Este
árbol, Platero, esta acacia que yo mismo sembré verde llama que fue
creciendo, primavera tras primavera, y que ahora mismo nos cubre con
su abundante y franca hoja pasada de sol poniente, era, mientras viví
en esta casa, hoy cerrada, el mejor sostén de mi poesía. Cualquier
rama suya, galanada de esmeralda por abril o de oro por octubre,
refrescaba, sólo con mirarla un punto, mi frente, como la mano más
pura de una musa. ¡Qué fina, que grácil, qué bonita era!
Hoy,
Platero, es dueña casi de todo el corral. ¡Qué basta se ha puesto!
No sé si se acordará de mí. A mí me parece otra. En todo este
tiempo en que la tenía olvidada, igual que si no existiese, la
primavera le ha ido formando, año tras año, a su capricho, fuera
del agrado de mi sentimiento.
Nada
me dice hoy, a pesar de ser árbol, y árbol puesto por mí. Un árbol
cualquiera que por primera vez acariciamos, nos llena, Platero, de
sentido el corazón. Un árbol que hemos amado tanto, que tanto hemos
conocido, no nos dice nada vuelto a ver, Platero. Es triste; más es
inútil decir más. No, no puedo mirar ya, en esta fusión de la
acacia y el ocaso, mi lira colgada. La rama graciosa no me trae el
verso, ni la iluminación interna de la copa el pensamiento. Y aquí,
adonde tantas veces vine de la vida, con una ilusión de soledad
musical, fresca y olorosa, estoy mal, y tengo frío, y quiero irme,
como entonces del casino, de la botica o del teatro, Platero.
JUAN RAMÓM JIMÉNEZ.
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