Antiguamente,
los gwch´in vivían en una región donde en verano el sol brillaba
día y noche, para desaparecer después durante casi todo el gélido
invierno. Aquellos indios habitaban la llanura que flanqueaba el
inmenso río llamado Yukon, al sur de la larga cordillera que se
extiende de un extremo a otro del país. Al norte de aquellos picos,
a lo largo de la costa, vivían los ch´eekwaii, los esquimales
enemigos.
Ambos
pueblos cazaban el caribú, que migraba en grandes manadas por el
vasto territorio en un viaje anual a través de las montañas, desde
las tierras donde pasan los meses de invierno hasta alcanzar la costa
donde las hembras parían. En ocasiones, siguiendo a los animales,
los ch´eekwaii y los gwich´in cruzaban sus respectivos territorios
de caza, violando los límites que habían aprendido a
respetar. Las
repetidas intrusiones y las sangrientas represalias habían terminado
por generar odio entre ambos pueblos.
En aquella época, en dos
grupos diferentes de gwich´in, vivían dos niños indios, un chico y
una chica, dos rebeldes que destacaban del resto.
El
chico era un niño hermoso, de larga cabellera negra trenzada
alrededor de un rostro dulcemente juvenil. Tenía una talla normal
para su edad y un cuerpo enjuto y musculoso, pero por lo demás, no
se parecía en nada a los otros niños. Los muchachos gwich´in
aprendían a disfrutar con la caza y la competición, para
convertirse en la fuerza de su gente cuando fueran hombres. Sin
embargo, aquel niño no mostraba el menor interés en cazar, luchar o
correr. Era un solitario.
Se
llamaba Daagoo, en honor a un ave, la perdiz blanca. El
pueblo gwich´in veneraba a los animales que poblaban el territorio y
deseaban que sus hijos emulasen la fuerza y las habilidades de los
animales que admiraban, tales como la perdiz
blanca. Para
ayudar a los niños a desarrollar un pie firme como el de esta ave,
muchos padres tejían en los macasines de sus
hijos pequeños dibujos en forma de patas de perdiz, hechos con púas
de puercoespín teñidas.
Los
padres de Daagoo dieron un paso más al ponerle a su hijo un nombre
que significaba ¨perdiz blanca¨.
Con el tiempo el muchacho no sólo adquirió un paso firme, sino que
era tan travieso como el pájaro mismo y siempre se escapaba para
explorar los lagos, ciénagas, riachuelos y ríos que salpicaban la
llanura.
En el campamento, el chico,
siempre curioso, pasaba el tiempo haciendo montones de preguntas
fastidiosas. Había una pregunta en concreto que a los mayores les
parecía de lo más divertida. Daagoo quería saber que le pasaba al
sol en invierno, cuando parecía que se retiraba hacia el sur y se
levantaba cada día a menor altura en el cielo hasta que desaparecía
por debajo del horizonte.
Para complacer al niño, los
ancianos le hablaron acerca de la Tierra del Sol, una región
calurosa del sur donde el sol brillaba todo el año. Se decía que un
grupo de gwich´in había viajado a aquel lugar mucho tiempo atrás.
Algunos llegaron hasta la Tierra del Sol, mientras que otros
regresaron por temor a penetrar en territorio desconocido.
Un
anciano afirmó que su bisabuelo había sido uno de los que
regresaron al norte. El viejo describió la antigua ruta hasta la
Tierra del Sol, tal como se la había transmitido su bisabuelo, y
dibujó un mapa en el suelo para el pequeño Perdiz Blanca. Encantado
Daagoo copió el mapa en un pedazo de cuero de alce que le había
dado su madre.
Cuando
Daagoo interrogaba a otros adultos acerca de aquella tierra de fábula
o les mostraba el mapa, por lo general se limitaban a fruncir el
ceño, pues la mayoría no se tomaba aquellas historias en serio. No
obstante, Daagoo tenía una fe absoluta en la leyenda. Un día, el
muchacho se juró que encontraría la Tierra del Sol.
A
muchos kilómetros de los lugares donde acampaba el grupo Daagoo,
vagaba otro grupo de gwich´in al cual pertenecía una chica joven.
La llamaban Jutthunvaa´por las joyas que
llevaba.
Desde que Jutthunvaa´era una criatura, su madre,
Na´Zhuu, le había confeccionado alhajas; labraba cuentas con huesos
de alce, las teñía y las ensartaba en forma de collares y
brazaletes para adornar a su única hija.
A
pesar de todos los esfuerzos de Na´Zhuu para embellecer a su hija y
darle un aspecto femenino, Jutthunvaa´estaba más influenciada por
su padre y sus tres hermanos mayores. El padre, Zhoh, enseñaba a sus
hijos a fabricar y utilizar sus propias armas. Todos los hombres
gwch´in debían adiestrar de aquella forma a sus descendientes
varones, pero no a las niñas. En aquella época, los chicos
aprendían a cazar y rastrear animales, mientras que las chicas se
dedicaban a cocinar, criar niños, curtir pieles, coser y recolectar
plantas comestibles y hierbas medicinales. Sin embargo. Zhoh estaba
orgulloso del interés que mostraba su hija por todo lo que él y sus
hijos hacían, de manera que la alentaba para que aprendiese a correr
y a cazar.
La
joven era una alumna aplicada. Aprendió incluso
a imitar perfectamente los cantos de los pájaros que atravesaban la
llanura, una habilidad muy apreciada por los cazadores, quienes la
utilizaban para enviarse señales sin alertar a las posibles presas.
Con
el tiempo Na´Zhuu cejó en su intento de enseñar a Jutthunvaa´ a
cocinar y coser, y entregó a su hija para que la adiestrasen los
hombres de la familia. Tampoco protestó cuando Zhoh y sus hijos
empezaron a llamar a Jutthunvaa´por su apodo: Niña Pájaro.
A
medida que transcurrían los años, la hija de Zhoh y Na´Zhuu se fue
transformando en una hermosa mujer. Niña Pájaro se reveló como una
hábil cazadora, capaz de correr largas distancias y nadar en los
ríos más turbulentos. Echaba carreras y luchaba con los chicos del
campamento y no era raro que les ganara en sus juegos. Su familia
contemplaba con orgullo y admiración cómo la muchacha crecía
fuerte y diestra. Sin embargo, otros miembros del grupo empezaron a
fruncir el ceño.
En
el campamento de Daagoo los hombres también mostraban su
desaprobación. Perdían la paciencia con aquel chico que siempre se
escapaba para explorar en vez de dedicarse a cazar o rastrear
animales. Su escaso interés evidenciaba a todas
luces una falta de respeto. El
padre de Daagoo, Ch´izhin Choo, soportaba casi todas las críticas
de los hombres.
-Es
tu hijo y es tu responsabilidad -le dijeron.
Ch´izhin
Choo no supo que responder. Admitía que tanto él
como su mujer habían permitido durante demasiado tiempo que su hijo
anduviera a su antojo. Ahora
que Daagoo era casi un hombre, Ch´izhin Choo sabía que resultaría
difícil hacerlo cambiar.
Daagoo
no quería ser un mal hijo. Amaba a sus padres e intentaba
complacerlos. A veces cazaba animales pequeños, como puercoespines o
ardillas de madriguera, que eran golosinas para los gwch´in, y se
los ofrecía a su madre como regalos.
No obstante, había un aspecto
de Daagoo que sus padres no podían pasar por alto; mostraba un
insaciable afán por ver mundo. A menudo sufrían cuando Daagoo
erraba por la región y no regresaba durante días.
Una
noche, cuando Daagoo volvía de una larga caminata, su padre estaba
esperándolo. Las críticas de los demás hombres le pesaban y
Ch´izhin Choo interrogó a Daagoo sobre su comportamiento.
-Padre,
siento curiosidad por esta tierra y lo que hay más allá -contestó
con cierta impaciencia. Señaló hacia los lejanos picos y añadió-:
Me pregunto que hay en aquellos montes y en los lugares donde nunca
hemos estado. Viajamos cada año por los mismos
senderos hacia los mismos campamentos. Jamás nos apartamos de
nuestra ruta, y yo miro hacia las montañas lejanas y me pregunto qué
habrá al otro lado. ¿No
sientes tú la misma curiosidad?
-Hijo,
si me siento y me paso el día cavilando acerca de esas montañas,
¿nos dará eso de
comer?
-preguntó
Ch´izhin Choo con seriedad. Y prosiguió-: ¿Nos calentará en una
noche fría de invierno? Si nuestra gente las visitase, lo pagaríamos
con muchas vidas, pues perderíamos un tiempo precioso que deberíamos
haber dedicado a cazar y recolectar provisiones para el invierno. La
gente se congelaría y moriría de hambre sólo por satisfacer una
curiosidad estúpida.
Daagoo
sólo escuchaba a medias.
-Padre,
¿ni siquiera te preguntas acerca del sol? Exclamó incrédulo-.
¿Adónde va durante la noche y en los largos inviernos mientras
luchamos por sobrevivir en la espesa nieve y el frío? Los ancianos
han hablado de la Tierra del Sol, un país cálido donde el sol
brilla todo el tiempo. Deberíamos seguir el sol en vez de soportar
otro frío invierno aquí.
Ch´izhin
Choo perdió la paciencia y sacudió la cabeza exasperado. Nada
de lo que acababa de decir había hecho mella en su hijo.
-También
yo contemplo las montañas y me pregunto qué hay detrás pero,
hijo, debemos fijarnos en lo esencial. ¡Nuestra supervivencia! No
existe nada más importante.
Ch´izhin
Choo suspiró cansado, pues sabía que convencer
a su hijo para que cambiara no resultaría tan fácil como los demás
hombres creían. Daagoo
soñaba con seguir el sol un día. Aquél era el sueño imposible que
Ch´izhin Choo pretendía destruir si podía, ya que deseaba que su
hijo hiciera lo que era debido, que cazase animales para contribuir a
alimentar a su gente.
Poco
después, el jefe del grupo y los demás hombres del consejo se
acercaron a Ch´izhin Choo.
-No
podemos tolerar el comportamiento de tu hijo por más tiempo -comentó
un cazador-. ¿Qué pasaría si nuestra vidas
dependieran de ese muchacho? Pronto
moriríamos. ¡Ni siquiera sabe cazar!
Herido
por la recriminación, Ch´izhin Choo salió inmediatamente en
defensa de su hijo.
-Le
he enseñado a mi hijo todo lo que debe saber para cazar. Si tú o
los demás necesitaseis algo, ¡él salvaría tu vida y la de todo el
campamento!
-¡Basta!
-exclamó el jefe, alzando las manos para tranquilizar a los dos
hombres que se enfrentaban con los puños apretados. Luego añadió-:
Discutiendo no solucionaremos el problema.
Debemos hablar con prudencia. -Se giró hacia Ch´izhin Choo y
decidió-: Hablarás con tu hijo. Dile que no toleraremos más su
desobediencia. Todos
sabemos lo que sucede cuando las personas se niegan a seguir las
reglas.
El
padre de Daagoo no tuvo más remedio que dar su consentimiento con
una inclinación de cabeza. Los gwich´in habían vivido en la
llanura durante milenios y habían fijado unas reglas estrictas. Para
que el grupo sobreviviera, cada miembro debía cumplir sus tareas sin
titubear. La obediencia era obligatoria so pena de castigo; incluso
podían expulsar a un miembro del grupo si se negaba a seguir las
costumbres ancestrales.
Se daba por sentado que además de la tierra y los animales, los
gwich´in se necesitaban unos a otros para sobrevivir. Conocían
la importancia de la obediencia y las terribles consecuencias de una
rebelión absurda.
VELMA
WALLIS.
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