¨La
leyenda dice que ni el oso, ni la nube, ni el hermano desaparecen
nunca del todo¨.
DIDIER
DECOIN, JOHN L´ENFER.
Cuando
he llegado -la mañana empezaba a crecer y los pájaros silenciosos-,
soplaba un viento terco y frío, que hacía murmullear a los
cipreses, temblar a los pinsapos; que arrastraba, de alguna que otra
espalda de mármol, claveles mustios, crisantemos ajados, polvosos
ramilleres artificiales, hojas. Me he sentado, Mauro, sobre el borde
del mausoleo que casi rosa nuestro familiar, el hueco reservado en el
que,, bajo la lápida con la cruz y los escuetos apellidos de nuestro
bisabuelo, yaces o duermes o te remueves, qué sé yo, o lloras, de
soledad y desamparo. Nuca quise, y acaso acaben haciéndolo, que me
enterraran en este sitio. Gente
más oscura que tú y que yo, y con menos posibles, tienen, en el
muro encalado, su piedra con su nombre; y
unas frases y unas fechas. Tú, bajo la losa ésta que ahora
acaricio, y retiro la mano, porque me la traspasa con su hedor, ni
eso posees. A tu alrededor siguen muñéndose los huesos de los
nuestros (padre, machón borroso, vacío cruel; la abuela, grande y
morena, tierna y abarcadura; el tío José, de uniforme y bigote
espeso; la prima Clara, menudita y silente, translúcida, como su
nombre...), porque
los muertos no se mueren el día en que dejan de respirar, sino mucho
después y muy despacio. Tú, por ejemplo, vives, Mauro, y ahora
estás como a mi lado, bueno a mi lado, y a lo mejor has calmado el
viento ese, que bien sabías cuán mal lo he soportado siempre, y el
mediodía se ha puesto azul, y han dejado de desfilar las nubes que a
borbotones, apelotonadas, iban pasando, allá arriba, con prisas,
algodonosas y muy blancas.
Y en el alerce de la entrada canta un chamariz, pues le oigo el
trinar, verdeamarillo, como su lenta pluma estremecida.
Ni
nombre tienes, Mauro, hermano, en la parca solemnidad de estos
mármoles que, sin alardes, acondicionó un día el bisabuelo para
que se reunieran con él, ya ceniza, ya nada, los que llevaran su
apellido. Pero vives, no sólo en mí, que bien hondo te guardo, y
muchas veces te consulto mis indecisiones y casi me las resuelves,
sino en tus cosas, en tu cuarto cerrado -cuyas ventanas abro de vez
en vez para que el sol se cuele y alborote-, en tu cazadora de cuero,
en tus dibujos, en el rincón de la mesa en el que te sentabas, en el
desván de tus secretos... La casa está como entonces, y madre lo
conserva todo como si fueras a llegar, como si fuéramos a llegar los
dos, juntos, de repente, sudorosos, gritadores, del colegio o del
río, del cine o de los billares, empujándonos, atropellándonos
para ocupar primero la ducha, para robar de la nevera la cerveza más
fría.
No
la he visto, ¿sabes? He conducido seis horas, sin parar, obcecado
con tu recuerdo, perseguido y acorralado por tu llamada, ésta que yo
me invento, o tú gritas, con tu silencio de para siempre, atronador.
Regresaba a Madrid, y me he desviado, sin saber por qué, sabiendo
muy bien por qué, y, al llegar al pueblo, he enfilado la colina del
cementerio, por fortuna vacío en esta mañana de marzo, ya soleada y
limpia.
Ida
no va a creerlo (madre tampoco, cuando me vea entrar, besarla en la
frente y subir al coche de nuevo), pero lo comprenderá en seguida,
porque ella sabe traspasarme con sus ojos de agua, adivinarme el
sentir. ¨-Me llegué a ver a Mauro¨, le diré, y ella me mirará
hondamente, y volverá a sus quehaceres, a su trajín de cada día, y
acaso me pregunte qué tal fue el viaje o si hubo mucho tráfico o
cómo anda la abuela; algo así, mientras me quito la corbata y me
sirvo dos dedos de whisky, y estiro las piernas en el sofá, callado.
Hay
dos gorriones, mira, en el senderillo de arena que se alarga hasta el
sector que ahora amplían y acondicionan, celdilla a celdilla, como
una colmena maldita; sigue uno al otro, en sus saltos, en sus
evoluciones; picotea cuando aquél lo hace, da un voletío corto si
aquél lo da. También tú me remolcabas, Mauro, tras de ti me movía.
Te llevaba un año y, sin embargo, tú me ganabas en casi todo;
decidías por mí, disponías esto o aquello, un juego, un lugar, una
aventura. Perdí un curso y me alcanzaste y, desde entonces, me apoyé
en ti, en tu saber y tu ingenio. Recuerdo
aquel dichoso examen de Química, en el Instituto de la capital, con
el terrorífico don Severiano, calvo y batracial, pungente y
malicioso, recorriendo a grandes zancadas las filas de pupitres, las
manos a la espalda. Estabas
seguro de que no iba a salir adelante; y tiraste la moneda contra el
cristal de la ventana del fondo, y el severo don Severiano creyó que
alguien, desde fuera, había arrojado una piedra, y se puso a otear
la calle, mientras tú cambiabas tu papel por el mío y yo me
encontraba con los cinco problemas resueltos, y tú empezabas, contra
reloj ya, a hacerlos de nuevo, para acabar aprobando por los pelos,
mientras yo me ufanaba con mi sobresaliente. Eras así, imprevisible
y audaz, impulsivo más que meditador, rñapido en tus decisiones,
seguro; yo era el indeciso, y aún lo soy, aunque, ¿ves?, en
ocasiones tire por la calle de en medio, o por la carretera de la
izquierda, como ahora, y me venga a verte, bueno, a hablarte, Mauro.
Una
mujeruca ha pasado a mi espalda y se ha acercado a la pared cercana y
se ha detenido frente a un nicho con cristal y retrato amarillo. Va
envuelta en una pañoleta negruzca, y llora sin ruido. Reza y llora,
y se va sin verme, ausente, ajena. Tras ese cristal, como bajo esta
losa, está lo que fue un día savia
en pie, sangre apasionada, susurro o palabra o canción, hombre -o
mujer- esperanzado, lleno de sueños y proyectos, vivo. Morir
es la distancia, la, memoria tronchada, el rodar sin descanso por la
ladera de después, la sombra. Tú
eras la luz, Mauro al menos irradiabas como una llama, como un
resplandor; contigo, las cosas se veían de otra forma, con más
claridad, y no todo se hacía más sencillo, sino más cálido.
El día en que conseguiste tu empleo, telefoneaste a madre, porque
sabías cómo ella esperaba ese momento, pero sin alharacas,
tranquilo, como la cosa más natural; ella, sola, nos había sacado
adelante, sin una queja, con fe ciega, con pulso firme
¨Díle a ese grandullón -y te reías- que tiraré de él un día de
éstos. Ya es hora de que te liberes de nosotros, madre¨. Aquel
fin de semana viniste al pueblo con un paraguas en una mano y una
botella de champán francés en la otra, por todo equipaje.
¨Hay que brindar, pareja, esto marcha¨. Poco después, en efecto,
tiraste de mí. Yo me esmeraba ante tus jefes para no desmerecer de
ti, del
sitio que te habías ganado en tan corto tiempo, del prestigio que te
aureolaba, íbamos y veníamos, como en los viejos tiempos, juntos,
inseparables, y, algún que otro fin de semana, volvíamos por unas
horas al pueblo, para que madre no se sintiera tan sola, vagando por
la casa, triste y feliz a un tiempo, aprestando nuestras cosas,
revistiendo nuestras camas con las colchas de croché que sus manos
pacientes tejieran, amasando los pestiños que luego nos
disputábamos.
Hasta
que apareció Ida; modosa y tímida, con sus ojos como ventanos, con
una lumbre de amanecer en su interior, su andar suave, su esbeltez y
su ternura.
Las mujeres no te habían preocupado ni poco ni mucho, ni por tu
mente había pasado siquiera la idea de enamorarte. Pero Ida era
distinta; esa
lumbre suya, como sometida de antemano, como entregada, y esa luz
tuya, un tanto agresora y posesiva, se fundieron y entendieron pronto
y bien. ¨Voy con Ida¨, me decías, y yo me fui quedando solo, sin
acostumbrarme a perder tu compañía, desarbolado y errante. A veces,
me hacíais sitio en vuestra felicidad y os lo agradecía, porque con
vosotros se estaba a gusto, y uno no tenía la sensación de
molestar, de interferir esa intimidad que se abría para mí sin
esfuerzo, acogedora y grata. En
cambio, nunca supe por qué dejaste a madre fuera del juego de tu
noviazgo; no sólo no se te ocurrió llevar a Ida al pueblo, sino que
me pediste que lo silenciara todo ante ella.
Ha
regresado el viento, Mauro. Los pájaros se ha ido, y torna a oírse
el frufrú de los árboles, sus ramazones tremantes, su son
mortecino. Un hombre joven y enlutado acaba de acercarse hasta una
tumba; lleva de la mano a un niño, sí. Si
vieras al niño, Mauro, a nuestro niño... Tiene ya siete años, y es
fuerte como un roble. Sus ojos son como los de la madre,
transparentes, y nos gana a los tres en todo; más rubio, más vivo,
más listo. Si un día madre decidiera dejar la casa del pueblo y
venirse a vivir con nosotros, sería por él. Se adoran. Dirás que
nunca le he traído, y es cierto. Pero no le veo, tan alegre, en
medio de esta desolación, de esta ruina.
De
la que tú eres parte. Porque, con el tiempo, os vais identificando
con cuanto os rodea, haciéndoos muerte y desamparo, destierro y
pesadumbre. Tú has debido tardar más en habituarte, porque la
enfermedad no fue minándote, preparando tu cuerpo a la definitiva
mordedura, al terrible desgarro. Fue un hachazo súbito -¨rápido,
por favor, hagan algo, avisen a un médico¨-, y allí estabas tú,
tendido, en el suelo de tu despacho, ahogándote -¨el corazón, ha
debido ser el corazón¨-, rematado, sin remedio. ¨No le muevan, no
le muevan¨, y el médico, inyectándote, y
tu mano aferrada a la mía, las palabras tronchadas, rotas. Tus ojos,
Mauro, aún los tengo en mí, diciéndome tantas cosas, sin que
imaginaran cuantos rebullían de un lado a otro, azorados, que yo te
comprendía, que tú me comprendías, con sólo mirarnos de ese modo
desesperado y último, que nuestros ojos -los tuyos ya abiertos y
helados para nunca- habían aprendido a hablarse desde su primer
parpadeo, desde antes de ser.
Cuando Ida llegó yo te los había cerrado. No supo qué hacer ni qué
decir; los suyos, de agua mansa, se venían abajo, derramándose. Al
volver del pueblo, quieto tú ya en tu rincón, ella, que se había
negado a acompañarte en este postrer viaje hacia la tierra, me lo
contó todo. Nos
casamos una semana más tarde. Madre enmudeció cuando se lo dije;
pensaba -y con razón- que le había ocultado nuestras relaciones,
que había faltado a la confianza que nos teníamos. Creo que no me
perdonó hasta que, siete meses después, nació el niño. Le pusimos
Mauro, tú lo sabes.
Ida
y yo nos queremos. A nuestro modo, somos felices. Y aunque tú andas
siempre por medio, hasta cuando nos amamos, hasta cuando ella, tibia
y dócil, más plenamente se me entrega, nos hemos acostumbrado a
aceptarte y a aceptarlo, porque de otro modo vivir hubiera sido un
infierno, y la paz que yo encuentro en su mirada diáfana, una guerra
constante. Nunca te mentí, y no quiero hacerlo ahora. Si no traje al
niño, a tu niño, no fue por ese contraste entre esta tristeza y su
alegría, sino porque sería incapaz de ocultarle la verdad, y si yo
le decía que aquí, bajo esta losa, estaba su padre, nada iba a
arreglar, sino que, por el contrario, lo iba a desarreglar todo, le
iba a quebrar su mundo, que es hermoso y límpido, un mundo en el que
tú también tienes un sitio, porque Ida y yo hemos hecho que te lo
guarde, y tío Mauro es su ídolo, su ejemplo a imitar cuando grane y
crezca. Que
como el oso de la pena que por dentro me despedaza, como la nube de
nostalgia que en los atardeceres cruza por los ojos celestes de Ida,
tampoco tú desaparecerás nunca de nosotros, MAURO, HERMANO.
CARLOS
MURCIANO.
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