Dondequiera que paro, Platero, me parece que paro bajo el pino de la Corona. Adondequiera que llego ciudad, amor, gloria – me parece que llego a su plenitud verde y derramada bajo el gran cielo azul de nubes blancas.
Él
es faro rotundo y claro en los mares difíciles de mi sueño, como lo
es de los marineros de Moguer en las tormentas de la barra; segura
cima de mis días difíciles, en lo alto de su cuesta roja y agria,
que toman los mendigos, camino de Sanlúcar.
¡Qué
fuerte me siento siempre que reposo bajo su recuerdo! Es lo único
que no ha dejado, al crecer yo, de ser grande, lo único que ha sido
mayor cada vez.
Cuando le cortaron aquella rama que el huracán le tronchó, me
pareció que me habían arrancado un miembro; y, a veces, cuando
cualquier dolor me coge de improviso, me parece que le duele al pino
de la Corona.
La
palabra magno le cuadra como al mar, como al cielo y como a mi
corazón. A su sombra, mirando las nubes, han descansado razas y
razas por siglos, como sobre el agua, bajo el cielo y en la nostalgia
de mi corazón.
Cuando,
en el descuido de mis pensamientos, las imágenes arbitrarias se
colocan donde quieren, o en esos instantes en que hay cosas que se
ven cual en una visión segunda y a un lado de lo distinto, el pino
de la Corona, transfigurando en no sé qué cuadro de eternidad, se
me presenta, más rumoroso y más gigante aún, en la duda,
llamándome a descansar a su paz, como el término verdadero y eterno
de mi viaje por la vida.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ.
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