domingo, 1 de febrero de 2015

MAGISTRAL PINTOR DE ANIMALES.

Sir Edwin Landser daba tal vida a las bestias plasmadas en sus cuadros que parecían a punto de saltar del lienzo.

No es extraño que se le considerase el mejor pintor de perros. Un marchante afirmó que bastaba con que Sir Edwin pintara el pelo de un can en una hoja de papel para determinar instantáneamente la raza de animal. Los eruditos actuales que andan en busca de detalles acerca de las razas caninas de hace un siglo, suelen consultar la obra de Sir Edwin para comprobar sus teorías. Cierta vez le preguntaron cómo podía pintar tan bién a los perros, y el artista repuso: ¨Penetro en su corazón¨.
Sir Edwin,fervoroso retratista de canes, mereció que a su muerte se le encomiara como ¨el más eminente pintor de animales que haya existido¨. Le bastaba una pincelada, un rasgo, un simple toque, para dar vida a los más delicados matices de pelos y plumas. Plasmaba tan diestramente la ondulada piel de un león entregado al sueño como el vivo plumaje del faisán.
Pero los perros constituían la pasión de Sir Edwin. Así como hay personas que nunca olvidan un rostro humano, Landseer jamás olvidaba el aspecto de un perro. Cierto señor que no cesaba de lamentar la muerte de un perro pastor que había tenido, quedó tan conmovido como asombrado cuando Sir Edwin le pintó de memoria un notable retrato del animal, al que había visto una sola vez, hacía dos años.
Algunos de los ilustres propietarios de los animales que pintó











el artista le expresaron su deseo de que los retratara a ellos mismos. ¨Sir Edwin ha pintado a todos los perros de esta casa, menos a mí¨,se quejaba alguno, riéndose. Cuando Landseer se ocupaba de pintar a un ser humano, a veces le caricaturizaba con rasgos perrunos. Al observar, por ejemplo, el divertido contraste que ofrecían cierto fatuo y grave marchante y su desenvuelto dependiente, Sir Edwin les inmortalizó en el famoso cuadro que representa a un imponente sabueso al lado de un envalentonado terrier y que se titula DIGNIDAD E INSOLENCIA. Algunos críticos de arte modernos los mirarán hoy con menosprecio, pero en la época victoriana tales retratos entusiasmaban al público.
Sir Edwin era el artista predilecto de la sociedad inglesa de su tiempo. Landseer nació en Londres, en 1802, y creció en un barrio muy frecuentado por pintores.(De los siete hijos que llegaron a la adolescencia, tres varones y dos hembras se dedicaron a la pintura.) Edwin mostró un talento precoz. Aprendió a dibujar casi al mismo tiempo que a andar, y, gracias a las lecciones que le daba su padre, hábil grabador, a los cuatro años de edad era ya un ducho dibujante. A menudo su padre lo llevaba consigo a las zonas rurales cercanas a la gran ciudad, donde el niño se aplicaba a dibujar las ovejas, cabras y asnos que pastaban en los prados. Su padre le decía: ¨Si no dibujas bien, te quedas sin comer¨. Edwin tenía apenas trece años de edad cuando se exhibieron en la Real Academia sus cuadros LA POINTER Y EL CACHORRO Y RETRATO DE UNA MULA; ningún pintor tan joven se había presentado hasta entonces en aquella institución. Bajo la severa dirección de su padre, siguió estudiando en los parques zoológicos de Londres,



 donde dibujaba toda clase de animales, desde loros hasta leones.
 Uno de los primeros admiradores de Landseer fue Sir Walter Scott, y el artista ilustró una edición de las novelas Warverley. En 1824, el pintor, a la zazón de veintidos años de edad, fue al norte con el propósito de visitar al novelista en Abbotsford (Escocia). Pero Sir Walter estaba ausente, y Landseer, para aprovechar el tiempo, emprendió una excursión al norte de Escocia. Las Highlands o tierras altas del país cautivaron al artista con su majestuosa belleza. Durante aquel viaje, y los incontables que hizo posteriormente, pintó cuanto veía; las riberas del Loch Lomond, cubiertas de helechos; las gaitas y los vistosos atuendos de los highlanders; la noble lucha en que se trataban los agresivos ciervos. Hasta tal punto llegó a reconocérsele como el maestro del valle que un académico rival se abstenía de pintar en Escocia, diciendo ¨Este año está landseer trabajando allí¨.
 En la actualidad, los pequeños y deliciosos paisajes escoceses de Sir Edwin se cuentsan entre las obras más solicitadas del pintor. Su Monarca de la hondonada es uno de los cuadros más populares en la historia de la pintura británica.
 En la masión de Londres donde Landseer estableció su estudio, en 1825, el artista recibía fastuosamente y era alma y vida de sus  fiestas. Una de sus diversiones más celebradas consistía en dibujar con una mano la cabeza de un caballo y al mismo tiempo, con la otra, la testa de un venado, prueba aparentemente sencilla de su maestría en el dibujo. Era también conversador brillante, y solía cautivar a sus amigos londinenses (entre quienes se contaban Charles Dickens y William Thackeray) con sus descripciones de la vida en las agrestes montañas escocesas.
 A los veintinueva años, Landseer fue elegido miembro de la Real Academia, y cuando tenía poco más de treinta contaba entre sus protectores a la reina Vitoria, que le encargó su retrato y se lo regaló al príncipe Alberto poco antes de casarse con él. Landseer apreciaba profundamente sus estrechas relaciones con la familia real, a la cual visitaba con frecuencia en sus residencias veraniegas de Osborne y Balmoral, donde jugaba al billar con el Príncipe consorte, entretenía a los niños y daba lecciones a la Reina en el exquisito arte del grabado.
 Landseer no se casó mamás. A los veintiun años se enamoró perdidamente de Georgina Russell, esposa del sexto duque de Bedford y de 42 años de edad. El artista hizo gran amistad con la familia del duque, y pintó repetidas veces el retrato de la hermosa duquesa y de sus hijos. Cuando ésta enviudó. Landseer, que tenía entonces 37 años, creyó alcanzar por fin la felicidad. Sin embargo, por la diferencia de edad entre ellos, la duquesa no le aceptó por esposo, pero continuaron cultivando su amistad hasta la muerte de la dama.
 Al año siguiente, Landseer sufrió una postración nerviosa, primer signo de la melancolía que fue minando gradualmente su salud e hizo de él un alcohólico. No obstante, de cuando en cuando recobraba su exultante alegría. En 1865, le eligieron presidente de la Real Academia, honor que no aceptó. Empeoró su enfermedad y, mientras el pintor luchaba con la soledad y la desgracia, los críticos empezaron a decir que ya era un artista acabado. Por último, Sir Edwin falleció en 1873, y fue sepultado con grandes honores en la catedral de San Pablo.
 Sir Edwin trabajó con prodigiosa energía durante la mayor parte de su existencia y llegó a acumular considerable fortuna. Durante medio siglo, expuso sus obras casi todos los años en la Real Academia, y fue autor de más de mil lienzos, aparte de muchos dibujos. Sus cuadros se pagaban a más alto precio que los de cualquier otro pintor británico anterior a él; por sus obras de mayores dimensiones Landseer cobraba más de cuatro mil libras esterlinas (casi seiscientas mil pesetas), suma enorme que representaba casi diez veces lo que se pagaba entonces por un cuadro de Tintoretto.
 Con todo, pocos artistas han conocido tan bien los extremos de aceptación y de indiferencia por parte del público. Cinco años después de su muerte, un cuadro suyo que representaba la caza del venado y se titulaba Cobrando un ciervo, se vendió en 2.047 libras y diez chelines (unas 287.000 pesetas). Después, en 1930, el mismo lienzo pasó a otras manos a cambio de sólo veintiséis guineas (casi cuatro mil pesetas), que no cubrían sino el valor de su marco dorado. Actualmente, sin embargo, las primeras obras de Landseer vuelven a gozar del favor del público. Por un paisaje de Escocia, de pequeñas dimensiones, que se vendió en cinco guineas y media (unas ochocientas pesetas) en 1924, se pagaron 1.500 libras esterlinas (más de doscientas mil pesetas) en 1968. Un boceto al óleo que representa a la reina Victoria pasando revista a su guardia, adquirido por 825 libras (115.000 pesetas aproximadamente) en los años cincuenta, se vendió en trece mil guineas (más de 1.900.000 pesetas) en 1966.
 Pero la mayoría piensa hoy en sus cuadros de animales y, para los amigos de las bestias, estos detalles de dinero importan poco. Lo que a sus ojos cuenta son los animales mismos, tan vívidos en la tela que, a quien los admira, poco le falta para palpar la piel sedosa y los húmedos ollares.

POR  JANET  GRAHAM.

  
   

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