miércoles, 28 de enero de 2015

EL ABRAZO DOSCIENTOS.


El amor cura a las personas, tanto a las que lo dan como a las que lo reciben.


Doctor Karl Menninger


Mi padre tenía la piel amarillenta mientras permanecía conectado a monitores y tubos intravenosos en la unidad de cuidados intensivos del hospital. Siendo en condiciones normales un hombre corpulento, había perdido más de 15 kilos de peso.
La enfermedad de mi padre había sido diagnosticada como cáncer de páncreas, una de las formas más malignas de esta dolencia. Los médicos hacían cuanto podían, pero nos dijeron que sólo le quedaban entre tres y seis meses de vida. El cáncer de páncreas no puede tratarse con radioterapia ni quimioterapia, de modo que había muy pocas esperanzas.
Unos días más tarde, cuando mi padre estaba sentado en la cama, me acerqué a él y le dije:
_Papá, siento mucho lo que te ha pasado. Me ha ayudado a pensar en lo distante que me he mostrado contigo y a comprobar lo mucho que te quiero.
Me incliné para abrazarle, pero sus hombros y brazos se tensaron.
_Vamos, papá, déjame darte un abrazo.
Por un momento, él pareció desconcertado. Las demostraciones de afecto no se prodigaban mucho en nuestra relación. Le pedí que se irguiera un poco más para poder estrecharle entre mis brazos. Entonces volví a intentarlo. Esta vez, sin embargo, él se puso tadavía más tenso. Pude sentir cómo empezaba a acumularse el viejo rencor, y pensé: ¨Esto no me hace ninguna falta. Si quieres morir y dejarme con la misma frialdad de siempre, adelante¨.
Durante años, yo había utilizado cada muestra de resistencia y rigidez por parte de él para culparle, para guardarle rencor y para decirme a mí mismo: ¨¿Lo ves?, no le importa nada¨. Esta vez, en cambio, lo pensé dos veces y comprendí que el abrazo nos beneficiaría tanto a mí como a mi padre. Quería expresarle cuánto me importaba, por difícil que le resultara dejarme llegar hasta él.
Mi padre había sido siempre muy germánico y muy dado al deber; en su infancia, sus padres debieron de enseñarle a reprimir sus sentimientos para portarse como un hombre.
Renunciando a mi prolongado deseo de culparle por la distancia que mediaba entre nosotros, yo afrontaba el desafío de darle más amor. Le dije:
_Vamos, papá, rodéame con tus brazos.
Me acerqué más a él, al borde de la cama, con sus brazos en torno a mí.
_Ahora aprieta. Eso es. Otra vez, aprieta. ¡Muy bien!
En cierto modo, estaba enseñando a mi padre cómo se abraza, y, cuando él me estrechó, ocurrió algo. Por un instante, una sensación de ¨te quiero¨borboteó entre los dos. Durante años, nuestro saludo había sido un frío y formal apretón de manos que decía: ¨Hola, ¿cómo estás?¨. Ahora, tanto él como yo esperábamos que esa momentánea proximidad volviera a producirse. No obstante, en el momento justo en que él empezaba a gozar de las sensaciones de afecto, algo se tensó en la parte superior de su torso y nuestro abrazo se hizo torpe y extraño.
Pasaron varios meses hasta que su rigidez cedió y él fue capaz de dejar que las emociones internas se transmitieran a través de sus brazos para estrecharme.
Me tocó en suerte ser el emisor de múltiples abrazos hasta que mi padre se decidió a darme uno por propia iniciativa. Yo no le culpaba, sino que le prestaba apoyo; a fin de cuentas, él estaba cambiando los hábitos de toda una vida... y eso requiere tiempo. Yo sabía que lo estábamos logrando porque cada vez nos entregábamos más afecto. Hacia el abrazo número doscientos, él dijo espontáneamente en voz alta, por primera vez que yo recordara: ¨Te quiero¨.
HAROLD H. BLOOMFIELD

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