CAPÍTULO
XXVII
Dos
meses después.
Sonaba
la máquina del café. Umberto estaba extrañado, Violeta no se había
levantado esa mañana a la hora de siempre, y eso que era jueves, el
día de trabajo más importante para ella. Hacía veinte minutos que
había terminado de sonar el caer del agua de la ducha. Por fin
apareció.
-Buenos
días -dijo ella.
-Hola,
¿quieres que te prepare algo para desayunar?
Se
acercó, se puso paralela y pegada a él, lo pellizcó en el trasero.
Umberto se sorprendió, pero no dijo nada. Los dos miraron como caía
el chorrito de café.
-Sí,
lo mismo que te vayas a hacer tú.
Y
Umberto notó la mano de ella rozándole muy despacio y suavemente
por dentro de la pierna.
-¿No
vas tarde hoy?
-Con
que llegue a las diez y media está bien.
Nueva
sorpresa, sabía que a las once tenía lugar la reunión semanal con
el Presidente, era la primera vez que veía en ella esta actitud; la
otra ya la conocía, estaba igual que cuando le dijo años atrás que
quería un hijo. Llegaba la primavera, como ahora, y como entonces...
volvieron a parecer una pareja que acababa de iniciar su relación,
sobre todo ella, siempre seductora. Umberto recordó lo que vino
después, todo lo contrario, la depresión postparto. Decían que era
muy frecuente, y ella se dio.
Violeta
sabía lo que quería. La noche anterior había sido también
para ella la primera vez que él le había puesto una excusa:
¨Esta
tarde me ha pegado un crujido la espalda que no veas, me parece que
tengo lumbalgia¨, y se giró hacia su lado de la cama muy despacio
con algún gesto de dolor. No le gustó. Y es que no quería que
saliera de casa ningún día ¨con la batería
llena¨, como parecía que estaba siempre; nunca le había dado la
más mínima muestra de debilidad en ese aspecto. Quería asegurarse
de que no tuviese ganas de estar con otra mujer, y la aparición
repentina de aquella lumbalgia no le gustó, por eso después de
haber cesado un minuto, volvió con su mano por el interior de la
pierna.
-Violeta,
por favor, que voy a derramar el café -dijo esquivándola un poco y
con la primera taza en la mano.
-Me
da igual -dijo abrazándose a su cintura tal y como la había
pillado, por el lado, abriendo sus piernas y pegándole la pelvis-.
Baja la boca.
A
Umberto le costó un poco ese giro lateral. Ella lo besó jugando un
poco, él recibió pasivo.
-¡¿Ah,
sí...?!
-¿Qué?
-Túmbate
en el suelo.
-¡¿Qué...?!
-¡Que
te tumbes en el suelo!
-Pero...
-Te
quiero ver como el primer día que nos conocimos, cuando te
desmayaste en el restaurante de Little Italy.
-¿Y
no puede ser en el sofá o en la cama?
-No.
Hizo
un gesto negativo con la cabeza y obedeció. Ella no apreció ningún
gesto de dolor al agacharse, y una lumbalgia tarda varios días en
curarse.
¨Así
que era una excusa, ¿eh?¨.
Violeta
se subió un poco la falda y puso un pie a cada lado de las caderas
de Umberto. Él sonrió, llevó ambas manos bajo la nuca. Ella dio un
paso hacia adelante, la falda a medio muslo, sabía lo que le gustaba
a él, por eso dio otro pequeño paso.
Estaba
pendiente de sus ojos para saber lo que estaba viendo..., y dio otro
paso. Se había puesto unas braguitas normales, blancas, él las
prefería así. Le iba a dar gusto. Sabía cómo le provocaba su
monte de Venus, por eso dio otro pequeño paso. En el anterior ya le
había desaparecido la sonrisa, y en este ya estaba el deseo
claramente dibujado en la seriedad de su rostro, en la sequedad de
su boca; tragó saliva. No dio ningún paso más, solo adelantó
despacio un poco la cadera, buscó la respuesta en sus ojos, no era
difícil, quería que mirara con tranquilidad, en ese aspecto él
seguía siendo muy tímido, aunque solo al principio, después
llegaba un momento en que se volvía un poco exhibicionista, por
eso ella se estiró y levantó la vista hacia el techo, para que
Umberto no se sintiera cohibido. No tenía prisa, esperaba que el
deseo se instalara en él sin vuelta atrás, y
cuando consideró que había llegado ese punto de no retorno, se
desabrochó la falda y la sacó por la cabeza, la tiró, y bajó
arrodillándose sobre sus bíceps, como si lo fuera a hacer su
prisionero, sentándose sobre su pecho. Ya habían conectado sus
deseos. Umberto se apoyó en sus pies y levantó la cadera, arqueó
el cuerpo. Violeta calló hacia él, lo besó repetidamente doblando
la cabeza a un lado y a otro, después se volcó hacia atrás
reposando las espaldas sobre los muslos de él, de nuevo un regalo
para la vista.
-¡Guau!
¿Cómo se te puede poner tan dura? Si supieran
esto las millonarias de la Quinta Avenida formarían cola desde allí
hasta aquí.
Ella
esperó una respuesta de él, algo así como ¨mi única millonaria
eres tú¨, pero no dijo nada. No
se lo reprochó.
De
nuevo volvió a sentir la necesidad de darle un hijo, se lo debía,
también era bueno que Paolo no estuviera solo, ya había cumplido
siete años.
Violeta
tenía los ojos cerrados, seguía decidiendo ella sola. No compartió
con Umberto el miedo que se le había instalado dentro y que le hacía
pensar que en cualquier momento lo perdería todo. Pero es que solo
en los ratos que estaba así con él era cuando se olvidaba, y si
hablaba, su hombre desaparecería.
ANTONIO
BUSTOS BAENA.
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