En
el recogimiento pacífico y rendido de los crepúsculos del pueblo,
¡qué poesía cobra la adivinación de lo lejano, el confuso
recuerdo de lo apenas conocido! Es un encanto contagioso que retiene
todo el pueblo como enclavado en la cruz de un triste y largo
pensamiento.
Hay
un olor al nutrido grano limpio que, bajo las frescas estrellas,
amontona en las eras sus vagas colinas -¡oh Salomón!- tiernas y
amarillentas. Los
trabajadores canturrean por lo bajo, en un soñoliento cansancio.
Sentadas en los zaguanes, las viudas piensan en los muertos, que
duermen tan cerca, detrás de los corrales. Los niños corren, de una
sombra a otra, como vuelan de un árbol a otro los pájaros...
Acaso,
entre la luz sombría que perdura en las fachadas de cal de las casas
humildes, que ya empiezan a enrojecer las farolas de petróleo, pasan
vagas siluetas terrosas, calladas, dolientes – un mendigo nuevo, un
portugués que va hacia las rozas, un ladrón acaso - , que
contrastan, en su oscura apariencia medrosa, con la mansedumbre que
el crepúsculo malva, lento y místico, pone en las cosas
conocidas... Los chiquillos se alejan, y en el misterio de las
puertas sin luz se habla de unos hombres que ¨sacan el unto a los
niños para curar a la hija del rey, que está hética¨...
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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