CAPÍTULO
V
Oscurecía.
El todoterreno Nissan plateado bajaba lentamente por la Vía Toledo y
se detuvo a la derecha, en doble fila, las luces de avería
comenzaron a lucir su intermitencia destellante. Umberto tenía la
mirada baja, no quería ver más allá del interior del vehículo.
Tampoco le interesaba los comercios que tan bien recordaba y que
sucedían en la calle. Se conservaban exactamente igual desde hacía
años.
Estaba
nervioso, inseguro, aunque poco a poco había conseguido superar la
fuerza interior que le impedía pasar por esa calle. Solo escuchar su
nombre le producía una desestabilización en todo el cuerpo.
Le
había puesto a Violeta mil excusas inventadas para evitar pasar por
allí, pero la casa de ella, en la subida a Montecalvario, le ponía
una y otra vez ante la evidencia. Y entonces, después de darse
ánimos y valor durante días, le explicó lo que significaba ¨Vía
Toledo¨ para él, lo que había ocurrido y vivido en ella, el sonido
de los disparos, el frío y la angustia que le inundó el cuerpo
cuando corrió tras su madre para ver después a su padre tirado en
el suelo, sin vida.
Violeta,
como cualquier napolitano, conocía perfectamente esas imágenes
repetidas cientos de veces en periódicos y televisión con distintos
protagonistas. Un constante ajuste de cuentas y de fuerzas del que
daban fe hombres, con frecuencia jóvenes, inertes, y partiendo de
ellos un charco de sangre.
Ella
lo comprendió, se acurrucó en él, y después de un largo silencio
le preguntó por qué no se lo había dicho antes. No supo
contestarle. Sus miedos eran suyos, nunca los había compartido con
nadie, ni con su madre, que bastante tenía con las dificultades por
las que tuvo que pasar para salir adelante. Los estudios llenaron un
pequeño porcentaje de su vida, porque casi todo el tiempo estaba
inundado por la soledad, el miedo. Pero ¿miedo a qué? A nada en
concreto, a todo en general.
Cuando
Umberto con veintitrés años, terminó sus estudios y comenzó a
trabajar dando clases cobrando un sueldo regularmente, le dijo a su
madre que ahora le tocaba a ella descansar. Y así fue, su madre
murió, como si su misión en esta vida hubiera sido situar al hijo
en el siguiente peldaño de un nuevo tramo de escaleras por las que
tendría que continuar. Otra etapa de su vida, pero a partir de ese
momento la debía realizar solo.
Sin
pensar intuía que cuando la vida se fijaba en ti para hacerte daño,
nada se podía hacer. El
suceso, unido a la sensación de derrota, aumentaba la crueldad del
hecho en sí mismo más de lo que nadie pudiera imaginar y él fuera
capaz de explicar. Cada día salía a la vida sin saber lo que le iba
a ocurrir, el mal siempre acechando y descargando toda su furia en un
segundo, sin previo aviso, con una intensidad que se acumulaba a lo
ya pasado y le seguía marcando para el resto de la vida.
Lo
que a Umberto no se le pasaba ni remotamente por la cabeza era que,
igual que el mal, la suerte, o el bien, como lo queramos llamar,
también se te podía cruzar. Y a él por fin le había ocurrido.
Al
día siguiente de contarle a Violeta que a su padre lo asesinaron en
esa calle, la cruzaron los dos cogidos de la mano. Él, que medía
unos treinta centímetros más que ella, parecía un niño
pequeño, torpe, consiguiendo dar sus primeros pasos porque iba
cogido de una mano
protectora. Y nada más dejar
Vía Toledo para iniciar la subida a Montecalvario comenzó a crecer,
surgió el hombre, y la acompañó por primera vez a la puerta de su
casa.
Y
ahora estaba allí, esperándola. Se sentía incomodo, pero cada vez
menos. Levantó la cabeza al tiempo que la giraba hacia la derecha
para no ver los comercios, las gentes, la vida que transcurría. Solo
le interesaba la calleja que bajaba recta, en penumbra. Enseguida vio
el punto de color y alegría, Violeta sonriente con luz propia bajo
palio de gran cantidad de cordeles aéreos que se cruzaban con ropa
tendida, y una minifalda que dejaba a la vista medio muslo de sus
delgadas pero bien formadas piernas. El pelo lo llevaba más largo
que cuando la conoció y sus hoyuelos la hacían ahora solo más
guapa, ni rastro de la primera imagen un tanto pícara que le hizo
dudar de si era chico o chica.
Subió
al coche y no pudo evitar mirarle las piernas, después se encontró
con su sonrisa, y más arriba sus ojos mirando alternativamente los
suyos.
_Hola
_le dijo con su suave y preciosa voz.
_Hola.
Y se besaron en los labios. Se separaron, ella lo
siguió mirando de la misma manera. Sabía lo que significaba para él
estar allí y se alegraba de que lo fuera superando.
El
automóvil se puso en marcha y salió hacia la izquierda por la
primera calle que le estaba permitido. La circulación era nerviosa,
llena de aceleraciones y frenazos. Por Vía Armando Díaz llegaban al
corso Umberto I, donde la calle ensanchaba. Un enjambre de pequeños
coches y motocicletas les adelantaban por la izquierda y la derecha.
Él iba preocupado, nervioso, algo asustado; ella, sonriente y
tranquila.
Junto
a la Universidad Federico II había una cafetería que te ofrecía
más que la mayoría. Café, dulces, comida rápida de pasta
italiana, fritura de pescado que incluso te la podías llevar dentro
de un cucurucho de papel de estraza. Al fondo, junto a la cristalera,
solían ponerse ellos. Desde allí contemplaban el aluvión que en
determinadas horas entraba, salía, se movía en su ir y venir
diario.
Nada
más sentarse frente a frente en la pequeña mesa redondas con pie de
hierro y losa de frío mármol gris arabescato, Violeta
alargó sus dos brazos y le quitó las gafas a Umberto, que aumentaba
su aire de despistado. Echó el vaho a los cristales y con un pico de
su blusa los limpió, miró que hubieran quedado bien, y se las
volvió a poner; después
le arregló el cuello de la camisa. Repasaba todo en él, siempre con
una sonrisa en la cara y sus ojos de joven enamorada.
Umberto se dejaba hacer, cada vez se sentía mejor,
sobre todo cuando estaba con ella. Una vez que todo quedó como
Violeta deseaba, miró a la calle. Los edificios viejos, las fachadas
sucias. La continua corriente de personas, muchas con aspecto
desaliñado, gris. Y volvió la mirada hacia dentro, hacia él.
_Umberto, si yo me marchara al fin del mundo, ¿vendrías
conmigo?
Aunque ella estaba alegre había un gesto de seriedad
en el fondo que él no apreciaba. Su pregunta le pareció infantil.
También le contestó sonriendo.
_Sabes que sí.
_¿Lo dejarías todo, tu trabajo?
_Solo tengo un trabajo y a ti, así que si tú te
vas...¿qué me quedaría?
Fue
en ese momento cuando se dio cuenta de que había algo distinto en
Violeta, ese matiz. Pero enseguida pensó que ella estaba más atada
a aquella ciudad que él, era hija única, adoraba a sus padres,
reconocía el esfuerzo que habían tenido que hacer para darle una
educación y unos estudios. Por nada del mundo los dejaría, o lo que
es igual, nunca se iría de Nápoles. Pero por su mirada se dio
cuenta de que aún seguía esperando una respuesta.
_Sí. _Sabía que era lo que ella quería escuchar,
también era verdad.
_Entonces nos marchamos en un mes.
_¡¿Cómo?!
_Voy a aceptar una oferta de trabajo que me han hecho.
_¡¿Qué?!
Violeta volvía a estar solo alegre, pero fuerte,
decidida, sin matices. El brillo de luz y vida en su rostro estaba en
todo su esplendor, mientra que Umberto volvía al nerviosismo y una
inseguridad acrecentada que le hizo temblar algunas partes de su
rostro. Las minúsculas gotitas de sudor le inundaron el cuerpo,
cogió una servilleta y se la puso en la frente.
Ella se echó hacia delante, se acercó más a él, le
habló despacio bajando la voz y separando con gestos afirmativos
cada una de las palabras.
_Tengo una importante oferta de trabajo y voy a decir
sí.
_Pero... ¿vas a dejar Nápoles?
_¡Vamos a dejar Nápoles...! _le contestó haciéndole
un gesto de extrañeza y reproche a la vez.
_Pero...¿y tus padres?
_Vendremos a verlos en vacaciones.
_Pero...¿cómo los vas a dejar?
Su cara cambió, se puso muy seria.
_Pero, pero... ¡Umberto...! ¡No los voy a dejar!
_Bueno, has dicho que vendríamos por vacaciones, ¿no?
_Sí.
_Entonces ellos se quedan aquí.
_Sí, pero yo no dejo a mis padres _dijo muy seria
afilando la mirada.
_Bueno, no sé.
_Sí sabes, Umberto, sí sabes! No tenemos futuro en
esta ciudad, es ley de vida.
Le habían molestado sus palabras, cosa que pocas veces
ocurría. Ella siempre le perdonaba todo. No miraba nunca desde el
punto de vista negativo nada que procediera de él.
Sabes
cómo los quiero... continuó_, su vida ha sido la que ha sido
conforme a sus circunstancias, me lo han dado todo. Pero
la nuestra y la de nuestros hijos tendrá que ser eso, nuestra, y
nosotros darles también a su vez todo a ellos.
No era la primera vez que Violeta le hablaba a Umberto
de hijos, y a él, que siempre se sintió desprotegido desde que
murió su padre a pesar de los esfuerzos y cuidados de su madre, la
palabra ¨hijo¨ era otro motivo para hacerle temblar.
Y
fue cuando reparó en que aún tenía la servilleta pegada en la
frente. Terminó de limpiarse el sudor, la arrugó, no sabía dónde
echarla, se la guardó en el bolsillo del pantalón mientras de nuevo
le embargaba la sensación de que él no iba a ser capaz de cargar
con esa responsabilidad, no se sentía preparado, no iba a poder dar
a ese hijo el calor y la seguridad que iba a necesitar en su
desarrollo.
_Entonces, mi trabajo...
_¿Qué problema hay?
_Lo tengo que dejar.
_Sí, dejas de dar clases aquí y las das allí.
Desconectó.
Otro problema, adaptarse a otro ambiente, otros edificios, aulas
distintas. Hizo un esfuerzo para salir de su miedo interno y se dio
cuenta de que ella esperaba una pregunta, entonces cayó.
_Allí, ¿donde?
Y en ese momento la cara de Violeta se iluminó de
nuevo.
_¡En Nueva York!
_¿Nueva York?
_¡Nueva York! ¡La Gran Manzana! ¡Wall Street!, ¡como
quieras!
Umberto
tomó aire y asintió con la cabeza. La comprendía, podía ser una
oportunidad única. Pero él no se veía allí dando clases, cada año
le costaba un suplicio el principio de curso. Su inseguridad ante los
nuevos alumnos estaba presente al menos durante el primer mes, hasta
que poco a poco conseguía concentrarse en las materias a impartir e
iba dejando atrás sus miedos. Y no solo eso.
_¿Y
a mí, qué escuela o instituto me va a contratar si apenas hablo
inglés?
_Lo
hablarás, ya verás como no hay problema para que sigas en la
docencia. Todos, todo
termina cruzándose con las finanzas, con el dinero, y allí estaré
yo. Saldremos adelante.
Violeta
estaba contenta. Había pensado y meditado mucho sobre Umberto Y SUS
FOBIAS, de cómo ayudarlo a superarlas. Sabía que él lo iba a
conseguir en cuanto su propia fuerza dejara
de aprisionarle, de desestabilizarle, y la proyectara hacia fuera en
vez de hacia dentro. Sería capaz de todo lo que se propusiera, era
más fuerte de lo que él mismo creía.
Y cuando pensaba en la llegada de ese momento sería ella la que se
sentiría insegura.
Era napolitana, sabía lo que Umberto había vivido, escuchado, visto...
Las actitudes de los que le habían rodeado. Conocía
quién dio la orden de matar a su padre. Aprendió
muy pronto que los hombres con poder frecuentemente desean a la mujer
de otro, la mujer del vecino, hacen todo lo que consideran para
tenerla sin temor a nada. Y si no lo consiguen, la convierten en una
desgraciada cada uno de los días que a partir de ese momento viva, a
ella y a los que la rodean.
Cuando
Umberto dejase atrás sus miedos, Violeta sabía que iría a por él.
De nuevo un círculo de padres a hijos. Eso era Nápoles, y eso no lo
quería para Umberto ni para los hijos que tuvieran en un futuro.
Quería romper ese círculo vicioso, por eso estaba dispuesta a
sacrificarse ella; y era que, sin saberlo, ya comenzaba a tomar
decisiones por el bien de los demás, de su pareja, de unos hijos que
aún no tenían.
Inconscientemente
ella lo había aprendido de sus padres. Cuando pensaba en ellos
rápidamente aparecía el consuelo de que ya estaban acostumbrados,
un sacrificio más... Y
es que a veces la vida te obliga a desempeñar el papel que te ha
tocado,sin que tú puedas hacer nada por cambiarlo. ¿O sí lo puedes
cambiar? ¿Eso era lo que pensaba Violeta, escapar del destino al que
la obligaba Nápoles?
ANTONIO
BUSTOS BAENA.
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