El
aire se extendía, silencioso y frío, sobre la vasta tierra. Las
ramas de los altos abetos colgaban cargados de nieve, esperando los
lejanos vientos de primavera. Los sauces escarchados parecían
estremecerse bajo el influjo del aire gélido.
A lo lejos, en aquella tierra de aspecto sombrío,
grupos de gente cubierta con pieles y cueros de animales se
acurrucaban en torno a pequeñas hogueras. Sus rostros curtidos
reflejaban la desesperación ante la perpectiva del hambre, y el
futuro no auguraba días mejores.
Estos nómadas eran el Pueblo de la región ártica de
Alaska, en perpetuo movimiento, siempre en busca de comida.
Adondequiera que fueran los caribúes y otros animales migratorios,
ellos los seguían. Pero el intenso frío invernal traía también
otros problemas. El alce, su fuente predilecta de sustento, se
guarecía en su refugio del duro frío, sin moverse, y resultaba
difícil encontrarlo. Animales más pequeños y accesibles, como los
conejos y las ardillas, no proporcionaban comida suficiente. Durante
las épocas del frío, incluso los pequeños animales desaparecían,
bien escondidos en sus guaridas, o bien diezmados por los predadores,
ya fueran hombres o animales. Así que durante esa helada severa e
inusual de finales de otoño, la tierra parecía desprovista de vida
y el frío se cernía como una amenaza.
Con las heladas, la caza exigía más energía que
durante otras estaciones. Así pues, los cazadores eran los primeros
a la hora de repartir la comida, pues el Pueblo dependía de su
pericia. Sin embargo, eran tantos los que necesitaban alimentarse que
la comida no tardaba en desaparecer, y a pesar de su esfuerzos,
muchas mujeres y niños sufrían de desnutrición, y algunos morirían
de hambre.
En este grupo en particular había dos ancianas a las
que el Pueblo cuidaba desde hacía muchos años. La mayor se llamaba
Chidzigyaak, pues cuando nació sus padres le vieron cierto parecido
con un pájaro carbonero. La otra anciana se llamaba Sa´, que
significa ¨estrella ¨, porque su madre miraba el cielo nocturno de
otoño, concentrada en las lejanas estrellas, para distraerse de los
dolores del parto. Cuando el grupo llegaba a un nuevo lugar de
acampada, el jefe mandaba a los jóvenes que construyeran refugios
para las dos ancianas y que las abastecieran de leña y agua. Las
mujeres más jóvenes arrastraban de un campamento a otro las
pertenencias de las mayores y, a su vez, ellas curtían las pieles de
los animales para quienes las ayudaban. Este acuerdo daba muy buenos
resultados. Sin embargo, las dos ancianas compartían un defecto de
carácter nada corriente en personas de aquella época. Se quejaban
constantemente de achaques y padecimientos, y llevaban bastones para
demostrar sus dolencias. Sorprendentemente, eso no parecía molestar
a los demás, a pesar de que todos habían aprendido desde pequeños
que los habitantes de una patria tan inclemente no podían tolerar
esa debilidad. Pero nadie se lo reprochaba y las mujeres seguían
viajando con los más fuertes. Hasta que llegó un fatídico día.
No era el frío lo único que llenaba el aire aquel
día en que el Pueblo se reunió en torno a las hogueras, vacilantes
y escasas, para escuchar al jefe. Era un hombre que sacaba casi una
cabeza a los demás y, envuelto en el cuello de piel de su parka,
habló de los duros y fríos días que vendrían y de lo que cada
cual tendría que hacer si querían sobrevivir al invierno. Luego, en
voz alta y nítida, anunció de repente:
_El consejo y yo hemos tomado una decisión. _Hizo una
pausa, como si buscara fuerzas para proseguir-: Tenemos que abandonar
a las ancianas.
Sus
ojos recorrieron rápidamente el grupo a la espera de una reacción.
Pero el hambre y el frío habían hecho estragos, y el Pueblo no
pareció conmoverse. Muchos lo esperaban, y algunos creían que era
lo mejor. En aquellos días, abandonar a los viejos en tiempos de
hambruna era frecuente, aunque ésa era la primera vez que ellos lo
hacían. La desolación de la tierra primitiva parecía exigirlo, ya
que, para poder sobrevivir, la gente se veía forzada a imitar
algunas de las costumbres de los animales. Al igual que los lobos más
jóvenes y diestros se deshacen de un viejo líder de la manada, esa
gente abandonaba a sus ancianas para poder viajar más rápidamente
sin una carga adicional.
La mayor, Ch'idzigyaak, tenía una hija y un nieto en
el grupo. El jefe los buscó entre la multitud y comprobó que ellos
tampoco habían reaccionado. Tranquilizado al ver que su desagradable
declaración no había provocado ningún incidente, el jefe ordenó a
todos que recogieran de inmediato sus posesiones. Sin embargo, aquel
hombre valeroso, su líder, no fue capaz de mirar a las dos ancianas,
porque ya no se sentía tan fuerte. El jefe sabía que el Pueblo, que
había cuidado a las dos ancianas, no pondría objeciones. La dureza
de aquellos tiempos anulaba de tal modo a los hombres que una palabra
dicha a la ligera, o a una cosa mal hecha, desataba la ira entre
ellos y empeoraba la situación. Así que los miembros débiles y
derrotados guardaron el asombro para sus adentros, temerosos de la
crueldad y la brutalidad que el pánico podía desatar entre esa
gente que luchaba por la supervivencia. Sin embargo, a lo largo de
los muchos años que las mujeres llevaban con el grupo, el jefe les
había tomado afecto. Ahora quería irse tan pronto como fuera
posible, antes de que las dos ancianas le miraran y le hicieran
sentir peor que nunca en su vida.
Las
dos mujeres siguieron sentadas, viejas y diminutas, ante la hoguera,
con las barbillas orgullosamente erguidas para ocultar su sobresalto.
De jóvenes habían visto abandonar a los muy ancianos pero nunca se
habían imaginado que les tocara semejante destino. Miraban fijamente
a lo lejos, aturdidas, como si no hubieran oído que su jefe las
condenaba a una muerte cierta, abandonadas a su suerte en una tierra
que sólo respetaba la fuerza y en la cual, ellas, ancianas y
débiles, no tenían ninguna posibilidad de vencer. La noticia las
dejó sin
habla,
sin capacidad de reacción y sin posibilidad de defenderse. De las
dos, sólo Ch!idzigyaak tenía familia; una hija, Ozhii Nelii, y un
nieto, Shruh Zhuu. Esperaba que su hija protestase; pero como ésta
no lo hizo, se quedó más hundida que nunca. Ni siquiera su propia
hija intentaba protegerla. A su lado, Sa! También estaba aturdida.
La cabeza le daba vueltas, quería gritar pero ningún sonido salía
de su garganta. Se sentía como si viviera una espantosa pesadilla en
la que no podía moverse ni hablar.
Mientras
el grupo se alejaba caminando pesadamente, la hija de Ch1idzigyaak se
acercó a su madre llevando un haz de babiche, unas gruesas tiras de
piel de arce que servían para fines diversos. La vergüenza y el
dolor la obligaron a bajar la cabeza, porque su madre rehusó
mirarla. Ch1idzigyaak siguió mirando, impávida, hacía delante.
Ozhii Nelii estaba muy angustiada. Temía que si defendía a su
madre, el Pueblo decidiera abandonarles a ella y a su hijo o, peor
aún, que hiciera algo más terrible a causa de su estado de
inanición. No se atrevio a correr un riesgo tan grande.Con estos
terribles pensamientos y con la mirada triste, Ozhii Nelii imploró
en silencio perdón y comprensión mientras posaba suavemente el
babiche delante de su madre, imperturbable. Luego dio la vuelta
lentamente y se alejó con el corazón encogido, segura de que la
había perdido.
El
nieto, Shruh Zhuu, estaba aturdido ante aquella crueldad. Era un
chico extraño. Mientras los otros muchachos hacían alarde de su
virilidad en competiciones de caza y lucha, él prefería ayudar a su
madre y a las dos ancianas buscando provisiones. Su comportamiento
resultaba ajeno a la estructura de organización del grupo, que cada
generación aprendía de la anterior. Era costumbre que las mujeres
se hicieran cargo de las tareas más pesadas, como arrastrar los
toboganes cargados, y realizar las faenas más laboriosas, mientras
los hombres se dedicaban a la caza para asegurar la supervivencia del
grupo. Nadie se quejaba; así había sido siempre y así seguiría
siendo.
Shruh Zhuu sentía
mucho respeto por las mujeres. Veía cómo eran tratadas y no estaba
de acuerdo. Y aunque se lo habían explicado una y otra vez, nunca
entendió por qué los hombres no ayudaban a las mujeres. Pero sabía
por experiencia que no debía discutir las reglas, porque sería una
irreverencia. Cuando era más joven,Shuu Zhuu no temía expresar sus
opiniones sobre este tema; la juventud y la inocencia le protegían.
Más adelante aprendo que ese comportamiento provocaba castigos.
Supo qué era el dolor del castigo del silencio cuando incluso su
madre se negó a hablarle durante días. Así que Shruh Zhuu
comprendió que pensar ciertas cosas provocaba menos dolor que
decirlas.
Aunque creía que
abandonar a dos ancianas desamparadas era el peor acto que el Pueblo
podía llevar a cabo, Shruh Zhuu luchaba consigo mismo. Su madre vio
cómo la furia asomaba a sus ojos y adivinó que estaba a punto de
protestar. Se le acercó rápidamente y le susurró al oído con
insistencia que no lo hiciera, que los hombres estaban lo bastante
desesperados como para cometer cualquier crueldad. Shruh Zhuu
observó las caras sombrías de los hombres, así que se mordió la
lengua aunque en su corazón siguió latiendo la rebeldía.
Por aquel entonces,
a los jóvenes se les enseñaba a cuidar bien sus armas, a veces
mejor que de sus seres queridos, porque de ellas dependería su
subsistencia cuando fueran hombres. Si un joven no utilizaba sus
armas como era debido, o las empleaba para un fin distinto al
acostumbrado, era castigado con dureza. A medida que crecían, los
muchachos aprendían el poder de sus armas y el significado que
tenían, no sólo para su propia supervivencia sino para la de todos.
Shruh
Zhuu dejó a un lado todo lo aprendido y renunció a su propia
seguridad. Sacó del cinturón su hacha, fabricada con afilados
huesos de animales atados firmemente con babiche duro, y la colocó
sigilosamente en una rama espesa en lo alto de un tupido abeto joven,
oculta a los ojos del Pueblo.
Mientras la madre de
Shruh Zhuu hacía un fardo con sus pertenencias, él se giró hacia
su abuela. Ella parecía no mirarle, pero Shuh Zhuu, cerciorándose
de que nadie le miraba, señaló con el dedo su cinturón vacío y
luego el abeto. Una vez más,dirigió a su abuela una mirada
deseperanzada, se volvió con pesar y se fue caminando hacia los
otros, deseando con todas sus fuerzas hacer algo para que terminara
aquel día de pesadilla.
El grupo de gente
hambrienta se alejó poco a poco, abandonando a las dos mujeres, que
permanecieron sentadas con la misma expresión de aturdimiento, sobre
una pila de ramas de abeto. La pequeña hoguera reflejaba un suave
resplandor anaranjado en sus rostros curtidos. Pasó mucho rato antes
de que el frío sacara a Ch1idzigyaak de su estupor. Había visto el
gesto desvalido de su hija pero creía que su única hija hubiera
debido defenderla aún a costa de su propia vida. El corazón de la
anciana se ablandó al pensar en su nieto. ¿ Cómo iba a albergar
rencor hacia un ser tan joven y cariñoso ? Los otros merecían su
ira, ¡ Sobre todo su hija ! ¿ No le había enseñado a ser fuerte ?
Lágrimas ardientes, incontrolables, corrieron por su rostro.
Justo
entonces, Sa· levantó la cabeza y vio las lágrimas de su amiga. Su
corazón se llenó de ira. ¿ Cómo se había atrevido ? Las mejillas
le ardían por la humillación. ¡ Ninguna de las dos estaba cerca de
la muerte ! ¿ No habían cosido y curtido a cambio de lo que
recibían ? No tenían que cargarlas de un campamento a otro. No
estaban desamparadas ni indefensas; sin embargo, las habían
condenado a muerte. Su amiga había visto pasar ochenta veranos;
ella, setenta y cinco. Los viejos a quienes había visto abandonar
cuando era joven estaban tan cerca de la muerte que algunos se habían
quedado ciegos y no podían ni andar. Pero allí estaba ella. Aún
caminaba, veía, hablaba, y aún así... ¡ Bah ! Los jóvenes de hoy
buscaban el camino más fácil para escapar de las dificultades.
Mientras el aire frío apagaba el fuego, Sa· cobraba vida con un
fuego interior más fuerte, cómo si su espíritu hubiera absorbido
la energía de las brasas, ahora resplandecientes, de la hoguera. Se
acercó al árbol y recuperó el hacha mientras, con una suave
sonrisa, pensaba en el nieto de su amiga. Con un suspiro se acercó a
su compañera, que aún no se había movido, y miró el cielo azul.
Para sus ojos experimentados, el azul en esa época de invierno
significaba frío; y a medida que la noche se acercara el frío sería
más intenso. Con expresión preocupada, Sa´ se puso de rodillas
junto a su amiga y le habló con voz suave pero firme:
Amiga
mía.- Hizo una pausa con la esperanza de que acudiera en su ayuda la
fuerza que no sentía-.Podemos quedarnos aquí sentadas esperando la
muerte. No tendremos que esperar mucho..._Su amiga levantó la vista
con los ojos llenos de pánico y Sa´ añadió de inmediato-: El
momento de abandonar este mundo no ha llegado para nosotras todavía.
Pero moriremos si permanecemos aquí sentadas esperando. Eso
demostraría que ellos tenían razón al creernos indefensas.
Ch´idzgyaak
escuchó aterrorizada. Al ver que su amiga se resignaba
peligrosamente a ese destino impuesto, Sa´ la instó con más
energía:
_¡ Sí, en cierto
modo nos han condenado a muerte ! Creen que somos demasiado viejas e
inútiles. ¡ Se olvidan de que también nosotras hemos ganado el
derecho a vivir ! Así que, amiga mía, vamos a morir luchando, no
sentadas.
VELMA WALLIS