LVII
Por
los hondos caminos del estío,
colgados de tiernas madreselvas, ¡cuán dulcemente vamos! Yo leo, o
canto, o digo versos al cielo. Platero mordisquea la yerba escasa de
los vallados en sombra, la flor empolvada de las malvas, las
vinagreras amarillas. Está parado más tiempo que andando. Yo lo
dejo...
El
cielo azul, azul, azul, asaeteado de mis ojos en arrobamiento, se
levanta, sobre los almendros cargados, a sus últimas glorias. Todo
el campo, silencioso y ardiente, brilla. En el río, una velita
blanca se eterniza, sin viento. Hacia los montes, la compacta
humareda de un incendio hincha sus redondas nubes negras.
Pero
nuestro caminar es bien corto. Es como un día suave e indefenso, en
medio de la vida múltiple. ¡Ni la apoteosis del cielo, ni el
ultramar a que va el río, ni siquiera la tragedia de las llamas!
Cuando,
entre un olor a naranjas, se oye el hierro alegre y fresco de la
noria, Platero rebuzna y retoza alegremente. ¡Qué sencillo placer
diario! Ya en la alberca, yo lleno mi vaso y bebo aquella nieve
líquida. Platero sume en el agua umbría su boca, y bebotea, aquí y
allá, en lo más limpio, avaramente...
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
No hay comentarios:
Publicar un comentario