Me tiraste un limón, y tan amargo,
con una mano rápida, y tan pura,
que no menoscabó su arquitectura
y probé su amargura sin embargo.
Con el golpe amarillo, de un letargo
pasó a una desvelada calentura
mi sangre, que sintió la mordedura
de una punta de seno duro y largo.
Pero al mirarte y verte la sonrisa
que te produjo y el limonado hecho,
a mi torpe malicia tan ajena,
se me durmió la sangre en la camisa,
y se volvió el poroso y áureo pecho
una picuda y deslumbrante pena.
MIGUEL HERNÁNDEZ.
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