CAPÍTULO
XIII
Ahí
la tienes ya, Platero, negrita y vivaracha, en su nido gris del
cuadro de la virgen de Montemayor, nido respetado siempre. Está la
infeliz como asustada. Me parece que esta vez se han equivocado las
pobres golondrinas, como se equivocaron, la semana pasada, las
gallinas, recogiéndose en su cobijo cuando el sol de las dos se
eclipsó.
La
primavera tuvo la coquetería de levantarse este año más temprano;
pero ha tenido que guardar de nuevo, tiritando, su tierna desnudez en
el lecho nublado de marzo.
¡Da
pena ver marchitarse, en capullos, las rosas vírgenes del naranjal!
Están
ya aquí, Platero, las golondrinas y apenas se las oye, como otros
años, cuando el primer día de llegar lo saludan y lo curiosean
todo, charlando sin tregua en su rizado gorjeo. Le contaban a las
flores lo que habían visto en África, sus dos viajes por el mar,
echadas en el agua, con el ala por vela, o en las jarcias de los
barcos; de otros ocasos, de otras auroras, de otras noches con
estrellas...
No
saben qué hacer. Vuelan mudas, desorientadas, como andan
las hormigas cuando un niño les pisotea el camino.
No
se atreven a subir y bajar por la calle Nueva en insistente línea
recta con aquel adornito al fin, ni a entrar en sus nidos de los
pozos, ni a ponerse en los alambres del telégrafo, que en el Norte
hace zumbar, en su cuadro clásico de carteras, junto a los
aisladores blancos...
¡Se
van a morir de frío, Platero!
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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