La
mañana de Santiago está nublada de blanco y gris, como guardada en
algodón. Todos se han ido a misa. Nos hemos quedado en el jardín
los gorriones, Platero y yo.
¡Los
gorriones! Bajo las redondas nubes, que, a veces, llueven unas gotas
finas, ¡cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan, cómo
se cogen de los picos!
Este
cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe un
poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquél ha
saltado al tejadillo del alpende, lleno de flores casi secas, que el
día pardo aviva.
¡Benditos
pájaros, sin fiesta! Con la libre monotonía de lo nativo, de lo
verdadero, nada, a no ser una dicha vaga, les dicen a ellos las
campanas. Contentos, sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni
esos avernos que extasían o que amedrentan a los pobres hombres
esclavos, sin más moral que la suya ni más Dios que lo azul, son
mis hermanos, mis dulces hermanos.
Viajan
sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les antoja;
presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo tienen que
abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de
sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin
nombre, la amada universal.
Y
cuando las gentes, ¡las pobres gentes!, se van a misa los domingos,
cerrando las puertas, ellos, en un alegre ejemplo de amor sin rito,
se vienen de pronto, con su algarabía fresca y jovial, al jardín de
las casas cerradas, en las que algún poeta, que ya conocen bien, y
algún burrillo tierno - ¿te juntas conmigo? - los contemplan,
fraternales.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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