Platero
va chorreando sangre, una sangre espesa y morada, de las picaduras de
los tábanos. La chicharra sierra un pino, que nunca llega... Al
abrir los ojos, después de un inmenso sueño instantáneo, el
paisaje de arena se me torna blanco, frío en su ardor, como fósil
espectral.
Están
los jarales bajos constelados de sus grandes flores vagas, rosas de
humo, de gasa, de papel de seda, con las cuatro lágrimas de carmín;
y una calina que asfixia enyesa los pinos chatos. Un pájaro nunca
visto, amarillo, con lunares negros, se eterniza, mudo, en una rama.
Los
guardas de los huertos suenan el latón para asustar a los rabúos,
que vienen, en largos bandos, celestes, por naranjas... Cuando
llegamos a la sombra del nogal grande, rajo dos sandías, que abren
su escarcha grana y rosa en un largo crujido fresco. Yo me como la
mía lentamente, oyendo, a lo lejos, las vísperas del pueblo.
Platero
se bebe la carne de azúcar de la suya como si fuese agua.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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