Josep
Wyer miró por la ventana; vio blanco el mundo, su mundo de ahora,
las escarpaduras, los picachos desafiantes, las lomas donde la piedra
se remansaba, el mohedal montuno, los recios retamares resistentes; y
arriba, apelotonándose en lo gris, las nubes, que se deshilachaban,
desplazándose al empuje del zarzagán. La nieve, terca, hacía unas
horas que había dejado de caer, tras no haberse dado tregua durante
días y noches; la nieve del Pirineo, sosegada y señora.
Josep
Wyer miró ahora sus manos; pulcras, delgadas, surcadas de venillas
azules que se dibujaban, nítidas, bajo la finísima piel; sus manos
prodigiosamente hábiles, que parecían separarse de él,
independizarse, cuando tomaban razón y vida bajo la fría luz de los
quirófanos. Era como si hubiese pasado mucho tiempo, como si se
tratase de otra existencia, transcurrida en lugares distantes,
ajenos, de algún ignorado continente. Lo que fuera su cada día, la
clínica, la sala de operaciones, la bata estéril, la mascarilla
facial, los instrumentos, los colegas, las enfermeras, los cuerpos
desnudos, propicios al rito -incidir, disecar, separar, ligar,
extirpar, coser...-, lo que fuera su devoción, nuca su rutina, lo
que fuera también su gloria pequeña- las demostraciones, las
conferencias, los congresos, las entrevistas...-, adoración en
los humildes, pleitesía en los poderosos, eran ahora silencio y
soledad y apartamiento. Desde que se retirara a su refugio,
que él se hiciera construir para un después que suponía más
lejano, Josep Wyer había visto desfilar, al otro lado de su ventana,
numerosas estaciones; y se había echado a recorrer, secreto, sus
altas tierras catalanas, a sorprender el otoño en la arboleda de
Senet,
llameante de oro viejo, o las vacas de lentos cencerros en los valles
de la Cerdanya, al fondo los cerros nevados, o la propia nieve en
Tregurá, pesando sobre la madera y el adobe, ateriendo las aguas del
Ter, o la primavera en el requerío casi malva de Borén, con las
flores amarillas adentrándose en el fluir del Noguera Pallaresa...
La Cataluña hermosa, retraída y eterna.
-¡Mira!
La
voz de su esposa, que leía junto al fuego, sacó a Josep Wyer de su
rememorar. La contempló, encendida y esbelta, los verdes ojos
chispeando de alegría, como una colegiala con premio.
-¡Mira,
Josep, lo que dice aquí!
-¿Quién?
-Lawrence.
-¿Otra
vez la Lady?
-No,
Es un cuento: ¨La media blanca¨. Su protagonista se llama casi como
yo: Elsie. Bueno, su nombre es más bonito que el mío.
-Para
mí, no. Prefiero Elisa.
La
mujer clavó sus pupilas en las del hombre, y calló un instante.
Luego, recobró su tono festivo:
-Elsie
está contenta porque le han regalado unos pendientes...
-¿Es
una indirecta?
-No,
no... -protestó, sonriendo, Elisa-. Además, no es su marido quien
se los regala.
-Ya
está Lawrence haciendo de las suyas.
-Qué
va... Bueno, pues Elsie, mientras su marido sopla el fuego sobre el
que está la tetera, canta:
Doctor
Wyer, sopla el fuego,
¡puf,
puf, puf!
-Caramba,
ese doctor debe ser un antepasado mío.
-No
presumas de inglés, Josep; tú no eres más que un catalán cerrado.
-Abierto,
muchacha.
Josep
Wyer se sentó en la butaca próxima a la chimenea y Elisa se
arrebujó a sus pies. Tenía esa costumbre, como él la de llamarla
muchacha.
Josep Wyer, viudo, sin hijos, se había enamorado de ella cuando,
recién licenciada en medicina, solicitó verle y entrevistarle para
una publicación especializada. Fue cuestión de pocos meses. Él la
doblaba en años, pero se compenetraron perfectamente. Josep Wyer era
consciente de que no hubiera soportado su retirada y su alejamiento,
si ella no hubiese estado, desde el principio, a su lado.
-De
manera que quieres que sople el fuego, ¿no?
La
mujer no contestó. Apoyada la cabeza en las rodillas del hombre,
miraba fijamente el mágico zigzaguear de las llamas. Josep Wyer
acarició con suavidad su melena. Dijo:
Tengo
una parte aquí de tus cabellos,
Elisa...
-Tú
y tus poetas españoles- murmuró ella, y oprimió sus rodillas.
-Tú
y tus novelistas extranjeros- sonrió él, y tironeó levemente de su
pelo.
Entonces
alguien golpeó la puerta, con timidez primero, luego con fuerza,
nerviosamente. Josep Wyer se irguió, sobresaltado. Atardecía, y la
nieve tenía cerrados los caminos, los intrincados alcorces que
conducían hasta el refugio. Instintivamente, miró hacia el rifle
que colgaba de la pared, pero se dirigió hacia la puerta y abrió.
Un rebufo de viento helado entró en la caldeada estancia, como el
brazo de un espectro de paño. A la luz de las ascuas, Josep Wyer
reconoció al hombre que se desembozaba; era Joan Prats, el panadero
de la aldehuela más próxima a aquel rincón serrano.
-¿Qué
sucede, Joan?
El
recién llegado no podía hablar, jadeaba, entre la emoción y el
cansancio; tiritaba.
-Mi
hijo -pronunció al fin.
-¿Qué
le pasa a tu hijo? -preguntó Josep Wyer, mientras obligaba al hombre
a sentarse.
-Se
está muriendo, doctor. Se está muriendo.
-El
doctor soy yo, no tú. Así que no digas eso.
-Está
muy mal.
-Dime
qué tiene.
Habló
el hombrón de fuertes dolores de vientre, de vómitos, de
escalofríos, de fiebre alta.
-Pero
es su cara, doctor. Parece otro.
Josep
Wyer miró a su mujer, que permanecía silenciosa.
-Voy
a ir, Elisa.
-Yo,
también.
-No
es necesario. Los caminos están intransitables. Trae mi maletín -La
mujer subió despacio la escalera y no tardó en bajar, envuelta en
un grueso abrigo, otro al brazo. Portaba, además del maletín, una
gran maleta.
-¿Qué
es eso?
-Puedes
necesitarlo, Josep.
Josep
Wyer miró a su esposa de una manera distinta. Sus ojos se enfriaron
de repente, volviéndose duros, hondos. La mujer pareció no
percatarse de ello. Repitió:
-Puedes
necesitarlo.
Y
dirigiéndose al visitante, preguntó:
-Joan,
¿trae usted cabalgadura?
-Sí,
he traído el caballo.
-Átele
bien estas cosas. Debemos marcharnos ya.
Josep
Wyer se puso el abrigo en silencio, y salió. Desde
que llegara al refugio no había abierto aquella maleta, en la que
yacía enterrado el portentoso cirujano que fue. Porque, un día,
aquellas manos casi milagrosas, aquellos dedos diestros, rápidos,
que asombraban a tantos, se negaron a responder. Perdiendo su
firmeza, su equilibrio; en instantes cruciales, se habían puesto a
temblar, a fallar, y Josep Wyer había tenido que ceder su sitio a su
ayudante y retirarse de la mesa de operaciones, alegando un mareo,
una indisposición. No tardó en abandonar. Por un lado, su orgullo
de maestro, por otro, su conciencia profesional, su temor de no estar
a la altura de lo que cada paciente le exigía, apresuraron su
decisión. Aseguró que necesitaba un descanso, que quería escribir
sus experiencias, transmitir a más gente sus conocimientos; y se
cobijó en su nido roquero. Sus
íntimos intuyeron la verdadera razón de su marcha, que él sólo
reveló a su mujer. Con el reposo vino la serenidad, no la confianza.
Si Elisa se atrevía a sugerirle su retorno, aduciendo que la madurez
no era la senilidad, él cambiaba de tema, se irritaba, se encerraba
en una obstinada mudez. Hasta esa noche.
Nadie
habló durante el trayecto, lento y dificultoso. Al llegar a las
primeras casas, les salió al paso una mujer, enlutada, cetrina.
-¡Joan!
-Calma.
Traigo al doctor.
La
mujer se acercó, tomó la mano derecha de Josep Wyer y la besó.
Retrocedió éste, como picado de aguijón.
-Bueno,
vamos adentro, farfulló.
El
mozo estaba allí, encogido, demacrado, gimiendo. En verdad, parecía
otro, la sombra de aquel varón, todo fortaleza, que pocas fechas
antes, cuando la tormenta amenazaba con aislar aldea y refugio, les
había acercado el aprovisionamiento necesario para aguardar sin
inquietud el tiempo favorable. Josep Wyer ordenó a todos que
salieran, y exploró cuidadosamente al enfermo. Alzó la cabeza, y
vio a Elisa a su lado, impasible.
-Peritonitis.
Está muy grave.
-Lo
suponía.
Dijo
apenas la mujer.
No
sabemos con exactitud qué tiempo ha transcurrido, pero
si la sepsis y la infección peritoneal siguen un...
-Opera,
Josep.
-¿Qué
dices, muchacha?
-Que
no busques razones para engañarte a ti mismo. Sabes que debes
operar, y sin demora.
-Elisa,
yo...
-Josep,
tú eres un maestro, un mago.
-Era.
La
mujer dio la vuelta y salió de la habitación. La oyó decir, con
voz firme:
-Pongan
agua a hervir. Traigan cuantas luces puedan.
El
doctor va a operar.
Josep
Wyer miró sus manos. Las colocó sobre el borde de la cama y apretó
con fuerza, dominándose para no gritar, para no decir que era él
quien debía dar las órdenes, decidir cada cosa; para asegurar que
no habría operación, que el doctor era incapaz de abrir aquel
abdomen, de atajar aquel mal. Pero Elisa entraba ya con la maleta y
sacaba de ella cuanto era necesario, cuanto le devolvía al otro, al
que se resistía a recuperar, quizá prudentemente, quizá
cobardemente. Buscó al padre.
-Joan,
tu hijo está muy grave. Y los medios con que aquí cuento son muy
limitados. Pero no queda otro remedio que intentarlo.
-Hágalo,
doctor, y que Dios disponga.
Josep
Wyer vió las lágrimas en los ojos de aquel gigante, pero no pensó
en ello; pensó en que no le había dicho lo primero que acudiera a
sus labios; su torpeza, su desconfianza, sus largos meses alejado de
los quirófanos, su miedo.
Pero
¿lo tenía? Comprendió pronto que no. En cuanto Elisa le puso la
bata, le alargó los guantes.
-Soy
un poco menos experta que tú, pero haré lo que pueda, sonrió ella.
Y añadió:
-Sopla
el fuego, doctor Wyer.
-No
hay fuego en esta habitación, replicó él, mirando en torno.
-Pero
dentro de ti, sí, Josep. El tuyo.
Josep
Wyer se vio en sus ojos verdes; y supo que era el mismo de ayer, pero
transformado, crecido, nuevo. Dijo:
-Elisa,
vida mía...
Ella
susurró:
-¿Otra
vez Garcilaso?
Y
él, sin desprenderse de sus ojos:
-Ahora,
no, muchacha. Ahora, no.
CARLOS
MURCIANO.
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