XIV
Cuando,
al mediodía, voy a ver a Platero, un transparente rayo del sol de
las doce enciende un gran lunar de oro en la plata blanda de su lomo.
Bajo su barriga, por el oscuro suelo, vagamente verde, que todo lo
contagia de esmeralda, el techo viejo llueve claras monedas de fuego.
Diana,
que está echada entre las patas de Platero, viene a mí, bailarina,
y me pone sus manos en el pecho, anhelando lamerme la boca con su
lengua rosa. Subida en lo más alto del pesebre, la cabra me mira
curiosa, doblando la fina cabeza de un lado y de otro,con una
femenina distinción.
Entre
tanto, Platero, que, antes de entrar yo, me había ya saludado con un
levantado rebuzno, quiere romper su cuerda, duro y alegre al mismo
tiempo.
Por
el tragaluz, que trae el irisado tesoro del cenit, me voy un momento,
rayo de sol arriba, al cielo, desde aquel idilio. Luego, subiéndome
a una piedra, miro al campo.
El
paisaje verde nada en la lumbrarada florida y soñolienta, y en el
azul limpio que encuadra el muro astroso, suena, dejada y dulce, una
campana.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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