A
los pocos mese de encontrarse en Soria, Machado se había trasladado
a la pensión regentada por doña Isabel Cuevas, donde conoció a la
hija de ésta. Leonor Izquierdo Cuevas, con la que contrajo
matrimonio año y medio más tarde, el 30 de julio de 1909. 20 años
de diferencia separaban a la jovencísima Leonor del poeta. En enero
de 1911, Machado, que ha conseguido una beca para ampliar estudios de
Filología francesa, viaja de nuevo a Paris, esta vez acompañado por
su esposa. Allí asiste el poeta a los cursos de Joseph Bédier -el
gran investigador de la épica francesa medieval- y a las
conferencias filosóficas de Henri Bergson en el Collège de France.
El 14 de julio se presentan los primeros síntomas alarmantes de la
grave enfermedad pulmonar que aqueja a Leonor. En septiembre, el
matrimonio tiene que volver a España. Para ello, Machado pide ayuda
a Rubén Darío, que se halla en Paris:
Leonor
se encuentra algo mejorada y los médicos me ordenan que me la lleve
a España, huyendo del clima que juzgan para ella mortal. Así pues,
yo he renunciado a mi pensión y me han concedido permiso para
regresar a mi cátedra; pero los gastos de viaje no me los abonan
hasta el próximo mes en España. He aquí mi conflicto. ¿Podría V.
adelantarme 250 o 300 francos que yo le pagaría a V. a mi llegada a
Soria?
Una
vez en Soria, Machado alquila una casa con jardín, con la esperanza
de que el aire puro de las colinas sorianas devuelva la salud a la
joven esposa. Pero todo es inútil; el 1 de agosto de 1912 muere
Leonor; un mes antes ha aparecido en las librerías Campos de
Castilla.
Machado se siente profundamente abatido. En sus versos resurge el
motivo del mar como símbolo de muerte:
Señor,
ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye
otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu
voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Ya
estamos solos, Señor, mi corazón y el mar.
Sólo
es posible conjeturar el efecto que las muertes de familiares
cercanos produjeron en el Machado adolescente.
Conocemos muy bien, en cambio, la repercusión de la muerte de Leonor
en el ánimo del poeta. Poseemos cartas y testimonios de distinta
índole acerca de esta cuestión, y poseemos, sobre todo, la poesía
de Machado, marcada por este suceso penosísimo,
con el que la vida parece haber imitado finalmente el arte. La
obsesión mortuoria, que en los poemas juveniles podría tal vez
atribuierse a estímulos y modelos puramente literarios,
se afirma ahora en una experiencia personal; el sujeto lírico será
a partir de ahora el mismo sujeto biográfico, y la poesía de
Machado se hará más agudamente confesional. Pero el tema nuclear no
varía esencialmente. Recuérdense, por ejemplo, unos versos de
Campos de Soria en
que el sujeto contempla cómo los chopos pierden sus hojas, que se
precipitan a la corriente, uniéndose de este modo al movimiento de
las cosas hacia la nada:
Estos
chopos del río, que acompañan
con
el sonido de sus hojas secas
el
son del agua cuando el viento sopla,
tienen
en sus cortezas
grabadas
iniciales que son nombres
de
enamorados, cifras que son fechas.
Dejando
aparte otros aspectos, esas iniciales no son sino testimonios de
amores muertos, pasados, simples variantes expresivas de los
epitafios grabados en las lápidas sepulcrales con el fin de
perpetuar en vano lo perecedero.
Pero,
si la contemplación del campo castellano transforma muchos
componentes seleccionados del paisaje en indicios mortuorios, no es
menos cierto que el tema básico de la muerte, definitivamente
incorporado a la propia situación afectiva, desarrolla otro que
parece ser su complemento natural; el de la resurrección.
De igual modo que el otoño soriano suscita imágenes de acabamiento
y finitud, la visión
del florecimiento primaveral se asocia a la resurrección de lo
muerto y se convierte en un símbolo esperanzador. El motivo tiene
también, además, un trasfondo literario; la
historia de Perséfone, narrada en el himno homérico a Deméter -que
Machado recrea ampliamente en un poema-,
según la cual Perséfone, recluida por Hades en el infierno, retorna
cada primavera a la tierra para que con su vuelta germinen los
campos. En torno a la enfermedad y la muerte de Leonor, el tema de la
resurrección primaveral alcanza en la poesía de Machado una
extraordinaria densidad. En
la primavera de 1912, y abrumado por los progresos de la terrible
dolencia de Leonor, Machado sitúa al sujeto lírico ante un olmo
seco, condenado a perecer:
Al
olmo viejo, hendido por el rayo
y
en su mitad podrido,
con
las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas
hojas verdes le han salido.
Evidentemente,
esto parece un milagro, del tronco herido de muerte brota la vida por
efecto de la primavera. Y la reflexión subsiguiente es casi
inevitable:
Mi
corazón espera
también,
hacia la luz y hacia la vida,
otro
milagro de la primavera.
Ese
¨otro milagro¨es,
claro está, la curación de Leonor, frágil ¨tronco¨
herido por el rayo de la enfermedad. El poema A
un olmo seco, que
recoge unos cuantos motivos de una oda de
Ronsard
-poeta del renacimiento francés al que Machado glosó en más de una
ocasión es, sin embargo, algo radicalmente distinto, gracias a la
subordinación de esos motivos a un tema central que determina su
sentido. A partir de ahora, la poesía de Machado será, en buena
medida, una suma de variaciones en torno al conflicto entre la muerte
cierta yla resurrección soñada. Del espíritu conturbado del poeta
da fe una carta a Unamuno en la que Machado escribe:
Mi
mujer era una criatura angelical segada por la muerte cruelmente (…)
Mientras luché a su lado contra lo irremediable me sostenía mi
conciencia de sufrir mucho más que ella, pues ella, al fin, no pensó
nunca en morirse y su enfermedad no era dolorosa. En fin, vive
en mí más que nunca y algunas veces creo firmemente que la he de
recobrar.
Un
estado de ánimo semejante tenía que repercutir en la lírica de
estos años; y así es, en efecto; el
recuerdo de Leonor surge una y otra vez. En el soneto Primaveral,
compuesto
hacia 1916 y reescrito en 1924, los indicios paisajísticos de la
primavera convierten en algo casi tangible el deseado retorno de la
esposa muerta:
¿Y
ese perfume del habar al viento?
¿Y
esa primavera blanca margarita?
¿Tú
me acompañas? En mi mano siento
doble
latido; el corazón me grita,
Que
en las sienes me asorda el pensamiento;
eres
tú quien florece y resucita.
La
contemplación del renacer del paisaje induce al poeta por un
instante a sentir junto a él la presencia física de la esposa. El
contenido fúnebre, un tanto abstracto aún, de Soledades
se
carga en estos poemas in morte
de Leonor de un radical dramatismo, porque la resurrección soñada
es tan sólo un deseo tradicional, y la muerte impone su dura
realidad.
Así
ocurre con una de las cimas de Machado; el poema A
José María Palacio,
escrito desde Baeza el 29 de marzo de 1913 como una carta dirigida al
amigo soriano.
Lejos
de Soria, el poeta pregunta si han aparecido ya los primeros signos
primaverales; las hojas verdes en los chopos, las amapolas, las
margaritas... Los elementos del paisaje evocado van concentrando
sentidos simbólicos ya configurados en el sistema expresivo
machadiano. Ante la pregunta ¨¿Tienen los
viejos olmos/algunas hojas nuevas?¨, es
inevitable recordar el ¨olmo viejo, hendido por
el rayo¨
y lo que éste significó en el poema escrito el año anterior. La
interrogación acerca de la presencia de ¨zarzas
florecillas/
entre las grises peñas¨ implica
que, gracias a la primavera, de los agudos espinos brota una flor, y
por ello el motivo de la zarza florecida se convierte en imagen de la
deseada resurrección de la esposa, ¨flor¨
blanca -pura- enterrada en el cementerio soriano del Espino.
Todos
los rasgos paisajísticos incorporados al poema van sometiéndose al
tema mortuorio, hasta concluir con una pregunta que, más que en
otras ocasiones, requiere la lectura ¨al sesgo¨:
¨Palacio, buen amigo,/ ¿tienen ya ruiseñores las riberas?¨. Si
las ramas de los chopos que cubren las riberas se han poblado de
ruiseñores, éstos han iniciado su tradicional diálogo amoroso de
una orilla a otra. Y súbitamente la noción implícita del río trae
al texto, una vez más, el antiguo sentido mítico de frontera entre
la vida y la muerte. Así Machado pregunta por el diálogo de los
ruiseñores de orilla a orilla porque, en el fondo, se pregunta
-aunque ocultándolo- si la primavera no facilitará también el
diálogo con la esposa, situada en la otra ¨orilla¨
del
tiempo. La convicción de que tal comunicación es ya imposible
provoca el ruego dirigido al amigo, que cierra la composición.
Con
los primeros lirios
y
las primeras rosas de las huertas,
en
una tarde azul, sube al Espino,
al
alto Espino donde está su tierra.
La
muerte hace imposible todo diálogo y sólo cabe la muda ofrenda
simbólica de los mensajes florales en el cementerio soriano, en
¨alto Espino¨.
RICARDO
SENABRE SEMPERE.
No hay comentarios:
Publicar un comentario