¡La
campana gorda!... Tres... cuatro toques... ¡Fuego!
Hemos
dejado la cena, y, encogido el corazón por la negra angostura de la
escalerilla de madera, hemos subido, en alborotado silencio, afanoso,
a la azotea.
…
¡En el campo de Lucena! - grita Anilla, que ya estaba arriba,
escalera abajo, antes de salir nosotros a la noche... - ¡Tan, tan,
tan, tan! Al llegar afuera - ¡qué respiro! - , la campana limpia su
duro golpe sonoro y nos amartilla los oídos y nos aprieta el
corazón.
- Es grande, es grande... Es un buen fuego...
Sí.
En el negro horizonte de pinos, la llama distante parece quieta en su
recortada limpidez. Es como un esmalte negro y bermellón, igual a
aquella Caza de Piero di Cosimo, en
donde el fuego está pintado sólo con negro, rojo y blanco puros. A
veces, brilla con mayor brío; otras, lo rojo se hace casi rosa, del
color de la luna naciente...
La
noche de agosto es alta y parada, y se diría que el fuego está ya
en ella para siempre, como un elemento eterno... Una estrella fugaz
corre medio cielo y se sume en el azul, sobre las monjas... Estoy
conmigo...
Un
rebuzno de Platero, allá abajo, en el corral, me trae a la
realidad... Todos han bajado... Y en un escalofrío, con que la
blandura de la noche, que ya va a la vendimia, me hiere, siento como
si acabara de pasar junto a mí aquel hombre que yo creía en mi
niñez que quemaba los montes, una especie de Pepe el Pollo Oscar
Wilde moguereño - , ya un poco viejo, moreno y con rizos canos,
vestida su afeminada redondez con una chupa negra y un pantalón de
grandes cuadros en blanco y marrón, cuyos bolsillos reventaban de
largas cerillas de Gibraltar...
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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