Entraron,
apartando la cortina. Filtrada por ella, la luz de agosto se hacía
malva y mansa sobre los muebles toscos, sobre el suelo de ladrillos.
La mujer estaba sentada junto a la mesa; en el hueco del halda tenía
un puñado de patatas, que iba pelando cuidadosa.
-¿Qué
quieren?
Los
dos hombres se miraron. La mujer reconoció, en el del fusil, al
sacristán de San Cosme; el otro, pistolón al cinto, era el alguacil
del Juzgado, Lorenzo. Un correaje de cuero negro cruzaba sus camisas
oscuras.
-Venimos
por el Jaime.
La
mujer les miró a los ojos con dureza.
-Mi
hijo no está. Fue ayer a Ubrique y no ha vuelto.
-Entonces
tenemos que registrar.
Pero
no hubo lugar. La otra cortina, la interior, se hizo a un lado, y
apareció, descalzo, un mocetón alto y velludo, desnudo el pecho.
-Tienes
que venirte con nosotros -murmuró el alguacil, mientras se ajustaba
el cinturón, y palpaba el arma en su funda.
-¿Porqué?
El
Sacri esbozó una sonrisita, miró a su compañero, dijo:
-Nosotros
no sabemos. Quien manda, manda. Nos han dicho ¨Traerme al Jaime¨, y
nosotros a obedecer.
-Mi
hijo no ha hecho nada -farfulló la mujer, comenzando a perder la
calma. Pero el muchacho la obligó a callar.
-Ellos
saben que yo no he hecho nada. Cuando quemaron el convento, yo estaba
en Ubrique, con la reata.
-Nadie
ha nombrado el convento. Sólo nos dijeron ¨Traerse al Jaime¨. Así
que venga, vámonos. Ponte las botas y andando.
La
mujer se alzó y alargó al hijo la camisa que colgaba de un clavo en
la pared.
-Si
os da igual, prefiero ponerme las alpargatas.
El
Sacri sacó una cuerda.
-Hombre,
no me iréis a amarrar. Yo no soy ningún criminal, Sacri, y tú lo
sabes.
-Bueno,
pero no intentes nada o te descerrajo un tiro dijo, mientras se
ajustaba el fusil en el hombro y tocaba en el codo a su colega.
El
muchacho puso ambas manos en los hombros de la mujer, que empezaba a
derramar lagrimones, silenciosa.
-Tranquila,
madre, no va a pasar nada.
Salieron.
Pegaba el sol del mediodía, reverberaba sobre la cal cegadora. El
Sacri y Lorenzo colocaron al preso entre los dos y echaron a andar
calle abajo, pisando fuerte sobre las piedras azulosas y
resbaladizas. Llevaba el mozo gacha la cabeza, como metido en sí,
hosco. Por aquel lado, el pueblo se cortaba a pico, y un muro de
cemento ocultaba el despeñadero; a trechos, unas como ventanas
dejaban ver la ladera abrupta, que se desplomaba, amarillenta, hacia
el río; más allá, las huertas jugosas, los eucaliptales, una haza
de olivar, un caserío, chozas y, al fondo, los cerros romos, de un
violeta brillante, de un rosa casi hiriente.
Un
niño se cruzó con el trío, y la pelota de trapo, semideshecha, se
le inmovilizó entre los dedos. Del bolsillo del Sacri resbaló al
suelo la cuerda, larga y fina, y el chaval abortó la voz de aviso
que asomaba a sus labios y se sentó en el escalón de una puerta,
mirando con ojos ávidos el regalo que a las manos le venía. Desde
su azotea, una mujeruca que avizoraba la calle, intervino:
-¡Sacri,
que pierdes la cuerda!
El
Sacri se volvió de repente. Su compañero miró hacia arriba,
buscando la voz cascada. El muchacho no lo pensó; o lo traía ya
bien pensado, desde que rehusara las botas de clavos y se calzara el
cáñamo propicio. De un salto, se encaramó sobre el ancho borde del
ventano y se dejó caer al otro lado. La mujer dio un grito, y el
Sacri estalló.
-¡Mecá...!
-mientras tiraba del fusil y corría hacia el sitio por el que el
preso desapareciera, y el Lorenzo, turbado, hacía por desabotonar la
funda del pistolón, sin conseguirlo.
Pero
el Jaime no había caído al vacío. Aferrado a la piedra, a los
secos matojos, a los arbustillos silvestres, descendía pared abajo,
veloz, sin alzar la cabeza. El Sacri, más ducho en hisopos que en
fusiles, apuntaba y disparaba, ¡borrooom!, sin acertarle, pero
haciendo salir de sus boquetes a cernícalos y torcaces,
alborotando al vecindario, disparando otra vez, ¡Sus
muertos!, sin tino, mientras el
Jaime, rodando ahora, alcanzaba la orilla, vadeaba el ralo correntio,
y se perdía entre las cañaveras, huertas adentro, como una flecha.
El Sacri retrocedió, ¡Vamos!, como
si quisiera comunicar lo ocurrido, pero se rehízo, ¡Por
el puente, a ver si lo cazamos!,
seguro de que no llegarían, de que era mucha la vuelta que habrían
de dar y muy zorro el Jaime.
En
su escalón, tranquilo, el chaval trenzaba con la cuerda una especie
de red, y la pelota, poco a poco, se iba tornando esférica, dura,
como el sol de aquel mal estío, remoto y sangriento.
CARLOS
MURCIANO.
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