XVIII
La
mayor diversión de Anilla de Mantecas, cuya fogosa y fresca juventud
fue manadero sin fin de alegrones, era vestirse de fantasma. Se
envolvía toda en una sábana, añadía harina al azucenón de su
rostro, se ponía dientes de ajo en los dientes y cuando ya, después
de cenar, soñábamos, medio dormidos, en la salita, aparecía ella
de improviso por la escalera de mármol, con un farol encendido,
andando lenta, imponente y muda. Era, vestida ella de aquel modo,
como si su desnudez se hubiese hecho túnica. Sí. Daba espanto la
visión sepulcral que traía de los altos oscuros, pero, al mismo
tiempo, fascinaba su blancura sola, con no sé qué plenitud
sensual...
Nunca
olvidaré, Platero, aquella noche de septiembre. La tormenta
palpitaba sobre el pueblo hacía una hora, como un corazón malo,
descargando agua y piedra entre la desesperadora insistencia del
relámpago y del trueno. Rebosaba ya el aljibe e inundaba el patio.
Los últimos acompañamientos – el coche de las nueve, las ánimas,
el cartero – habían ya pasado... Fui, tembloroso, a beber al
comedor, y en la verde blancura de un relámpago, vi el eucalipto de
las Velarde – el árbol del cuco, como le decíamos, que cayó
aquella noche – doblado todo sobre el tejado del alpende...
De
pronto, un espantoso ruido seco, como la sombra de un grito de luz
que nos dejó ciegos, conmovió la casa. Cuando volvimos a la
realidad, todos estábamos en sitio diferente del que teníamos un
momento antes y como solos todos, sin afán ni sentimiento de los
demás. Uno se quejaba de la cabeza, otro de los ojos, otro del
corazón... Poco a poco fuimos tornando a nuestros sitios.
Se
alejaba la tormenta... La luna, entre unas nubes enormes que se
rajaban de abajo arriba, encendía de blanco en el patio el agua que
todo lo colmaba. Fuimos mirándolo todo. Lord iba y venía a la
escalera del corral, ladrando loco. Lo seguimos... Platero; abajo ya,
junto a la flor de noche que, mojada, exhalaba un nauseabundo olor,
la pobre Anilla, vestida de fantasma, estaba muerta, aún encendido
el farol en su mano negra por el rayo.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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