CAPÍTULO
XII
El
profesor de literatura, señor Heller, se le acercó mirándolo
directamente a los ojos con una sonrisa en la que no despegó los
labios. Mayor que Umberto, su edad era un secreto bien guardado.
-Amigo
Di Rossi, ¿cuándo vamos a hacer esa excursión al otro lado del
Hudson de la que tanto tiempo llevamos hablando? -dijo en voz alta y
marcando presencia a todo el que pasaba cercano.
-Pues...no
sé.
-¿El
próximo jueves?
-No,
el jueves no puedo, mejor el miércoles de la próxima semana, ¿qué
tal le viene a usted?
-El
miércoles?, déjeme pensar..., bien, bien, sin problemas. Pero ya no
hay excusas, ¿ok? -remató en el mismo tono alto que había
mantenido desde el principio.
-Ok,
que tenga un buen día.
¨En
Secaucus hay unos outlets con precios increíbles¨, le había
comentado insistentemente, y allí se dirigieron después de recoger
a Umberto en su apartamento.
Llovía.
El tráfico estaba más embotellado de lo normal en la Calle 39, y un
ligero vapor subía desde el capó del viejo Honda Accord. Los
automóviles se iban encajonando hacia el Lincoln Tunnel. Una bajada
girando lenta y prolongada en fila de a dos les llevó bajo el río
Hudson, y a Heller no se le ocurrió otra cosa que decir...
-¿Se
imagina que nos venga ahora de frente una enorme ola de agua?
Umberto
lo miró entre sorprendido y extrañado, nervioso.
¨¿A
qué viene esto?¨.
-No
sé si fue Al-Qaeda u otro grupo terrorista islámico el que estudió
provocar una explosión dentro del túnel para inundarlo, ¿se
imagina?
Umberto
no necesitaba mucha imaginación para crear en su mente situaciones
que le atraparan en una autosugestión que lo bloqueaba
y hacía que su cuerpo tuviera respuesta de una ansiedad extrema, que
en varias ocasiones le había hecho pensar que incluso
iba a morir.
Una
vez más notó la rigidez en su espalda, en sus piernas;
sensaciones que creía superadas aparecieron. La
presión de todo lo que le rodeaba, los automóviles, las losas
cerámicas viejas y ennegrecidas con las que estaba alicatado el
embovedado del túnel. Todo le aprisionaba. Respiró
profundamente intentando relajarse. Aún
continuaban bajando, no habían llegado ni siquiera a la mitad
de los dos kilómetros y medio de longitud que tenía el
trayecto bajo la superficie. Pensó en que quedaran
atrapados allí dentro.
¨Tranquilo,
Umberto¨, acertó a decirse interiormente. ¨Intenta fijar la mente
en la respiración. Uno, dos, tres, inspira, uno,
dos, tres, espira¨.
Tiró
del cuello hacia atrás. El calor de la calefacción le daba en el
rostro, notó que sudaba. Se le empañaron los cristales de las
gafas, con la mano se peinó su pelo largo hacia atrás.
-¿Se
encuentra bien?
-Sí.
-Sintió más calor.
Heller
lo miraba fijamente.
-Voy
a bajar un poco la calefacción.
Umberto
bajó la mano derecha hasta la pierna del mismo lado, quedaba oculta
de la vista de su amigo. Se cogió un tremendo pellizco que hizo que
toda su atención acudiera a aquel punto de dolor. Después, la llevó
hasta el gemelo e hizo lo mismo. Su mente se situó en el nuevo lugar
con recuerdo de dolor del punto anterior. Estaba apretando todo lo
que podía para infligirse el mayor daño posible, notó un alivio
que pronto relajó su respiración entrecortada. La carretera comenzó
a subir y Umberto se sintió mejor. El
agobio, la presión, el calor fueron desapareciendo.
Al
frente vieron el enorme estadio de Los
Gigantes.
Fue en ese momento cuando tomaron una desviación que en breve les
llevaría a una planicie donde una gran cantidad de comercios de
primeras firmas continuaba haciendo negocio. Las enormes naves
rodeadas de césped estaban alineadas a lo largo de calles. Todo
numerado. En un enorme letrero rectangular con el ¨30¨ escrito en
blanco sobre negro apareció ¨Calvin
Klein¨.
Apenas había coches en los aparcamientos. Un día entre semana y con
aquel tiempo, normal.
Dejaron
el Honda junto a la puerta. La tienda era amplia, rectangular, había
de todo, desde textil hasta complementos. En el centro, tras unos
mostradores que dibujaban un cuadrado de madera oscura, tres
dependientas. Dos eran morenas, en torno a los treinta y cinco años,
la otra, una chica rubia de veintipocos, llevaba el pelo largo y
lacio, con flequillo abierto. Esta levantó la cabeza y los miró,
una sonrisa, volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo. Las
dos morenas estaban con un listado hablando de cuestiones personales,
el listado solo las acompañaba. Clientes, solo ellos dos.
-Mejor
que veamos todo y después decidamos -le dijo Heller.
-Ok.
Umberto
no era amigo de las corbatas. En su vida diaria ya le había costado
mucho trabajo ponerse una chaqueta sobre el jersey. Pero Violeta
seguía insistiendo en el tema, y allí había una colección
interminable con distintos tonos, lisas, a rayas, con dibujos, o con
la CK repetida por todo el tejido de seda. Su precio, diecinueve
dólares, pero si te llevabas tres el precio total a pagar eran
cuarenta.
Umberto
las ojeó, miró el letrero, un buen momento para comenzar a
solucionar esa cuestión. Se llevó la mano con dos corbatas bajo la
barbilla, no sabía cuál escoger y... su problema se multiplicaba
por tres.
¨¿Cuál
escogería Violeta?¨.
Un
gran misterio. Después de pensárselo mucho, tomó tres corbatas y
se dirigió al mostrador. La joven rubia notó su llegada y levantó
la cabeza. Los ojos azules, la tez clara y sonrosada en las mejillas;
como los labios, gruesos y sin pintar. Le sonrió.
-Dime.
Le
habló de tú. Repasó el flequillo, los ojos risueños, familiares.
Umberto se quedó algo paralizado, no habló. Ella bajó la vista y
se fijó en las corbatas. Después lo volvió a mirar como extrañada
y le preguntó:
-¿Son
para ti?
-¿Qué...?
Umberto
bajó la cabeza y miró las corbatas en su mano, dio la impresión de
que se hubiese sorprendido de llevarlas.
-¡Ah...!
Sí -consiguió decir volviendo a la realidad.
-No
te pegan.
-¿No?
-Con
esos colores llamativos la atención se concentra en un punto, quita
interés al resto, a tu rostro, a tu cuerpo -le dijo con seguridad,
sin dejar de sonreír ni de mirarle a los ojos, y él se sintió
reconfortado por lo que parecían halagos-. Verás como hay otras que
están más en sintonía contigo.
La
joven salió del cuadrado. Tomó la delantera dirigiéndose al lugar
donde estaban las corbatas, fue cuando Umberto la observó. También
era alta, apenas llevaba un pequeño tacón, y sus caderas..., su
trasero..., femenino, perfecto. Tenía un atractivo que conseguía
entontecerle. La siguió hipnotizado, él y su vitalidad que
comenzaba a hacer acto de presencia.
Los
vio pasar, lo que trasmitía la imagen no dejó indiferente al señor
Heller. De inmediato soltó la chaqueta que estaba viendo, se acercó
a ellos rápido, celoso. Cuando llegó percibió la atracción animal
que su amigo sentía por la chica.
¨¡Y
parece que tiene una erección!¨. Se quedó con la boca abierta, la
cara de asombro.
Ninguno
de los dos notó su presencia. Se sintió en segindo plano. Como
persona inteligente que era se dio cuenta de que sería
contraproducente intervenir. Nervioso, miraba alternativamente al
rostro de su amigo y al pantalón. Aquella visión le alimentó el
egoísmo. Pensó que él era su compañero de compras ese día,
sintió deseos y otro pensamiento...
¨Imposible
ocultar lo que tiene entre las piernas¨.
No
se pudo reprimir.
-Perdón,
que si necesitas algo, me llamas, estoy por aquí dijo para hacerse
notar, pero ellos no contestaron.
Se
alejó tan rápido como se había acercado. Volvió la cabeza, un
último vistazo. Estaba enfadado. Le hubiera gustado quedarse, aunque
solo fuera contemplando; pero el señor Heller tenía su orgullo.
-Quítate
la chaqueta y el jersey.
Umberto
obedeció. Ella le levantó el cuello de la camisa, pasó la corbata
por detrás. Con seguridad le hizo el nudo mientras él la miraba, su
cuello, la piel, el olor de su perfume..., y sin verlas, sus
poderosas caderas le vinieron a la mente.
-Mírate
en ese espejo.
En
camisa y con aquella corbata su rostro trasmitía una seguridad que
nada tenía que ver con la realidad. Ella se acercó y se puso en
paralelo. La miró,
se miró, la miró. Los dos juntos trasmitían fuerza, éxito, hacían
una buena pareja. Ella también lo repasaba a través del espejo.
-Y
esta también te va, fíjate.
De
nuevo se puso delante de él, le aflojó el nudo y le quitó la
corbata. Umberto miró por encima del hombro de ella, el espejo le
mostraba su trasero.
¨Es
perfecto¨.
Mayor
respuesta de su cuerpo. Le atraía poderosamente. Ella se apartó y
le puso otra corbata sin anudar a partir del cuello dejándola caer
doblada.
-Esta
También te queda muy bien, ¿ves? -Le
hablaba muy suavemente, como si le estuviera diciendo algo íntimo.
Él
afirmó con la cabeza. La joven hizo lo mismo con la otra corbata.
Umberto dio su aprobación.
-¿Qué
más necesitas?
¨A
ti¨.
-No
sé, de todo y de nada, depende de lo que vea.
La
mente le trajo de nuevo la imagen, y no pudo reprimir volverla a
mirar a través del espejo.
-De
acuerdo, ¿te las guardo?
-Sí.
-Si
me necesitas para algo, no dudes en llamarme, mi nombre es Clara.
-Umberto
-No le importó contestar.
Ella
aumentó su sonrisa y dobló algo la cabeza a modo de saludo.
-Bueno...,
ya sabes.
¨El
qué¨.
-Sí.
La
vio marchar. Le atraían poderosamente aquellas caderas que
convertían a la chica en toda una mujer.
El
señor Heller estaba en la zona de trajes, los había estado
espiando, no perdió detalle. Se acercó en cuanto vio el terreno
libre, tenía el gesto cambiado. Se enfadó muchísimo con las
miradas de Umberto a través del espejo. La suya fue directa y
descarada; pero su amigo, ahora deseado, no se dio cuenta.
-Hola,
muy buenas -dijo en voz alta y con retintín.
-¿Has
visto algo? -preguntó completamente ido.
Parecía
que no le iba a contestar.
-Sí,
esta chaqueta -dijo finalmente dejando a las claras su estar.
-¿Qué
le pasa?
Las
formas del señor Heller hicieron a Umberto volver a la realidad.
-¿A
mí...? Nada.
-Cómo
no le va a pasar nada si está enfadado.
-¿Enfadado
yo...? ¡Qué va! Bien, si te hago falta para algo, me avisas -dijo,
tuteándolo como nunca antes había hecho. Se hacía valer mientras
se alejaba.
Umberto
era incapaz de concentrarse. Repasaba estanterías sin ver.
Su mente estaba en otro lugar, en la joven, en la atracción, en
la sequedad que esta le había producido en su boca.
Consiguió ver unos tejanos apilados por tallas. Escogió unos de su
cintura y longitud de pierna.
Como
un zombi se dirigió al probador y, ya dentro, en un espacio de
cuatro metros cuadrados, se aisló. Permaneció de pie a pesar de que
tenía allí una banqueta, ni la había visto. Pensaba en lo que le
acababa de suceder. La imagen de la joven se hacía más presente.
Sabía que se habría
entregado a su voluntad si ella hubiese querido.
El
tiempo pasaba, no se daba cuenta. De pie, con el pantalón en la
mano, en su mente solo la chica, sus caderas.
Por
fin se vio en el espejo. Se sorprendió, su pene. Conectó de nuevo
con la realidad. Un reproche inesperado le acudió, vio
a Violeta. La erección bajó.
¨¿Qué
estás haciendo?¨.
Sintió
que la estaba traicionando, pero la imagen de la joven se interponía,
su gesto, su sonrisa, la forma de hablar.
¨¿Qué
más necesitas?¨. La imagen de la chica le volvía a preguntar con
familiaridad.
¨Es
solo una técnica de venta más...¨, se contestó sorprendido y casi
enfadado consigo mismo.
Umberto
recapacitaba. Se vio a sí mismo ridículo, como un cuarentón al
que se le caía la baba angte una mujer veinte años más joven. Se
sentó boquiabierto por le que le acababa de ocurrir, cómo había
quedado a merced de la dependienta.
Descubrió
que los sucesos vividos siendo niño, frente a los que no pudo hacer
nada, le habían provocado lo mismo, inmovilismo, pérdida de
voluntad, incapacidad para resistir y enfrentarse a los
acontecimientos exteriores. Sentía la presión, pero solo era capaz
de aguantar, una y otra vez, cada vez más, aguantar sin reaccionar,
llenando su mente de un miedo que terminaba trasmitiéndose a todo su
cuerpo, a toda su vida.
Umberto
bajó la cabeza, reflexionó. En ese instante vio un nuevo camino
abierto ante sí que le llevaba al futuro y, también, una cartera
que estaba en el suelo, medio oculta entre la banqueta y la pared. La
cogió, la abrió. Poco dinero, permiso de conducir, carnet de la
seguridad social, fotografías familiares.
¨Debe
ser él, Evaristo Morales, aquí está la dirección, en Paramus¨.
Un
hombre moreno y delgado, rostro alargado, pelo muy corto y barba. Un
rostro y un nombre hispano de una edad similar a la suya.
Un
flash. Con esa documentación era fácil abrir una cuenta bancaria en
Manhattan, comenzar a preparar algo que hasta ese momento no quería
plantearse porque no se sentía capaz; pero en su interior existía
esa obligación pendiente desde hacía ya demasiado tiempo.
ANTONIO
BUSTOS BAENA.
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