANUEL AUGUSTO GARCIA VIÑOLAS.  

LA INFANTA JOROBADITA.


Hila, hila que hila,
hilaban las dos infantas.
La mayor hilos de oro,
la segunda hilos de plata.
La más niña de las tres,
se distraía y no hilaba.
Sobre el faldellín de raso,
ociosa la mano blanca;
los ojos claros perdidos
más allá de la ventana.
en la noche toda llena
de estrellas y luna clara...
Con la sonrisa en los labios
la miran las dos hermanas.
Como era jorobadita
todos la menospreciaban
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Entrará en esto la dueña,
la dueña temblona y cana;
-¿ Qué están hilando a estas horas,
mis señoras las infantas ?
-Yo hilo un vestido de oro,
yo hilo un vestido de gala,
para lucirlo en las bodas
que mi padre me prepara.
-Yo hilo un vestido de corte,
yo hilo un vestido de plata,
para esperar al buen príncipe
el de la pluma de grana.
-Y mi infantita la ociosa,
¿ qué tiene que no hila nada ?
-No espero bodas ni príncipes,
no hilo con oro ni plata.
Hilo rayos de lucero
y rayos de luna clara,
sin otra devanadera
que el anhelo de mi alma.
Un vestido voy tejiendo
claro y sutil como el alba.
Cuando lo tenga acabado
vendrá por mí el que me ama.
No sé si será esta noche
no sé si será mañana.
Sólo sé que allá, muy lejos,
alguien me quiere y me llama...
Con la sonrisa en los labios
la oían sus dos hermanas.
Como era jorobadita
todos la menospreciaban.
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Esto fue a la prima noche...
Cuando sonreía el alba,
murió la jorobadita,
como se muere una lámpara.
Corrió por todo el palacio
la noticia comentada.
-No vivía en este mundo.
Era criatura extraña.
Sus hermanas recelando
por sus trajes de oro y plata,
preguntaban a la dueña;
-¿ Qué dura el luto de infantas ?...
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A la noche la regaron
de lirios y rosas blancas.
La sacaron de puntillas
por una puerta excusada.
Como si fuera al encuentro
del novio que ella soñaba,
iba la risa en sus labios,
la paz en su frente blanca.
Las estrellas y la luna
la vestían de oro y plata.
JOSE MARIA PEMAN.