La salud mental, como la caspa, se presentan cuando
uno menos lo espera, Recuerdo, por ejemplo, aquel día en que fui al mercado con un pañuelo a la cabeza para ocultar los rizadores,
tratando de pasar inadvertida. Jamás salgo de mi casa con el cabello
sin arreglar, pero de un momento a otro iban a llegar invitados y mi
despensa sólo contenía un tarro de jalea de fruta y dos latas de
alimento para perros.
Además no era probable que me encontrara gente
conocida. O, al menos, ninguna conocida pulcra. Pero lo
primero que vi fue a Helen, de pie ante el anaquel del yogur
descremado, impecable con un conjunto de pantalón y chaqueta, en
hilo color coral. Frené mi carrito de golpe y di media vuelta...
para darme de manos a boca con Liz, mi vecina, exquisitamente esbelta
en un entallado vestido color turquesa: ¨! Hola ! ¨, me dijo.
Respondí con un ¨hola ¨casi moribundo, mientras procuraba cubrir
los rulos con el pañuelo. ¨No suelo venir de compras con esta
facha ¨.
Y luego pensé que tenía que haber alguien más en el
establecimiento tan desarreglada como yo. Y entonces descubrí a mi
querida amiga Sally, que vestía una descolorida camiseta dorada,
pantalones manchados de pintura y unas gastadas playeras de lona
floreada.
¨Estás preciosa ¨, le dije. ¨Dime una
cosa: ¿ por qué tengo que encontrarme a todo el mundo cuando vengo
con este aspecto? ¨
¨Lo que te hace falta es una corteza de naranja
en tu vida ¨, replicó. ¨¿ Una qué...?¨, le pregunté sin
comprender nada.
¨Corteza de naranja. Déjame que te explique. El
verano pasado, decidió visitarme mi mejor pretendiente de la época
del colegio. Sin previo aviso, se presentó un día. Acudí a abrir
la puerta, y allí estaba él... con su mujer, una rubia
despampanante.
¨Llegaron precisamente cuando el perro acababa de
vomitar en la alfombra del salón, así que, desesperada, los pasé
al cuarto de estar, sin acordarme de que, como la secadora no
funcionaba, había ropa interior húmeda en todas las sillas. En la
cocina, los platos seguían sin fregar. Y mientras trataba de
excusarme y preparar un poco de café, vi algo que parecía
simbolizar no sólo mis virtudes caseras, sino mi propia existencia
en ese momento: una larga y rizada tira de corteza de naranja que
yacía en mitad de la habitación, marchita y polvorienta como si
llevara allí varias semanas.
¨El la vio, y ella también, y ambos me observaron
mientras trataba de echarla a un lado, empujándola disimuladamente
con el pie. Luego se me pegó en uno de los zapatos, y tuve que
despegármela como si fuera una tira de esparadrapo. No tengo
ni idea de lo que hablamos. Todo lo que recuerdo es esa horrible
corteza de naranja en el centro de la habitación ¨.
¨¿ Qué dijo tu marido cuando se lo contaste
?¨, pregunté yo.
¨ Se rió, y luego comentó: ¨Imagínate qué
felices los has hecho. Él está encantado de no haberse casado
contigo, y ella cree que el viejo amor de su marido no constituye
ninguna amenaza. No pienses en tu vanidad herida; piensa en lo
que has hecho en pro de su felicidad conyugal ¨.
¨Mi vanidad todavía se resentía, pero la idea
no dejaba de tener sus atractivos. Y ha llegado a convertirse en una
tradición familiar. Cuando alguno de nosotros se halla en
circunstancias desfavorables, le decimos: ¨Recuerda la corteza de
naranja ¨, y las cosas recobran su verdadera importancia¨,
Por cierto que no tardó en presentárseme la
ocasión de poner a prueba la teoría de Sally. Aquella misma noche,
cuando llevé a la mesa las hamburguesas que había preparado para
mis invitados, empecé automáticamente a presentar disculpas:
¨Generalmente, no suelo hacer esto, sino un buen solomillo con
champiñones...¨De pronto, me pareció ver aquella tira de corteza
de naranja danzando ante mis ojos como si fuera un adorno del árbol
de Navidad. Sabia que, si no me contenía, seguiría disculpándome
toda la noche. Por ello, armándome de decisión, volví a empezar:.
¨Y ahora, háblennos de su viaje ¨. Cuando nuestros invitados se
marcharon, comentaron que la velada había sido ¨un gran descanso ¨.
Y fue entonces cuando me convertí al método de la
corteza de naranja. La lucha por guardar las apariencias, por
conservar la máscara_o como prefieran llamar a ese perfeccionismo
insidioso_, nos roba las energías y no nos hace más inteligentes a
los ojos de aquellas personas a las que tratamos de impresionar. Ya
lo dijo William James: ¨Despojarnos de nuestras pretensiones es
casi tan agradable como satisfacerlas¨.
De modo que, cuando alguien las coja con una corteza
de naranja en albornoz a las once
de la mañana, por ejemplo_, no se atosiguen. Piensen que están
haciendo feliz a su amado prójimo. En ocasiones, la mejor manera de
iluminar nuestro rincón es dejarlo sin barrer.
ROBIN WORTHINGTON
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