¨No
te me sueltes nunca en estos cuentos,
del
podrá, del podría, del pudiera
ser,
tan maravillosos
que
cuando yo termino de decírtelos,
nos
duele la mirada
de
tanto querer verlos en el aire.
Cuando
hablo de imposibles
apriétame
la mano más que nunca¨.
PEDRO
SALINAS.
A
Fernando Calderón
Fue
como un ramalazo de nieve, como un borbollón de luna llena; junto al
pino grande, alrededor de cuyo tronco solías atar las cuerdas
amarillas del chinchorro balanceante, péndulo
de la calma estival y el aire ardido, junto a los geranios rosas,
tenaces, contra el verde de los arbustos linderos, en mitad del aire
claro de la tarde que moría, viste su acordado galope, oíste un
como tímido relincho, lamento acaso, gemido, qué es éso, y te
alzaste de la silla donde escribías, la pluma en la mano derecha, la
izquierda desabrochando el primer botón de la camisa, dejando el
cuello liberado, respirando mejor, ¿lo viste? Y
te volvías apenas hacia Ligia, como no queriendo perder la visión
que sabías ya perdida, qué fue, qué había, dijo ella
sobresaltada, y acudió a la ventana, puso las manos en tus hombros,
te apartó, qué fue, y tú, incrédulo, mirándola, hermosa,
próxima, tuya, los ojos de uva con una chispa de miedo, cómo es
posible, vas a decirme que estoy loco, Ligia, que he bebido, no sé,
era un unicornio, y ella te miraba, un qué, créeme, blanco y
bellísimo, la cabeza púrpura y el cuernecillo ese de colores, ahí,
junto al pino grande, créeme.
Sangreaba
el poniente por el lado del mar, y las gaviotas, chillando, se
dejaban caer sobre la arena, al abrigo de la pinada, huyendo del
viento que había empezado a levantarse y que mecía las barcas sobre
el agua azulenca. Habías salido afuera, buscando en el césped unas
huellas posibles, mirando a un lado y a otro, Ligia detrás, tratando
de cogerse de tu brazo, estaba aquí, como una aparición, pero era
real, tuve tiempo de verlo bien, y andabas hasta la cancela, pero
nada, sólo el viento removido, una bandada de palomas, una carreta
chirriante cargada de troncos, la tarde mansa.
Llevabas
allí un mes, trabajando a gusto, avanzando en el libro a muy buen
ritmo, mejor de lo que tú mismo pensaste cuando Ligia
se te vino a las manos, se metió en tu vida casi programada como sin
darse cuenta, barrió soledades y olvidos, prendió otra vez la
llama. Canadá,
la monotonía de dos años de clases ininterrumpidas, las charlas con
los alumnos que se esforzaban en hablar tu lengua, en recitar los
versos de tus poetas, tropezando, equivocándose, el anhelo de
regresar, de disponer de seis meses para llevar a cabo el libro
iniciado, apenas tres poemas, para entregarte al reencuentro con las
raíces, a dar forma a cuanto dentro bullía, para volver a ser.
Ligia se te había acercado, a la salida de tu conferencia, la
libreta bajo el brazo, decidida, y te había preguntado por
qué un poeta como tú, ausente de España durante dos años y a
quien interesaba escuchar en lo suyo, se venía a Barcelona a hablar
sobre el inconformismo picassiano, escamoteando los versos
recientes, últimos; tú le habías dicho que no sólo de versos
vivía el poeta y que te atraía mucho la trayectoria del pintor, sus
vaivenes, su rebeldía, y que acaso algún día escribirías un libro
sobre él; y ella, cómo, sería estupendo, usted es de los pocos
poetas fieles a la poesía, ni cuentos, ni ensayos, ni novelas, ya
era hora de que intentara otros libros, otros temas. La
citaste, al fin, para el día siguiente, ella estudiaba periodismo,
le habían encargado una entrevista, sería puntual. Y todo vino ya
rodado, apresuradamente
lento, la charla en el hotel, el paseo hasta el puerto anochecido, la
vieja carabela amarrada, el desvelado pez chapoteante en el agua
sucia, las luces rielando de mil formas y colores, la vida de la
ciudad sosegándose, al filo de la media noche, hojeando libros y
libros en los puestos de las Ramblas, comprando un clavel para Ligia
a una florista soñolienta, un puñado de castañas asadas, casi
humeantes, a un viejecillo que recogía ya sus cachivaches, apagaba
las brasas, cansado. Y Ligia en tus brazos, fácil, por qué, yéndose
contigo a la casa solitaria, la casa de Morrison, úsala, la tengo
cerrada siempre, allí terminarás tu libro, es un sitio ideal,
Ligia, por
qué, casi una chiquilla, nunca antes, te dijo, y era verdad, y tú
sabiendo lo que hacías, no sabiendo lo que hacías, cerrando los
ojos. Ligia, Ligia, muchacha, quiéreme.
Fue
como un ramalazo de nieve, bueno, no te pongas en poeta, créeme, fue
como un borbollón de luna llena, galopaba por ahí o volaba, junto
al pino grande, había luz suficiente, decías, tratando de convencer
a Ligia, que ahora caminaba de tu brazo, pisando cuidadosa el césped
en torno a la casa, palmeando los troncos de los pinos, acariciando
el macizo de adelfas, incrédula pero preocupada, sabiendo que
hablabas en serio, temiendo por ti, que anduvieras febril, deja de
escribir unos días, a ese paso no vas a hacer un libro, sino tres,
descansa, y tú preguntándole ¿de ti?, y ella, mirando hacia otro
lado, si quieres... y tú besándola allí, contra la pared de la
casa, fría ya en esa hora incierta de la anochecida, con
las primeras estrellas arriba parpadeando.
La
veías salir cada mañana, la bolsa en la mano, tú a trabajar, te
decía, a leer y a escribir, camino del pueblo próximo, a comprar lo
necesario para comer, unas
botellas, unas flores, y tardaba en regresar, dándote tiempo,
dejándote solo, como está mandado, como tú deseas, pero a veces te
ponías a pensarla, a desearla, a imaginar que no volvería,
recobrada de pronto la cordura, y te veías allí, sin ella, las
libretas impolutas, los libros, la máquina de escribir , las notas
de tanto tiempo, y te confesabas que no serías capaz, y te
sorprendías de haber sido capaz antes, cuando Ligia no estaba,
cuando tú y tus versos solamente, y salías al camino, a verla
venir la bolsa al hombro, la cabeza baja, una flor de tallo largo
entre los dientes, flor que tú le quitabas con cuidado, para besarla
allí, sin recato, y
ella, pero no seas así, la gente nos mira, ten paciencia,
que gente, qué paciencia, le
decías, y ella miraba tus papeles y los veía intocados y parecía
enfadarse, así no juego, vago integral, poeta de mentira, profesor
de pega, canadiense del diablo, a trabajar o no te hago de comer,
pero la poesía se te escapaba, se escondía debajo
de sus pestañas,
al otro lado de su dentadura, en su mismo vientre, y tenías que
sacarla de allí, luchando con ella con Ligia, con la poesía-a brazo
partido, a tiempo perdido, quién eres, por qué viniste, no te
vayas, Ligia, muchacha, nunca.
Apenas
te habías quedado dormido, después de dar muchas vueltas, inquieto,
oyendo el pausado respirar de Ligia, envidiándolo, viéndola allí a
tu lado, su bulto tibio, su melena derramada, suave sedosa, soleada,
soñando, sonriendo, sueltos sus senos, sencillamente suya, tuya,
apenas te habías dejando caer, olvidado, olvidando, apenas te habías
dejado caer en la sima, apenas te habías dejado caer en la sima de
no ser sino cosa, memoria de haber sido, animal respirando, cuando el
cristal vibró, sonó como campana muy clara, incorporándote,
tirando de tus ojos hacia el ventanal lunado, tras el que se
recortaban el hocico, los azules ojos, la cabeza toda purpúrea, y el
cuerno único, blanco en su base, negro en su parte central y en la
punta rojo, sangriento, tal si acabara de hundirse en un pecho, y aún
luciese, brillase, mostrase su trofeo, el llanto de la herida. Te
miraba, casi implorante, y tú le mirabas, ¿comprendiendo?, como si
le pidieras perdón, fijo en sus pupilas que la lágrima encendía,
ganado ahora por su proximidad, por su certeza, contemplando la
albura de su cuerpo al retirarse un tanto, al girar en busca de un
rumor para ti inaudible, hijo de la madrugada. Ligia dormía, andaba
por un valle remoto, descalza, otra. ¿Tocarla, despertarla, decirle,
mira, tras el cristal, ahora, no hables, mira bien, no dudarás, lo
tienes ahí, observándonos, pidiéndonos qué sé yo, eso que tú
conoces y yo adivino, a un palmo, propicio a la caricia, mortalecido
y doliente, nuestro? ¿levantarse, salir, llamarlo con algún nombre
aprendiendo de pronto, comprobar que no estaba, que no era, que en la
rama retorcida aleteaba la estrige, chistaba, acechando al topillo
incauto, señora de la noche, dueña tristeada? Mejor, reclinar la
cabeza en la almohada, cerrar los ojos, dejar resbalar la mano por la
colcha celeste hasta tocar el pelo de Ligia, el hombro luego,
desnudo, cálido, y detenerla allí, confirmadora, mientras
la voz más honda llama al sueño otra vez,
lo emplaza, y la razón se yergue, dice que no, rechaza el fogonazo
de lo insólito, va poniendo en orden los pensamientos, serenándolos,
acordándolos, ya.
Tú
habías tomado a Ligia como el mar a sus ríos,
la habías aceptado naturalmente, había desembocado en ti como si no
pudiese hacer otra cosa; apenas una interrogante, qué dirán los
tuyos, y ella, vivo sola, mi madre murió, mi padre está en
Montreal, acaso lo hayas visto, acaso algún día os hayáis cruzado
en una calle, hayáis ido juntos, codo con codo, en el asiento de un
autobús, intercambiando alguna frase en inglés, y eso la divertía,
palmoteaba, vivía sola, sí, estudiaba, su padre le giraba, puntual,
sus dólares cada mes, las cosas no iban bien entre ellos, como no lo
fueron nunca en vida de su madre, no te preocupes, soy mayor de edad
(¿desde cuándo?), no tengo que rendir cuentas a nadie, y era una
suerte. Pero por qué yo, te decías, por qué ese privilegio, a
veces te rebelabas contra tu propia buena suerte, contra esa
aceptación lógica, ilógica, de las cosas, por qué tanta belleza
guardada para mí, y habías de admitir que la fortuna te había
señalado con el dedo, que Ligia era un regalo inesperado, y
rechazabas el mañana, hoy, hoy, mañana
no ha llegado ,hoy
son sus labios, su ternura, mañana
es una puerta, mañana es una puerta por abrir, mañana es una puerta
por abrir de algún modo, mañana es una puerta por abrir de algún
modo ignorado, una puerta que Ligia querrá traspasar, gozosa, una
puerta que Ligia no querrá traspasar, llorando, mañana es como un
dado, mañana es como un dado que tiras, mañana es como un dado que
tiras sobre el tapete verde de vivir y contra el que lo has apostado
todo, casi todo, todo, a qué negarlo, a qué engañarte, hoy nada
más, y basta.
El
libro crecía. Tú podías decir, en algunos momentos de gélida
lucidez, de lúcida gelidez, que no habías venido a España a
encontrarte con una muchacha más o menos hermosa (más),
más o menos cándida (menos), sino a escribir un libro, a escribir
el libro,
ése con que soñabas en
las largas soledades del voluntario exilio, el que tenías dentro
bien maduro, tus mejores poemas, al cabo. Pero
el libro crecía, pese a Ligia, gracias a Ligia, habías de
reconocer, a un paso más vivo que el esperado, y sobre él se
proyectaba una luz distinta a la prevista, ¿mejor?, ¿peor?,
distinta, eso era todo, una luz emanada de ella o rebotada en ella y
puesta a tu alcance, o tamizada por ella, luz que la traspasaba y que
llegaba a ti a su través, más tenue quizá, pero más entrañada.
Con
la luz en los ojos despertaste. La luna se había adueñado de la
habitación y todo parecía transfigurado a su contacto; los muebles
tenían una pátina como de otro lugar y otro tiempo, y tus propias
manos, que mirabas absorto, se habían tornado transparentes, Ligia
no estaba. Tu pierna había buscado instintivamente el roce de la
suya, luego, sin volver la cabeza, habías dejado resbalar tus dedos
con lumbre por la almohada, por el lugar que aún conservaba su
calor y, al fin, habías mirado el hueco, el sitio donde ella dormía
un instante atrás, y por dentro del cráneo habías sentido el
estallido, el golpe ardiente, y un sudor repentino había mojado tu
frente, tus sienes, antes de que saltases de la cama, buscases las
zapatillas, el pulso temblante, como presagiando algo, como temiendo
lo peor, apartando a inciertos manotazos la mariposilla del por qué,
y, ciñéndote la bata, salieses del dormitorio, cruzases la sala
-todo en su lugar; la lámpara de pie, la mesa de mármol rosa, la
figura guineana de madera, el sillón frailuno...-, abrieses la
puerta, e irrumpieses en mitad de la madrugada como un fantasma,
alucinado, deslumbrado de tanta luna sobre el jardín, de tanta
claridad derramada, con
los vecinos pájaros
desvelados y la adelfa
rojeando y la mimosa agitando sus puños amarillos y los pinos
dejando oír su susurro
hojoso, en tanto el mar, allá, a un paso, ronroneaba,
gato azul lastimado, acariciado a contrapelo y por ello irritado,
pero disimulando, familiar, fingiendo someterse, cuando en verdad la
extraña hora fosforescente erizaba su espuma, afilaba sus uñas
abisales y le ponía al borde del salto, al borde de la salvaje
sacudida descubridora de su sangre ancestral irrenunciable.
Ligia
estaba allí, de espaldas, junto a la cancela, cerca de la pileta de
la fuentecilla, el fino camisón dejando ver su cuerpo perfecto, duro
y joven, ese cuerpo que había resbalado de sus manos los días
primeros como pez en el agua, mitad pudoroso, mitad incitante, que
luego había sido tuyo en una entrega absoluta, hembra cerrándose en
un círculo, completándose de golpe, cadena a la que faltase un solo
eslabón y éste apareciese de pronto, rotundo, fijándose con un
limpio chasquido integrador, cadena apresante y liberadora, dolorosa
y capaz de consolar. Ligia estaba allí, de espaldas, y anduviste
hacia la izquierda hasta distinguir su perfil, hasta descubrir ante
ella dos, tres metros más allá, la mancha conocida, la forma
esbelta, la soberbia estampa del unicornio, más blanco ahora, más
azules los ojos, pero de un púrpura atenuado la noble cabeza, que
miraba a Ligia, que la veía dar un paso hacia delante e
inmediatamente las cuatro finas patas retrocedían en igual
proporción, guardando la distancia, eludiendo la mano que Ligia
adelantaba temerosa, negando la caricia que con sus mismos ojos
suplicantes alentaba.
El
tiempo se había detenido. O corría tanto que no se advertía su
pasar, y todo permanecía como en un lienzo, intacto, Ligia allí, y
el unicornio, y tú, espectador único, sobrecogido, mudo,
retrocediendo ahora, obedeciendo a un impulso súbito, comprendiendo
que Ligia, bajo la helada luz lunar, resbalaba hacia el mármol,
podía tornarse estatua de sal con sólo volver la cabeza, buscando
en el armario la larga pañoleta oscura, saliendo de nuevo y
caminando despacio hacia ella, cubriendo su figura de nieve con mucho
tacto, para no sobresaltarla, para no despertarla, si dormía.
El
unicornio cayó de rodillas y Ligia, arrebujada en la lana
confortable. Le ofreció su regazo, pero la rara criatura no lo
aceptó, y siguió cayendo, al par que el instante crecía hasta
alcanzar la medida del sol en los espejos, es decir, el tamaño de la
sed, y entonces pudiste ver cómo Ligia lloraba sin ruido, lloraba
sin ruido dulcemente, lloraba sin ruido dulcemente acunada por el
agua que había comenzado a brotar, a extenderse sobre la hierba, a
empapar sus pies descalzos, el cuerpo todo del unicornio yacente, y
era fácil para ti entender tanta desolación, y era difícil para ti
y para la alta madrugada y para cuanto se sentía terrenal y
decididamente gravitante, consentir tanto vuelo, levedad tanta, la
hembra allí, quebrada su doncellez como un vaso de vidrio amatista,
el delicado animal vencido, a punto de disolverse, como el squonk, no
como él huraño, no vecino de la cicuta, sí lagrimeado, hecho
llanto inmenso, esclavo de su destino, sujeto a un suplicio casi
tantálico, sin posibilidad de huida, más sabiendo que su terquedad
precipitaba su derrota.
Y
rompiendo ataduras, mordiéndote los labios para no vacilar,
borrándote de la memoria los vestigios de lo que nunca fue ,
borrándote de la memoria más recóndita los vestigios solemnes de
lo que nuca fue verdad, porque
la huella no pisada es como el útero propicio que el amor no regó,
de esta misma manera avanzaste otra vez hasta el lugar donde Ligia
esperaba, avanzaste o llegaste, porque estabas en él como la
yerbabuena está en el pozo o el vencejo en la torre, ocupando su
espacio preparado, y encerraste el cuerpo de Ligia entre tus brazos y
delicadamente lo hiciste andar hacia atrás, como el súbdito
respetuoso abandona el salón imperial al que por un instante tuvo
acceso, lo hiciste ir hacia la casa, recuperándolo, sintiéndolo
poco a poco y cada vez más tuyo, más tuyo cuanto más lo alejabas
de donde lo hallaste. La luna se escondió tras un carro de nubes que
arrastraba allá arriba los velos de la veste de la sombra, y la
madrugada tembló, puso en pie de batalla las interminables hileras
de las hormigas vengadoras, apagó los silencios y se dejó aplastar,
mientras tú, tras los vidrios, abrazado el cuerpo desnudo de Ligia,
que ardía, mirabas, conmovido, el lento agonizar del unicornio.
CARLOS
MURCIANO.
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