¨-Va
el tren por mi corazón-¨
J.R.J
¡Tren
espejo con destino a...!
Has
oído la palabra- espejo-
por segunda vez. Y, por segunda vez, tímidamente, has mirado hacia
la muchacha sentada frente a ti, la melena lacia, negra, el delicado
óvalo del rostro de una serena palidez, los labios húmedos, los
ojos en los que fugazmente te copias. Tiene una suave distinción, un
toque de distancia; y, sin embargo, la intuyes cerca, la reconoces
familiar, honda. Estás sobrecogido y seguro, casi ruboroso y
posesivo, cuando el tren cruje y se estira, vacila un instante, silba
y se pone en movimiento, avanza con lentitud, acopla su ritmo, deja
atrás bloques de ladrillo, uniformes colmenas, naves, descansaderos,
cementerios de coches, fábricas, escombros, y sale al
campo verde, a la hierba aún rala, a los desmarridos arbustos, a la
mañana en plenitud. Miras a la anciana señora situada a tu
izquierda -el rostro polvoso, más de los años que del tocador-, que
ha sacado ya un rosario y bisbisea, abstraída; miras al hombro que
ocupa el otro lado de la ventana, rubicundo y vulgar, sus rodillas
poderosas casi rozando las debilísimas de su rezadora compañera, y
vuelves al perfil hermoso de la tuya, que ahora puedes observar sin
reparo, porque ha cerrado los ojos y parece dejarse adormecer por el
vaivén acompasado del vagón.
La
has visto en otro lugar y en otro tiempo, y en su espejo te has
visto, otro también, también turbado por su belleza, por su
altanera confianza acogedora. Caminas sobre la alfombra de un ancho
pasillo, junto a tu padre ya encorvado, ya herido por la enfermedad,
pero aún arrogante; al fondo, en su sillón de terciopelo azul,
aguarda el conde, señor de Broto, tronchado a su vez por el hachazo
de una parálisis progresiva. Ella está su lado, la mano en la
filigrana del respaldo, como en una estampa medieval; lleva un
vestido blanco, abotonado hasta el cuello, sin otro adorno que una
esmeralda a la altura del corazón. La contemplas, parpadeando, y
ella sonríe a tu padre, con dulzura, y apenas te ve, pero su mirada
te cala, te sondea, te confunde. Hace dos años de su llegada a la
casona, al discreto palacio almenado que corona el repechón lomero a
cuyo pie se arraciman las casas de Broto, su gente campesina, su río
rumoroso, su acordado pasar. Sesentón huraño, el conde, en una de
sus escasas salidas, la había hecho su esposa, no se sabe cómo ni
dónde. Nadie conoce su origen, pero su edad -que el esposo triplica-
es fácil de adivinar. Habla tu padre de que sus fuerzas fallan, de
que tú andas ya bien versado en jardinería, de que puedes
sustituirle. El conde acepta. Su voz es un murmullo remoto; tiene el
color de la ceniza, el gesto de la muerte. Ella en cambio, es la
vida, olorosa y pujante, bella como un camafeo.
Ahora la observas con más detención, te atreves a sostener su
mirada. Su maternidad -tiene una niña de apenas un año- no
la ha alterado en esbeltez ni mermado en frescura.
Saludas, sales a la mañana limpia, y el alto cielo de Broto no la
borra de ti; tu padre insiste en que el trabajo no va a impedirte
seguir estudiando, que él está acabado, débil tu madre, y tú,
dieciocho, diecinueve años, eres su única esperanza. Tú prometes,
tranquilizas, y alegas un pretexto, dejas el vasto jardín de la
casona y te encaminas al arroyo del Castro, subes al cerrillo del
túnel y te sientas sobre el romero en flor, desazonado y pensativo.
La
noticia había circulado por el pueblo con júbilo veloz. Vendría el
tren hasta Broto. Se formaban corros en la fuente, se lo gritaban las
vecinas de balcón a balcón, y en el tabanco los hombres se frotaban
las manos pensando en más altos jornales. Alguien comentó que la
decisión se debía a las influencias del conde, y una comisión se
personó en la casona a agradecerle sus desvelos, y el conde se dejó
adular, pero no se le veía ni muy convencido ni muy feliz.
Comenzaron a llegar gentes de todas clases, ingenieros y peones,
capataces y expertos, vehículos abarrotados de material, piedras,
raíles, traviesas. Salíamos del colegio y corríamos hacia el llano
de la Virgen, en donde todo se descargaba, se ordenaba, en un
guirigay que era para nosotros, niños de pueblo en paz, una
verdadera fiesta. El tren, el tren soñado. No lo habíamos visto
nunca sino en los libros, como el mar, pero el mar no podía
acercárnoslo nadie hasta Broto, y el tren sí; estaba ya a la
puerta, en los golpes sonoros que se iniciaban cada amanecer y
duraban hasta el crepúsculo, en el hervor febril de todo un pueblo.
Y en nuestros ojos anhelantes.
Has
cerrado tus ojos anhelantes porque la muchacha a vuelto a abrir los
suyos, y casi se ha tropezado con tus recuerdos. Hurga en una bolsa y
extrae un libro, que deja sobre su regazo; lleva una señal hacia su
mitad, y por ella lo abre y se sumerge en su lectura. La anciana, el
rosario entre las manos, se ha adormecido, y el hombrón contempla
sin tregua el paisaje, que ahora se ondula, se puebla de gríseas
carrascas, cuyas raices se aferran a las lascas roqueras con dedos
deformes. De la bolsa a quedado asomando una envoltura de papel rojo;
poco a poco, el movimiento que la marcha provoca va descubriendo su
contenido; una muñeca de trapo, cabellos de lana amarilla, rojos
carrillos y rojas piernas, vestidillo a cuadros rosas, gola encajera.
Dudas si será un capricho o un regalo, pero estás viendo una muñeca
semejante en el banco del invernadero de la casona; ella está a su
lado tratando de sujetar en la pared la maceta de la que cuelgan las
largas ramas verdiclaras de un poto. El luto resalta más su palidez,
su lisa piel marfileña. El conde duerme ya bajo la tierra del
pequeño cementerio esquinero que el jardín recorta, cerca de donde
se pudren también los huesos de tu padre. Cayeron casi
simultáneamente, tan de acuerdo en la muerte como lo estuvieron en
vida, nunca una discusión, un roce, una muestra de desafecto. Ella
te ha pedido que la ayudes, y ha subido a un taburete, y está
fijando el tiesto en la pared, y el dorso de tu mano está rozando el
de la suya y te estremeces y el vello se te eriza y ardes por dentro.
Ahora te mira y sonríe, desde lo alto del taburete, y tú te atreves
a sonreír, en el cálido silencio del invernadero, en la intacta
soledad del mediodía, y sin pensarlo la tomas por la cintura, fina y
maciza, y la depositas, leve gravitante, en el suelo, como
depositarías una figura de porcelana en el borde de un pedruscón
afilado. Ella te ha dado las gracias, ha alisado los pliegues de su
falda, por vez primera un poco confusa en tu presencia, y se ha
alejado por el senderillo de arena, entre los rododendros y el
jazmín, dejando sobre el banco aquella muñeca, aquel testigo mudo
de lo que ahora te hace temblar, temeroso de su temeridad
irresponsable. Pero no te arrepientes, y el corazón te golpea en el
pecho, desbocado, nuevo.
Silba
el tren y se detiene en una estación pequeña. Un niño. Sujeto
entre los dedos su gran globo amarillo, parece buscar en cada
ventanilla un rostro conocido, va y viene, con prisa, seguro de que
el tren va a partir de nuevo y le va a dejar allí, desamparado y
torpe, sosteniendo su pobre sol inflado, huérfano de lo que
desconoce. Y el tren arranca, y el niño da unos pasos, y se detiene
luego, y dice adiós, al tren o a la esperanza, con gesto triste. Le
has visto quedarse atrás y has vuelto la cabeza al otro sol, al que
ahora se mete de golpe entre los asientos y hace chispear un reloj,
un anillo, el broche plateado de un bolso, el cristal verde de las
gafas que el hombrón se ha puesto y que le aíslan de los otros, de
ti, de la anciana soñolienta y de la muchacha que leía y que ha
dejado el libro sobre el asiento y ha salido al pasillo, lleno
también de sol, pero vacío.
Todo
iba creciendo; los edificios, los andenes. Los raíles plateantes
ocupaban su lugar y el camino de hierro se estiraba ante nuestro gozo
asombrado, que las explosiones en el cerrillo hacían mucho mayor.
Estaba perforándose el túnel y no nos dejaban acercarnos, pero
gateábamos por las laderas vecinas y acechábamos cada estallido,
primero el humo, el fragor inmediatamente después, las horas
colegiales contadas una a una, ansiosos por escapar hacia la vía,
como ahora llamábamos al llano. Broto tenía un aire distinto, una
luz más clara sobre su cal y su adobe, pero los campos parecían
recogidos en sí, ceñudos por el abandono de sus labriegos, que
habían sustituido la azada por el martillo, la carreta boyera por la
carretilla acerada, y bebían en los atardeceres un vino más
ruidoso, el pensamiento puesto en ese tren que ellos estaban haciendo
posible. Subido a su azotea capitana, el conde contemplaba a veces el
bullicio terrible, el ajetreo afanoso de hombres y máquinas, la
zalagarda del llano. Desde nuestra atalaya, veíamos el chispazo del
sol en la suya, y en la lente del catalejo con el que oteaba, solo y
taciturno, el río que llegaba.
El
río sobre el que ahora cruza el tren -puente metálico, esqueleto
bamboleante-, espumea en al piedra, bien abajo, lame los jaldes
retamares, se retuerce y escapa. No oyes su rumor, porque el del tren
lo acalla, pero te echa a andar por dentro de la memoria el tuyo
aquél, más terso y remansado, orillas de la salceda. Allí la
sorprendiste un día, abismada y hermosa, y vino a ser como una
lancetada, que era raro verla salir de la casona, alejarse sola, de
sus muros. Estaba de pie, mirando el fluir del agua, las manos a la
espalda, el cabello recogido hacia la nuca, manchón negro entre el
umbrío verdor. A sus pies, inmóvil. Jaila la galga, permanecía
atenta al menor de sus gestos. Retrocediste cautelosamente y
regresaste. Mientras podabas el manzano, la viste luego llegar,
despacio, concentrada en sus cavilaciones, huéspeda quizá de un
tiempo y un espacio que nadie sino ella conocía. Esa misma tarde
-domingo tedioso y macilento-, entró en el invernadero; tú estabas
sentado en el suelo, la espalda contra la pared y un libro en las
rodillas, tratando de borrarla, de arrancarte su imagen de la retina.
Había soltado su melena y traía una rosa en la mano izquierda;
Jaila la seguía, con esa tristeza que transmiten a los
perros sus dueños tristeados.
Te preguntó qué leías y tú te incorporaste, trémulo, diciendo
que tratabas de estudiar; entonces te ofreció su mano derecha y tú
le tendiste la tuya, y anduvisteis unos pasos, hasta que ella buscó
tus labios y se aferró a ellos salvaje y dulcemente, y libro y flor
cayeron al suelo, y todo fue ya distinto, como empezar a vivir a
partir de ese instante, como si un telón se descorriese y un súbito
resplandor barriera el mundo, que era aquel recinto acristalado,
aquel aroma espeso y plural, aquellas lenguas -torpe y sabia-
pronunciando el sometimiento, aquella galga aguda, quieta y como de
bronce.
En
el pasillo, la muchacha ha trabado conversación con un hombre joven,
algo más alto que ella, desenvuelto y seguro. La oyes reír, agitar
la melena, y la contemplas sin embarazo, por que está pendiente de
su interlocutor, olvidada de ti y de la anciana -el hombrón bajó,
sin despedirse, en la anterior estación-, que ahora come unas
pastas, cuya bolsa te ha ofrecido, y a la que has renunciado con un
gesto cordial. Tú, que tan bien aprendiste aquel cuerpo, que, pese a
los veinte años que de él te separan, lo llevas grabado en ti como
a fuego, lo ves repetido ahora, y casi manoteas para hacerlo
desaparecer, porque es locura comprobarlo tan como entonces, igual
que fuera locura amarlo en aquel lugar primero, luego en su propio
lecho, asaltando, nocturno, su ventana, esclavo de sus gemidos, hijo
de su desenfreno. Durante el día, la veías en cualquier mirador de
la casa, o en el jardín, con la criatura, o instruyendo al ama de
llaves, vetusta y fiel, en algún menester caprichoso o precioso, o
dirigiendo los pasos de alguna doncella; y, al anochecer, cuando toda
la servidumbre, excepto el ama, abandonaba la casona, y la gran
cancela se cerraba, y tu madre dormía, dabas vueltas en tu cuarto
del pabellón, como una fiera en su jaula, hasta que veías apagarse
su luz y corrías a sus brazos, a su vientre violento, ciego ya y
entregado.
La
boca negra del túnel era una tentación a la aventura. Entrábamos,
agrupados, hablando en voz alta para no separarnos, porque, a poco,
la oscuridad se hacía total, y la arena sobre la que pisábamos
parecía tirar de nuestros pies, sujetarlos a su blandura; cuando la
otra claridad se vislumbraba, corríamos, alborozados, olvidados de
nuestros temores, como si saliéramos de una angustiosa y voluntaria
pesadilla. Pero nunca el chispazo argentado de los raíles
atravesaría aquel túnel; cuando todo parecía estar a punto, las
obras se interrumpieron. Fue cesando el estrépito, retirándose el
personal, reincorporándose al campo los obreros. La vía parecía
ahora un escenario abandonado, donde herramientas, piedras, bloques
de cemento, montones de arena, languidecían y comenzaban a
recubrirse de florecillas silvestres, ortigas, lechetreznas, que
reclamaban lo que era suyo. El penacho de humo que esperábamos ver
asomar un día al filo de la angostura, extenderse por el eucaliptal
de Ayllón, descender el camino de las brozas, meterse en Broto como
una bandera triunfal, lo borró un viento malo. El tren llegó a
Cruces, a quince kilómetros de Broto, y se desvió desde allí hacia
la sierra por otra ruta, más comercial, más económica. El conde
prometió hacer gestiones, remover amistades. Pero nada ocurrió. Y
el pueblo tornó a replegarse alrededor de sus almenas, más inocente
y hermanado, como si supiera que debía volver a empezar.
La
anciana se ha apeado en una estación diminuta. La esperaba un
sacerdote, que la ha abrazado largamente y se ha hecho cargo después
de su escaso equipaje. Ahora la muchacha se ha acercado al sitio que
la anciana ocupara, y por la ventanilla ve pasar los campos veloces,
que la atardecida reviste de un oro manso. Estáis solos en el
departamento. Su pasajero acompañante ha desaparecido, y contienes
las ganas de volver a mirarla para no violentar su reposo. Cierras
los ojos y los abres a otro atardecer impaciente. Ella ha llegado
hasta el invernadero, y ha reclamado tu abrazo, dominante y rabiosa.
La has besado desesperadamente, tus manos recorrieron su cuerpo, y de
pronto has visto a su espalda el rostro espantado de tu madre, y un
frío letal se ha metido en tus venas, congelándolas. Ella se ha
vuelto despacio, duro el gesto, ha alisado su pelo, y ha salido sin
mirar a esa mujer que es todo cuanto tienes, todo cuanto te queda,
porque en el fondo sabes que lo que tan furiosamente crees amar no es
sino relámpago, lumbre perecedera, hembra remota.
Todo
lo que tenías y te quedaba, esa mujer vencida por los años y los
padecimientos, te duró poco. Ella, en tanto, se había encerrado en
su altivez, y evitó el reencuentro. Debía de bramar de deseo, pero
tus manos nunca más la rozaron. Cuando
murió tu madre, te despediste. Estuvo amable y deferente, te ofreció
ayuda, dinero, que tú dijiste no necesitar. Durante veinte años has
peleado con la vida, para poder volver a tu rincón de siempre,
maduro y liberado. Hoy lo cumplías, cauterizado por el olvido, y
han bastado unos ojos para hacer de ti lo que fuiste; un adolescente
encadenado. Va el tren por tu corazón, el que no llegó nunca a
Broto, el que ahora está llegando a Cruces, silbando y deteniéndose,
chirriante. Piensas que no has
intercambiado una sola palabra con esta muchacha que baja delante de
ti, que suelta sus cosas sobre las losas rojas del andén y corre, la
muñeca en la mano, hacia los brazos de la mujer que la aguarda. Y en
tanto el tren que ha espejeado tu imagen pretérita, silba otra vez y
arranca, ves allí repetida, a quien signó tu destino, y adviertes
cómo se acerca, doble, del brazo de sí misma, adolescente y madura,
como tú, y pronuncia tu nombre y te ofrece su mano derecha, que
tomas y besas, inclinándote, y te presenta a su hija, y te brinda su
coche, porque supone que irás a Broto, adonde el tren no arribó
todavía.
CARLOS
MURCIANO.
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