Una mujer habla... a las
mujeres
¨ Ellas ¨ son
nuestras hijas, y sé perfectamente que, cuando dejan sus hogares,
abandonan también un poco nuestros corazones. Naturalmente, volverán
a nosotras, más cerca que antes... entonces serán ya mujeres, se
mostrarán más comprensivas. Pero, antes de que lleguemos a ese
punto de retorno, tenemos que pasar algunos momentos terribles.
No creo exagerar si
os digo que, desde la edad de once o doce años, nuestras hijas han
poseído los principios del encanto, que se va haciendo más
pronunciado, más seguro, cada año que pasa. Y con cada amor que
pasa. Porque siempre hubo, en algún lugar, un ¨ pequeño príncipe
¨ cuya mirada se posó en nuestra niña, y ella la recibió,
entonces, al igual que después, maravillada, justo en el corazón.
Ella no sabía nada, pero esa pequeña que, en casa, nos exasperaba
con sus manos sucias, su cabello suelto y su nariz tiznada, se daba
cuenta, sin embargo, de que mejor sería estar lo más limpia y bella
posible cuando se presentara ante el pequeño príncipe. Y sabía que
lo más importante de todo era intentar adivinar lo que sucedía en
el corazón de su elegido. Nosotros cerrábamos los ojos a todo eso;
nos convenía, y, además, ¿ qué años tenía ella, después de
todo ?
Sí, pero creció. De
pronto, tuvo quince años; luego, diecisiete, con un cuerpo de mujer
y una gracia ligera que era privilegio de su edad. Resultaba casi
tranquilizador; había tenido muchos amoríos, demasiados...
Seguimos sonriendo;
fue nuestro marido el que empezó a fruncir el ceño. Aquello no le
gustaba nada en absoluto. Pero, escucha, nuestra hija ya es mayor. No
tenemos nada que temer.
Y entonces, un día...
Pero allí estaba... Un día confesó. Ella le ama. El la ama. Nos
sentimos ahogadas por la pena. Nunca habíamos conocido esa terrible
congoja. No comprendíamos. De pronto, un abismo nos separaba de
nuestra hija. ¿ Ella le quiere, a ese hombre ? Nosotras no le
veíamos nada de particular. ¿ Nuestro marido ? Estaba celoso, y con
eso ya le bastaba. Pero nuestro dolor, el dolor de la mujer, era
diferente. Para un joven, ya somos_ y parece como si no nos entrara
en la cabeza_una suegra, la persona que les impide divertirse. ¿ Qué
podemos hacer ? ! Ay ! La noche no logró traernos la inspiración.
Por la mañana, allí estaban ¨ ellos ¨, radiantes, límpidos, casi
insolentes con la fuerza de su amor. Comprendimos que se enfrentarían
a nosotros sí decíamos no, y que nuestra hija nos volvería
sencillamente la espalda, nos hundiría en la desesperación.
Las noches parecían
largas, opresivas; los días eran tristes. Habíamos perdido nuestra
sombra... se había ido de verdad. Dimos unos cuantos pasos hacia
ella, pasos inteligentes, según creíamos, y ella nos correspondió.
Un pequeño signo aquí y allá. Pero el abismo seguía. Súbitamente,
parecía estar absorbida por una vida cuya existencia misma no
habíamos sospechado nunca. ¿ Nuestro yerno ? Un extraño al que no
teníamos prisa por llegar a conocer mejor. Él nos la había
robado. Cierto, él hubiera venido gustosamente a nosotros, pero
encontrábamos una ciertisfacción en revolcarnos en nuestra
amargura.
Pero un día, nuestra
hija tuvo su primer hijo. Naturalmente, nuestro yerno también. Y
entonces los tres niños vinieron a nosotros; ella, él y el otro, el
recién nacido, el muy amado, el más bello de los tres. ¿ Nuestra
hija ? Había perdido su mirada desafiante. Su rostro se había hecho
dulce; su expresión, serena; su actitud, conciliadora.
No tenemos más
hijos. Ella nos da los suyos. Nuestro marido va envejeciendo, pero
nuestro yerno está ahí, cariñoso, atento y, haciéndonos el más
maravilloso de los regalos, nos devuelve nuestra hija, feliz y más
cercana a nosotros que nunca.
Vamos a acercarnos
confiadamente a la otra ladera de nuestra vida quiero
decir nuestros años de declive_, porque de ahora en adelante somos
dos; ella y nosotros. Y su presencia evitará que bajemos demasiado
de prisa por esa inevitable cuesta hacia la vejez.
Y entonces
empezaremos a educar a los pequeños, nuestros pequeños, entre ellos
la niña que creíamos haber perdido un día ¿ Recuerdan ?
POR MARIE-CLAUDE SANDRIN
La fe es el alma que
está fondeada.
J. B.
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