XIX
La
cumbre. Ahí está el ocaso, todo empurpurado, heridos por sus
propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su esplendor,
el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y las yerbas y las
florecillas, encendidas y transparentes, embalsaman el instante
sereno de una esencia mojada, penetrante y luminosa.
Yo
me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de ocaso sus
ojos negros, se va, manso, a un charquero de aguas de carmín, de
rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en los espejos, que parece
que se hacen líquidos al tocarlos él; y hay por su enorme garganta
como un pasar profuso de umbrías aguas de sangre.
El
paraje es conocido, pero el momento lo trastorna y lo hace extraño,
ruinoso y monumental. Se dijera, a cada instante, que vamos a
descubrir un palacio abandonado... La tarde se prolonga más allá de
sí misma, y la hora, contagiada de eternidad, es infinita, pacífica,
insondable...
-Anda,
Platero...
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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