El
invierno pasó, y las dos ancianas pudieron dedicar más tiempo a la
caza. Celebraban banquetes con las pequeñas ardillas que saltaban de
árbol en árbol y las bandadas de perdices que parecían estar por
todas partes.
Con
los días calurosos de primavera llegó el momento de cazar ratas
almizcladas. Las mujeres habían aprendido hacía mucho tiempo
la habilidad y la paciencia necesarias para ello. En primer lugar
tenían que confeccionar redes y trampas especiales.
Doblaron
una rama de sauce en forma de aro y ataron con firmeza sus extremos.
Entretejieron finas
tiras de cuero de alce dentro de los armazones para formar redes
toscas pero resistentes. Luego,
un día de sol, salieron en busca del túnel de las ratas
almizcleras.
Después
de caminar durante mucho tiempo, llegaron a un conjunto de lagos
donde encontraron rastros de estos animales. Eligieron un lago en el
que se podían distinguir los pequeños terrones
negros que constituían sus guaridas y que aún sobresalían sobre el
hielo que se derretía. Una vez localizado el túnel, las dos
ancianas señalizaron cada extremo del sendero subterráneo con un
palo. Si el palo se movía significaba que una rata pasaba por el
túnel, y cuando salía por el extremo opuesto una de las mujeres la
atrapaba con su red y terminaba con su vida dándole un golpe seco en
la cabeza. El
primer día las mujeres cazaron diez piezas, pero quedaron tan
extenuadas por la tensión que suponía tener que doblarse y
permanecer a la espera en esa posición, que la caminata hacia el
campamento se les hizo eterna.
Los
día de primavera les dejaban poco tiempo para charlar o reflexionar
sobre el pasado porque estaban demasiado atareadas cazando ratas
almizcleras y algunos castores, y ahumándolos para su conservación.
Tenían tanto quehacer que apenas les quedaba tiempo para comer, y
por las noches enseguida caían profundamente dormidas. Cuando
consideraron que habían cazado bastantes ratas almizcleras y
castores, aparejaron sus bártulos y volvieron al campamento
principal.
Sin
embargo las mujeres seguían sintiéndose vulnerables. La zona
rebosaba de vida animal y creían que con el tiempo aparecería otra
gente. Lo más probable es que fueran de los
suyos, pero desde que habían sido abandonadas aquel frío día de
invierno, se sentían indefensas ante la generación más joven que
había traicionado su confianza para siempre. Ahora,
el recelo las había vuelto precavidas ante lo que podría pasar si
alguien las encontraba y descubría sus cada vez mayores provisiones.
Discutieron
sobre lo que debían hacer, y acordaron que sería mejor irse hacia
un lugar menos confortable, un lugar que a nadie
le apeteciera explorar, un lugar, por ejemplo, en que los grandes
enjambres de insectos propios del verano resultaran insoportables.
A
las mujeres no les gustaba la idea de tener que vérselas con los
innumerables mosquitos sedientos de sangre que les esperaban entre
los arbustos y sauces, pero el miedo a los humanos
era aún mayor. Así que recogieron todas sus pertenencias e
iniciaron los preparativos para trasladarse hacia su escondite. De
día trabajaban durante las horas de mayor calor, cuando los
mosquitos parecían esconderse, y al caer la noche se sentaban al
humo de la hoguera para protegerse. Tardaron días en trasladar el
campamento, pero por fin se detuvieron cerca del arroyo y lanzaron
una última mirada, deseosas de que el viento barriera cualquier
indicio de su paso.
Antes
del traslado, las mujeres habían arrancado grandes cantidades de
corteza de abedul y ahora se daban cuenta de su error. Aunque
tenían la costumbre de coger trozos de corteza procedentes de
árboles muy distanciados uno del otro, ningún ojo alerta pasaría
por alto ese detalle. Pero ya no había remedio, y con resignación
abandonaron el campamento en busca de un lugar menos agradable en la
espesura.
Las
dos ancianas pasaron los últimos días de primavera tratando de
hacer más habitable su nuevo campamento. Levantaron unos refugios
ocultos entre los sauces, bajo las sombras de los altos abetos, en lo
más profundo del bosque. Después descubrieron un lugar fresco donde
cavaron un agujero hondo que recubrieron con ramas de sauce. Allí
guardaron una buena reserva de carne seca para el verano. También
colocaron unas cuantas trampas encima para ahuyentar a cualquier
depredador de fino
olfato. Estaban rodeadas de mosquitos y, mientras trabajaban,
utilizaban viejos métodos de protección para
evitar que las acribillaran. Se
engancharon borlas de cuero alrededor de la cara y por toda la ropa
para evitar las picaduras de los insectos. Cuando
eso parecía no ser suficiente, las mujeres se embadurnaban con grasa
de rata almizclera para repeler aquella plaga de insectos voladores.
Entretanto, trazaron un
sendero escondido hacia el arroyo, donde recogían agua, y ya a punto
de llegar el verano, montaron las trampas de pescar. Una
vez preparadas las trampas, la obtención del pescado no presentaba
ningún problema. Tuvieron
que trasladar el campamento más cerca del arroyo para no retrasarse
en las tareas de cortar y secar. Al cabo de los días, un oso empezó
a alimentarse del pescado que las mujeres habían guardado. Eso las
preocupó, pero pronto llegaron a un inusitado acuerdo con el oso;
depositaban las entrañas de los peces lejos del campamento, donde el
voraz animal podía tranquilamente tomarse todo el tiempo que le
diera la gana para saborearlas.
Muy
pronto, el sol ya se recortaba, frío y naranja, en el horizonte del
atardecer, y ellas supieron que el verano se terminaba. Para alegría
de las mujeres, por esa misma época era cuando el salmón empezaba a
abrirse camino para remontar el arroyo y depositar las huevas. Por lo
tanto, durante un corto período tuvieron trabajo con la carne rojiza
del pescado. El oso desapareció de la zona, pero las mujeres
siguieron depositando las tripas junto al arroyo, bastante
más abajo de su campamento. Si el oso no se las comía, los
inevitables cuervos las devorarían en un santiamén. Las
mujeres comían de manera frugal, y conservaban parte de los
intestinos de los peces por razones diversas. Por
ejemplo, los intestinos del salmón se aprovechaban para guardar
agua, y trabajaban la piel para hacer bolsas en las que almacenaban
el pescado seco. Estas
tareas las tenían tan ocupadas que se levantaban a primera hora de
la mañana y no se acostaban hasta muy entrada la noche; de esta
forma, casi sin darse cuenta, el breve verano ártico llegó a su fin
y apareció el otoño.
Con
el cambio de estación, las mujeres dejaron de pescar y acarrearon
sus bien surtidas provisiones al campamento escondido. Allí se
encontraron con un nuevo problema. Habían recogido tanto pescado que
no tenían dónde almacenarlo, y con el invierno ya cerca habría un
sinfín de pequeños animales en busca de comida invernal.
Finalmente, fabricaron pequeñas despensas para el pescado, y debajo
de ellas colocaron haces de espinas y maleza para disuadir a los
animales de aproximarse. Bien fuera porque el método funcionó, o
porque tuvieron suerte, el caso es que los animales no se acercaron a
las despensas.
A
lo lejos, y por detrás del campamento, había una colina baja que
las mujeres no habían tenido tiempo de explorar. Un día, cuando la
caza estival había terminado, Sa' se preguntó qué sorpresas las
aguardarían en la colina o en sus alrededores. Un día se decidió
y, armada con lanza, el arco y las flechas que ella y su amiga habían
hecho, anunció que iría a hacer un reconocimiento de la colina. A
Ch'idzigyaak no le gustó la idea, pero sabía que no podía disuadir
a su amiga.
-Mantén el fuego encendido y
la lanza cerca de ti y estarás a salvo -dijo Sa', mientras
Ch'idzigyaak meneaba la cabeza con aire de reproche.
Para
Sa' era un día de ocio. Se sentía ligera por primera vez en muchos
años y, como una niña, se aferraba a esa sensación con avidez. Era
un hermoso día. Las hojas se iban tiñendo de un dorado brillante,
el aire era fresco y limpio y a Sa' casi le entraron ganas de
brincar. Desde lejos no parecía una anciana porque se la veía ágil
y enérgica. Cuando llegó a la cima, soltó una exclamación de
sorpresa. Ante ella se extendían inmensos macizos de arándanos. Se
puso de rodillas y empezó a coger puñados del pequeño fruto rojo y
a llenarse la boca con él. Mientras devoraba aquel delicioso manjar
un movimiento en la maleza cercana la hizo estremecerse.
Poco
a poco se obligó a mirar hacia el lugar de donde venía el ruido,
imaginándose lo peor. Se tranquilizó cuando vio que era un alce
macho. Entonces recordó que en esa época del
año un alce macho podía ser el más peligroso entre los animales de
cuatro patas. Por lo general tímido, durante la época de celo el
alce no tiene miedo del hombre ni de nada que se mueva o se
interponga en su camino.
El
animal se quedó quieto durante un largo rato. Parecía tan
sorprendido e indeciso ante la pequeña mujer como lo estaba ella
ante él. Mientras su pulso volvía poco a poco a la normalidad, Sa'
imaginó el delicioso sabor que la carne de alce tendría durante el
largo invierno que las esperaba. En un impulso irrefrenable, echó
mano a su carcaj para coger una flecha y colocarla en el arco. El
alce enderezó las orejas al oír el movimiento, luego se dio la
vuelta y echó a correr en dirección opuesta, al tiempo que la
flecha caía, inofensiva, en el suelo blando.
Tentando
a la suerte, Sa' no se rindió. No podía correr tanto como cuando
era joven, pero renqueando más que corriendo avanzó en persecución
del animal. Un alce siempre es más rápido que un humano, a menos
que haya mucha nieve. Pero en un día sin nieve como aquél, el alce
corría a toda velocidad y aventajaba en un buen trecho a Sa', quien
apenas veía sus enormes cuartos traseros desaparecer detrás de los
arbustos mientras trataba de recuperar el aliento. El alce se detuvo
muchas veces; daba la impresión de estar jugando con Sa', y cada vez
que ella estaba a punto de alcanzarle, echaba a correr de nuevo.
Normalmente un alce se alejaría lo más posible de un depredador,
pero ese día el alce no tenía muchas ganas de correr, ni se sentía
amenazado, así que la anciana no lo perdía de vista. Era obstinada
y no quería darse por vencida, aunque sabía que no tenía nada que
hacer. Al final de la tarde, el alce parecía cansado del juego
mientras la miraba por el rabillo de sus ojos redondos y oscuros;
luego levantó una oreja y comenzó a correr más rápido. Sólo
entonces Sa' admitió su derrota y miró con desaliento el arbusto
vacío. Lentamente emprendió el camino de regreso mientras se
repetía a sí misma una y otra vez: ¨Si
hubiera tenido cuarenta años menos podría haberlo seguido¨.
Era
ya muy tarde cuando Sa' llego al campamento, donde su amiga
permanecía expectante junto a la hoguera. Cuando Sa', cansada, se
dejó caer sobre un montón de ramas de abeto, Ch'idzigyaak no pudo
evitar soltarle:
-Creo
que hoy me he echado unos cuantos años encima por lo preocupada que
me has tenido.
A
pesar del reproche que había en su voz, Ch'idzigyaak se sentía muy
aliviada de que nada malo le hubiera ocurrido a Sa'.
Como
sabía que se había portado tontamente, Sa' comprendió lo mal que
lo había pasado su amiga y se sintió avergonzada. Ch'idzigyaak le
pasó una taza con pescado caliente y Sa' lo comió despacio. Cuando
hubo recobrado las fuerzas, Sa' le contó a Ch'idzigyaak lo que había
hecho durante el día. Ch'idzigyaak sonrió al imaginarse a su amiga
corriendo tras un alce macho de largas patas, pero su sonrisa no fue
demasiado amplia porque no solía reírse de los demás. Sa' se
sentía agradecida por ello, y al recordar los arándanos, le contó
a su amiga el gran hallazgo y las dos se animaron.
Sa'
tardó unos días en recuperarse de su aventura con el alce, así que
las dos ancianas se quedaron sentadas confeccionando grandes cestos
con corteza de abedul. Luego volvieron a la colina y recogieron todos
los arándanos que pudieron. Para entonces el otoño ya había
llegado, y por las noches refrescaba, lo que hizo recordar a las
mujeres que tenían que almacenar leña para el invierno.
Apilaron
la leña en montones altos alrededor de la despensa y el refugio, y
cuando ya no quedaba ni una sola rama en torno al campamento, se
adentraron profundamente en el bosque para recoger más haces de
leña, que transportaron sobre sus espaldas. La tarea se prolongó
hasta que empezaron a caer los primeros copos de nieve, y un día al
despertarse encontraron la tierra cubierta por un manto blanco. Ahora
que se acercaba el invierno, las mujeres pasaban más tiempo en su
refugio, junto a la cálida hoguera. Sus días transcurrían más
tranquilos porque estaban preparadas.
Las
ancianas se adaptaron pronto a la rutina diaria de recoger leña,
mirar las trampas para los conejos y derretir nieve para obtener
agua. Por las tardes se sentaban junto a la hoguera, y se hacían
compañía mutuamente. Durante los meses anteriores habían estado
demasiado ocupadas como para pensar en lo que les había ocurrido, y
si aquellos recuerdos cruzaban su mente, trataban de alejarlos. Pero
ahora, que ya no tenían otra cosa que hacer por las tardes, aquellos
tristes pensamientos volvían a ellas hasta que casi dejaron de
hablar y únicamente contemplaban, pensativas, la pequeña hoguera.
Era tabú pensar en los que las habían condenado
a una muerte segura, pero aquellos pensamientos traidores no las
abandonaban.
La
oscuridad se prolongó y la tierra se detuvo y se tornó silenciosa.
Les costó mucho llenar aquellos largos días.
Hicieron muchos artículos de piel de conejo; manoplas, gorros y
pasamontañas. Pero a pesar de ello, sentían que una gran soledad se
cernía lentamente sobre ellas.
VELMA
WALLIS.
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