Darbón,
el médico de Platero, es grande como el buey pío, rojo como una
sandía. Pesa once arrobas. Cuenta, según él, tres duros de edad.
Cuando
habla, le faltan notas, cual a los pianos viejos; otras veces, en
lugar de palabra, le sale un escape de aire.
Y
esas pifias llevan un acompañamiento de inclinaciones de cabeza, de
manotadas ponderativas, de vacilaciones chochas, de quejumbres de
garganta y salivas en el pañuelo, que no hay más que pedir. Un
amable concierto para antes de la cena.
No
le queda muela ni diente, y casi sólo come migajón de pan, que
hablanda primero en la mano. Hace una bola y ¡a la boca roja! Allí
la tiene, revolviéndola, una hora. Luego, otra bola, y otra. Masca
con las encías, y la barba le llega, entonces, a la aguileña nariz.
Digo
que es grande como el buey pío. En la puerta del banco, tapa la
casa. Pero se enternece, igual que un niño, con Platero.
Y
si ve una flor o un pajarillo, se ríe de pronto, abriendo toda su
boca, con una gran risa sostenida, cuya velocidad y duración él no
puede regular, y que acaba siempre en llanto. Luego, ya sereno, mira
largamente del lado del cementerio viejo;
-Mi
niña, mi pobrecita niña...
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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