domingo, 14 de diciembre de 2014

YO, LA NARIZ

Desde un punto de vista arquitectónico,
quizá no valga mucho, pero soy uno
de los órganos más complicados
de Joe... y hago por él cosas  que
ni siquiera sospecha.

   Soy esa prominencia que destaca en el centro de la cara de Joe: soy su nariz *. Así como Joe presta mucha atención a sus ojos, oídos y tracto digestivo, a mi me considera sólo una molestia. En invierno suelo gotear, estornudo en los momentos más inoportunos, me tapono con los catarros y suelo romperme en los accidentes. Hay ricas alusiones poéticas a otros rasgos faciales, como los ojos, los oídos, los labios. A mí me cantan con menor frecuencia. A veces se dice de alguien que no ve más allá de sus narices o que lo dejaron con un palmo de narices, o que mete sus narices en todo.
   Como órgano importante del cuerpo de Joe, creo que merezco mejor suerte. Cumplo muchas tareas de las que él ni siquiera se percata. Si se acuesta sobre el lado izquierdo, por ejemplo, se me tapa poco a poco la ventanilla izquierda. Al cabo de dos horas, más o menos, envío una señal silenciosa ( pues no quiero despertarlo ) que lo hace volverse. Este es uno de los varios mecanismos que utilizo para lograr que se mueva, lo evita además que sus músculos estén agarrotados por la mañana.
   Automáticamente, olfateo los alimentos de Joe antes de que éste los coma. Lo hago para protegerlo de aquellos productos descompuestos que podrían intoxicarlo. Una gran parte del placer que Joe encuentra en la comida me lo debe a mí. En cuanto huelo un bistec a la parrilla, activo las glándulas salivales de Joe ( es decir, " se le hace la boca agua " ) y hago que él segregue jugos gástricos. Como ya ha notado Joe, cuando mis facultades se hallan embotadas a causa de una enfermedad, como el catarro, por ejemplo, la comida resulta insípida, y él pierde el apetito y adelgaza. Sin mi estímulo, Joe se limita a " picar " ; no hace verdaderas comidas.
    Otra cosa; la voz de Joe es agradable, profunda. Y en parte me lo ha de agradecer a mí. Yo favorezco su resonancia. Si me aprieta al hablar, posiblemente se dará cuenta de lo diferente que suena su voz.
    Desde un punto de vista arquitectónico, no puedo ser objeto de presunción. Estoy metida entre el paladar de Joe y su cerebro. En realidad, soy dos narices, ya que un tabique me divide por la mitad. Encima de la boca de Joe hay una parte mía interna, más bien cavernosa; es mi taller. También tengo unos huecos pequeños en los huesos de mis dos lados; en las mejillas y en los huesos frontales situados encima de los ojos, en la pared que me separa de éstos y al fondo de mi cavidad principal. Estos espacios huecos componen mis ocho senos, que aportan algo del liquido necesario para humedecer el aire, modulan ligeramente la voz y aligeran el cráneo de Joe, pero, sobre todo, son causa de dificultades. Las bacterias se introducen en ellos, y ocasionan infecciones y el bloqueo de los estrechos canales que desembocan en mis principales conductos. En tales circunstancias, a Joe le esperan las molestias del dolor de cabeza.
    Una de mis tareas principales consiste en limpiar y acondicionar el aire que pasa a los pulmones de Joe. Todos los días debo filtrar aproximadamente quince metros cúbicos de aire, es decir, el que cabe en una habitación pequeña. Si Joe está a la intemperie un día frío y seco, a sus pulmones no les  agrada el aire que reciben. Les hace falta el que se encontraría en un húmedo día de verano, saturado en un 75 a un ochenta por ciento y a una temperatura  de treinta o más grados. También requieren un ambiente exento casi totalmente de bacterias, de polvo, de humo y de otros agentes irritantes. El acondicionador de aire de una habitación de medianas proporciones tiene el tamaño de un pequeño baúl. Mi acondicionador está reducido a una superficie pequeña de sólo unos centímetros de largo.
    Para cumplir mi labor de humectación, segrego a diario aproximadamente un litro de humedad, La mayor parte es una mucosidad pegajosa producida por la membrana roja y esponjosa que tapiza mis conductos. Aunque el pesado trabajo de limpieza está a cargo de los pelillos que hay en mi interior, es el moco el que desempeña la labor más importante, pues cumple las funciones de una especie de papel atrapamoscas; esto es, detiene las bacterias y partículas que atraviesan la barrera de los pelos. Naturalmente, no puedo permitir que esta capa de moco se estanque, pues en pocas horas estaría contaminada totalmente. Por eso cada veinte minutos fabrico una nueva capa de mucosidad limpia.
      Para eliminar el moco ya usado, dispongo de un ejército de microscópicas escobas; los cilios. Estos diminutos pelos empujan la película  de mucosidad otra vez hacia la garganta de Joe para que la trague, y luego vuelve lentamente a su posición original. Los fuertes ácidos del estómago destruyen casi cualquier bacteria que se ingiera. Mis incansables cilios ejecutan ese movimiento unas diez veces por segundo. Joe, por supuesto, no tiene conciencia de esta actividad, que se mantiene noche y día. Sólo cuando hace frío se percata de ella, porque las temperaturas muy bajas paralizan mis cilios parcialmente y provocan una excesiva producción de moco. Entonces, en vez de ir el líquido hacia la garganta, pasa hacia adelante y, en consecuencia, le gotea la nariz.
        Además de atrapar mecánicamente las bacterias, dispongo de otra protección contra ellas; una substancia que las mata, llamada lisozima, y que es la misma que protege los ojos de Joe de las infecciones. La lisozima hace de mí uno de los órganos más limpios; tan limpio que se pueden practicar muchas operaciones de la nariz sin complicados preparativos antisépticos.
         También resulta una tarea laboriosa calentar el aire que respira Joe. Esto lo hago en gran parte con la ayuda de mis cornetes. Tres de esta laminitas óseas, la mayor de unos tres centímetros de longitud, sobresalen de las paredes laterales de cada una de mis mitades. En realidad, los cornetes son como pequeños radiadores. Están cubiertos de un tejido eréctil con una provisión sanguínea relativamente enorme, que podríamos considerar como el vapor de mis radiadores. La sangre fluye generalmente por arterias diminutas y por un lecho capilar pasa hasta las venas. En mis cornetes, los capilares están conectados con las mínimas cisternas de mi tejido eréctil. Al almacenar más sangre, dichas cisternas se hinchan. Es lo que sucede cuando Joe aspira aire frío; me hincho, y así proporciono una mayor  superficie de calentamiento.
       Mi otra misión importante, por supuesto, es percibir los olores. Joe, como la mayoría de las personas, puede reconocer cuatro mil olores diferentes. Y una nariz verdaderamente sensible puede llegar a distinguir hasta Diez Mil. Como en la actualidad la supervivencia rara vez depende de mí, mis grandes facultades se encuentran adormecidas, desaprovechadas. Si Joe hubiera nacido sordo y ciego, habría apreciado mis enormes posiblidades. Como instrumento esencial de identificación, yo hubiera podido reconocer personas, casas y habitaciones sólo por el olfato.
        ¿ Cómo percibo los olores ? En la parte superior de cada una de mis cavidades nasales tengo una mancha de tejido pardo amarillento, cuyo tamaño es menor que el de un sello de correos. En cada mancha poseo unos Diez Millones de Células Receptoras, de las que salen de seis a ocho delicados pelos sensores. Todo este aparato está conectado por fibras nerviosas al cerebro de Joe, que se encuentra a unos dos centímetros de distancia.
      Esta es, pues, mi organización, que no explica, sin embargo, cómo identifica Joe el olor de un bistec a la parrilla. Sólo tenemos teorías al respecto. Se sabe que las cosas olorosas lo son porque despiden moléculas. La sopa de cebolla caliente las despide en abundancia; el acero frío, casi ninguna. Una de las teorías sostiene que mis células receptoras pueden distinguir el tamaño y forma de diferentes moléculas. La diferencia se registra de algún modo, y se genera una diminuta corriente de electricidad que se transmite al cerebro. La señal eléctrica resulta familiar al cerebro de Joe, que da su fallo; vinagre, concluye, o rosa o caucho quemado. En realidad la cosa no es tan sencilla. Es posible que existan olores primarios, lo mismo que hay tres colores primarios. En el cerebro, como en una paleta, se mezclan los olores y producen uno solo ya conocido.
       Si me siento envuelta en un olor determinado, al poco tiempo no puedo ya percibirlo. Pasados los primeros momentos, la mujer de Joe apenas nota el perfume que lleva. Si Joe consigue un trabajo en una curtiduría, en una fábrica de cola o en un corral, al principio le molestarán muchos olores. Sin embargo, pronto estará tan agobiado por el áspero tufo que apenas lo percibirá. Pero conservará su sensibilidad a otros olores. Aun en medio de la pestilencia de una curtiduría, el aroma de una rosa resulta tan delicioso como siempre.
      Como soy uno de los órganos del cuerpo más expuestos al exterior, no es extraño que sea blanco de una larga serie de padecimientos. Algunos microbios ( especialmente los de la sífilis y de la tuberculosis ) pueden atacar mi cartílago y estropearme la forma. En mi membrana mucosa brotan pólipos o protuberancias pequeñas que pueden tener desde el tamaño de un guisante hasta el de una uva. A veces bloquean el paso de aire o los canales de mis senos y causan una gran variedad de molestias.
      Los alergenos, el humo del tabaco y el polvo, irritan mis mucosas; se hinchan y producen excesivo líquido que gotea hacia la garganta. Este es el goteo Posnasal; otras veces los conductos del aire se inflaman y se tapan a causa de un catarro. Joe trata a menudo de destapárselos sonándose las narices con fuerza. Esto resulta peligroso, pues podría hacer llegar la infección a mis senos o, por la trompa de Eustaquio, hasta el oído medio. Joe también recurre a veces a las gotas nasales, substancias diversas que hacen que se contraigan los tejidos. Más vale que tenga cuidado porque esas gotas provocan el efecto contrario; a la temporal contracción de los tejidos sigue una hinchazón mayor que la original. Los especialistas recomiendan abstenerse de usar gotas nasales, pues agravan el trastorno en vez de curarlo.
     Joe tiene ahora 47 años de edad y mi agudeza está empezando naturalmente a declinar. El café ya no le huele también como antes, y otros olores ya no le resultan tan molestos. Todo esto es perfectamente normal y, aunque puede haber sido un estorbo en cierta fase de la evolución del ser humano, ya no lo es. Mientras siga yo calentando y limpiando hasta el último aliento de Joe, continuaré desempeñando mis funciones en bien suyo. Y en defensa de mi modesta condición, añadiré que, cuando Joe sea viejo, seguiré cumpliendo con mis obligaciones mucho mejor que sus ojos o sus oídos.

POR  J. D. RATCLIFF. 
       
 
      




   

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