Me
alegra que sea Kempe quien ahora, la batuta en la mano, salude. Es un
hombre con el que se toca a gusto: da confianza, acompaña más que
dirige. Supe desde un principio que aceptaría; me aprecia; siempre
que nos encontramos, sus ojos brillan con afecto. Sí, es grato tocar
junto a él. Muevo los dedos; responde. También yo respondo a mi
llamado. No hay nervios; sólo una lasitud que no es dejadez, sino
concentración; la del corredor que espera, relajado pero en tensión,
el pistoletazo que inicie la prueba. Concierto número 5 en Mi bemol
mayor. Beethoven no lo ejecutó nunca en público, de vuelta ya de su
carrera como intérprete. Siempre le he pensado en aquel sótano
vienés, con almohadones protegiendo su pobre oído enfermo, mientras
las tropas napoleónicas bombardeaban la ciudad; y escribiendo su
música, cada vez más para sí, para oírla en sus dentros. Piano y
orquesta enlazados como pocas veces antes, fundidos. Solista, pero
como parte del todo. Acaso es ésta la razón por la que toco tan
gratamente el ¨Emperador¨, punto
final de sus conciertos. Porque esed número 6 se quedó en embrión;
y hubiera sido grandioso. Me dijo un día Robbins Landon que si
cualquiera de los editores del maestro hubiera alentado su propósito,
sellando quizá el contrato con una caja de botellas de vino, hoy
tendríamos un concierto número 6. Lástima.
Allegro
Salta
al aire la música. Adelante. Saltaba al aire Emperador,
aquel perrazo pardo, en nuestra casa de campo, tras el hueso o la
pelota o el trozo de trapo rojo. El prado chorreaba de rocío y yo
corría al par de su ladrido, gozoso. Veo a mi madre de pié, en el
porche. Tiene los ojos azules y es esbelta y fina como una palma.
Viste de rosa y blanco. Sé que viene a llamarme -¨¡Ern, tu lección
de piano!¨- y no se atreve. Prefiere contemplarme allí, a pleno sol
o bajo los árboles, gritando a Emperador,
riendo, rodando con él por la hierba húmeda, olvidado de todo.
Track estará abriendo su carpeta, eligiendo tema; el débil y
circunspecto señor Track, tan seguro de que su discípulo va a ser
un genio que perpetuará su nombre oscuro de abnegado profesor. Mi
madre avanza unos pasos; hiere el sol sus ojos claros y ella los
protege con su mano derecha a modo de visera ¨¡Ern!¨. Me llama
con voz apagada, como si quisiera que no la oyese.
Emperador ha clavado sus
colmillos en la goma y ahora zarandea, vacía, la pelota, rabioso,
gruñendo. Es un bruto. Siempre acaba haciendo una trastada, cuando
mi alboroto lo provoca. A veces le he visto con intención de
morderme y le ha costado mucho limitarse a mancharme de baba el brazo
o la pierna. ¨¡Ern, tu lección de piano!¨. Ahora sí la he oído
y me he acercado-¨Mira, ha destrozado mi pelota¨- y ella ha
limpiado con su pañuelo mi frente sudorosa y me ha pedido que me
lave las manos y que acuda en seguida adonde el señor Track me
aguarda.
Track
me ha sonreído, un tanto forzado. Y he tenido que empezar. Recuerdo
como, al principio, se enfadaba por mi obstinada inclinación a
aquella oración de
Tecla Badarzewska. ¨No, hijo, eso se queda para tu prima Magdalena y
sus amigas. Tú estás -debes estar- a otro nivel¨. Yo comenzaba a
ser el niño prodigio típico del salón familiar con invitados
complacientes y sufridos, que a buen seguro se aburrían oyendo mi
Mozart o mi Schubert a cambio
de un buen té con pastas. No me daba cuenta. Tocar el piano era para
mí como jugar con mi perro; y aún más simple. Dejaba atrás a
Track, que tosía, confundido, aunque se enorgulleciese de mis
progresos. Mi padre me miraba como a un bicho raro y ahora sé que
debió preguntarse muchas veces si aquel pequeño genio lo había
engendrado él, tan ajeno a todo lo que no fueran sus negocios, sus
acciones, sus fábricas. Debía oír mi música como quien oye la
lluvia en los cristales o sobre los ´ñarboles copudos, sentado
frente a la chimenea en su sillón confortable; no como algo molesto,
no, sino como algo indiferente, pero que se convertiría
instantáneamente en irritante si fuego y almohadón se cambiasen por
una incómoda silla en una habitación helada.
Te
sigo, Kempe, te sigo; el oboe no me sorprenderá. Lucho con la
orquesta y el aire se tensa, en tanto el contrabajo mantiene, tenaz,
el ritmo; y a su empuje, el piano debe flexionar sus músculos (las
octavas), lo sé, y regresar a
los arpegios iniciales. Después de oírme tocar este Concierto en
Chicago, Kolodin elogió mi mano izquierda, ¨tan poderosamente
articulada¨. Cómo temblaba el pobre señor Track el día en que
lucía, la nueva doncella, me aplastó los dedos de esa mano con la
puerta del comedor. Adiós sus sueños, sus triunfos, que iban a ser
los míos. Yo apenas sentía dolor, sino pasmo, y miraba a mi madre,
que no podía contener las lágrimas en sus prisas por llevarme al
médico, y a Lucía, pálida y envarada, los grandes ojos negros
girando aterrorizados. Luego, todo quedó en el susto, y los días
que mi mano izquierda anduvo convaleciendo, seguí practicando con la
derecha, como si en no abandonar me fuera la vida. Poco más tarde,
el piano pasaba a convertirse de un divertimento en un destino -¿en
un desatino?-, en algo, sí, vital. Se sucedieron años y profesores
y países. El teclado era ya un goce doloroso, una cadena
que ataba sin lastimar, pero cadena, al cabo.
A mis regresos, Track me visitaba y me hacía tocar para él.
¨Perfecto -decía-, perfecto¨. No se atrevía a señalarme
defectos, sabiéndome crecido y dominador. Mis conciertos habían
comenzado, con éxito. La fortuna me sonreía. En todas partes se me
acogía con halagos, con amistosos golpes en la espalda, con mimos.
Mis amigos presumían de serlo y me introducían a sus respectivas
amistades con mal disimulado orgullo. Todo era fácil. En realidad,
todo había resultado fácil siempre. Mi vida era el piano
y el piano no tenía secretos para mí. Entonces
ocurrió aquello.
Adagio
un poco mosso
Siempre
tosen, se mueven. Es como una parte del programa. Claro que no
volverán a hacerlo. Beethoven debió pensar en ello -en ellos-
cuando enlazó los dos movimientos siguientes. Y en él mismo, cuando
fijó la cadenza, que
dejó de ser un vacío a llenar por la habilidad o la fantasía del
ejecutante. Sí, Kempe, allá voy, allá vamos. Con reposo. ¨El
reposo constituye la esencia de este adagio¨.
¿Cómo puedo decir reposo
y continuar impasible? ¿Cuánto tiempo esa palabra marcó
mi vida truncada? Porque yo era
una piltrafa en un diván, ante el que durante días desfilaron
familiares y amigos; y el buen Track. Hasta que pedí, exigí no ver
a nadie. Todo había terminado. ¿A qué lamentarse? Era así y
bastaba. Cae una torre, en pie largos siglos; cae un árbol al que
dos hombres no alcanzan a abrazar; un árbol que ha sostenido cien,
doscientas primaveras. Yo era menos que una torre, menos que un
árbol. Nadie pudo impedir que me viniese al suelo. Nadie pudo hacer
tampoco que me levanrase. Mi madre desistió. Ya no era la misma de
antes. Yo la ayudé a sobrellevar la ausencia de mi padre. Pero me
negué a compartir con ella la mía. Lloraba por los rincones,
desarbolada, hermosa todavía, niña. Entonces llegó Lena a mi vida.
Venciendo obstáculos y aún mi propia resistencia, se propuso
hacerme compañía. Acabé aceptándola, tras oírla jurar que no me
compadecería. Tocaba para mí, sin reparos, sin temor a mi maestría,
en un intento desesperado de volver a meter en mí la música. Porque
yo había cerrado mis oídos, incluso había hecho retirar el
tocadiscos. Leía o permanecía inmóvil, durante horas, mirando al
techo, cómo clareaba u oscurecía al otro lado de la ventana, vacío.
Pero ella no cedía. Poco a poco despertó en mí al hombre, aunque
no al músico. Recuerdo el día en que liberé sus pechos pequeños y
tibios. Atardecía y las paredes de mi habitación tenían un tinte
rosa, casi mágico. Mi madre había salido, confiada por la presencia
de Lena, a la que nuestro parentesco le daba cumplido salvoconducto.
Ella estaba encendida y sus manos temblaban; pero dejó en libertad
las mías, estremecidas al roce de su piel. Nos quisimos, sí. Yo no
había conocido otra mujer, inmerso por entero en la música. Lena
volvía a haceme vivir. Pero se empeñó en que tocase de nuevo;
decía que yo no era yo sino sentado al piano. No cedí. Y
un día no resistió más. Me gritó mil veces ¡cobarde!, ¡cobarde!,
¡cobarde! Y se alejó de mí para siempre. Semanas
después, marchó al extranjero. Era otra vez la soledad, el irse
acabando.
Sí,
Kempe, comprendo tus gestos. Y recuerdo las acotaciones originales:
dolce, morendo... Expresión, no exhibición. Dulce morir
el mío, amargo. Llevaba
clavada la palabra que me separó de Lena. Y de repente me rebelé
contra ellas, contra ambas. Y pedí mi piano, y rompí a tocar, con
rabia, con furia; las manos no me seguían, agarrotadas por la
inacción. Pero el problema era el pedal: había que pisarlo,
hundirlo, con la fuerza precisa. Fueron días agotadores,
pero yo percibía que el músico dormido iba amaneciendo...
Rondó:
Allegro
…
aflorando otra vez, sintiendo por la sangre el terrible
veneno de la música, siendo él mismo, yo mismo. No fue sencillo
regresar. Es duro y largo hacerse un sitio en la mente y en el
corazón de alguien; pero es corto y simple borrar ese nombre, esa
imagen. Me reconocían, sí, no había pasado tanto tiempo;
pero desconfiaban de mi capacidad. Por otra parte, no era el joven
apuesto y seguro de ayer; no podía arrancar de mis labios un rictus
de dolor, como si los años hubieran caído de golpe sobre mí,
salpicándome de plata el cabello, dibujando en mi rostro alguna
arruga impropia de mi edad. Pero yo venía decidido a tomarme la
revancha. Tenía que
vengarme de la vida, de su sucia jugarreta. Yo no le había pedido
nada. Había seguido los pasos que me marcara, la dirección que me
señaló desde tan niño. ¨Tú eres una memoria y
dos manos. Toca¨ . Me dijo. Obedecí. Me daban ganas de gritarle -de
gritarme- ¨y un corazón¨. Pero callaba. Lena lo gritó por mí.
Pero no quise oírla. (¿Dónde estás ahora?) Comencé
de nuevo a andar -estoy riéndome-, a caminar por esa misma senda.
Quien tocaba no era yo, sino el otro, el vengador, el oscuro. Y el
piano se teñía de sombra y su sonido era trágico, estremecedor,
diferente. Conmovía. La gente -muchos me lo confesaron- sentía un
escalofrío interminable oyéndome. El día en que reaparecí, mi
madre vino a oírme. La veía en el palco, enlutada, pendiente de mis
gestos, de mi música, junto a Ronso, el amigo recuperado, el
gigantón de mi infancia, el bateador infalible. Era feliz otra vez;
a su manera, claro, con esa felicidad que ya se sabe inalcanzable,
pero que por instantes se presiente. Alguien había dado cuerda a mi
mecanismo y aquello funcionaba como antes, muñeco recompuesto,
máquina insomne. Era
el nadador debatiéndose, sin peligro, en el océano de la música,
en su agua sonora envolvente, posesiva, plena; braceando hacia un
horizonte de luz más remoto cuanto más próximo. Agua, no arena.
Creo que fue Busoni quién osó registrar en Beethoven
¨páramos de oratoria¨, aún en este Concierto. ¿Páramos, es
decir, tierras yermas, rasas, desabrigadas, desamparadas? Nunca.
Sí borbollones, olas que sacuden a quien toca, que lo mojan de
lumbre, lo empapan.
Pero
ahora es como un remanso. No cuesta nada dejarse llevar de la basura
de Kempe, que me mira alentándome. Estoy tranquilo, director. Ni una
vacilación, ni un fallo. Repararon bien el juguete, no hay miedo. No
lo hubo nunca. La música no ha sido para mí
algo que he debido aprender, asimilar, sino algo natural, congénito.
Respiras, y el aire te llena los pulmones; miras el papel pautado, y
las notas se instalan allí, en lo hondo, rotundas. Claro que quedaba
la técnica, eso que creían enseñar los expertos, pero que emanaba
de mí, estaba en mí, y ellos se limitaban a ponerla a flote, a
extraerla de donde aguardaba desde antes de ser.
Dialogo
con el timbal y el mundo se puebla de armonía. Dice él con su voz
recia lo que el teclado con la suya. ¨Cosmos de sonidos¨, oí
resumir una vez. Pedante, pero puede valer. Toda vale cuando se trata
de este músico, de esta música en la que uno se descubre y se
desconoce.
Porque ¿sé acaso quién soy, quiénes son éstos que me siguen y me
arropan, éstos que en silencio me oyen? Universo
de extraños que la magia de un espíritu congrega, en tanto
-vibrando- permanece. Pero que volverán a levantar sus barreras
cuando se haga el silencio. Y se quedarán solos. Y me quedaré solo.
(¿Dónde estás ahora?). Estos dedos que pulsan las teclas pulsarfon
un día una piel joven, le arrancaron su música inaudible. Esperan
desde entonces. Y
Kempe, que ahora me mira con un gesto de admiración, no excento de
asombro, ¿qué esperaba de mí? ¿Una interpretación rutinaria,
vulgar, un repetir lo manido? Yo vivo la música, director; si
tuviera algún secreto podría ser ése. Pero no lo tengo. A través
de mí puede mirarse como por un cristal. Soy
lo que ves, lo que ven todos. Un hombre roto y reconstruido, que
ahora levanta las manos del teclado y se encuentra aquí, en mitad de
este gran escenario, con la orquesta en vilo y un público puesto en
pie, ruidoso, atronador. Kempe se acerca y me dice ¨Memorable,
memorable¨, y yo sonrío, y saludo desde mi asiento,
y él no se va, no sale para duplicar a su regreso los aplausos, como
si todo esto no fuera cosa suya, ni de los profesores que me observan
como a un raro espécimen, pobre
de mí, que apenas comprendo este entusiasmo, que en mi interior lo
rechazo,
porque nada
notable hice, sino entregarme en cada nota, como tiene que ser,
dejarme llevar de ese río que corre sin cauce, de ese mar que se
bambolea y respira y me rodea y me sumerge y del que emerjo otra vez,
muchas veces.
Ronso ha venido, temeroso, amigo fiel, con su figura tarzánica, y
ha cruzado ante la orquesta y me ha alzado sin demasiado esfuerzo en
sus brazos férreos (ha hecho bien en no traer aquí y ahora el coche
de ruedas) y ha inclinado la cabeza, saludando, y ha salido conmigo
del escenario, mientras mis piernas flácidas, inútiles, se
balancean como las de un pelele, y centenares de voces repiten
incansables ¡bravo!,
¡bravo!, ¡bravo!,
a mí, a Ern, el cobarde.
¿Las
oyes, Lena?
CARLOS
MURCIANO.
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