En
la sequedad estéril y abrasada de sol del gran corralón
polvoriento, que, por despacio que se pise, lo llena a uno hasta los
ojos de su blanco polvo cernido, el niño está con la fuente, en
grupo franco y risueño, cada uno con su alma. Aunque no hay un solo
árbol, el corazón se llena, llegando, de un nombre, que los ojos
repiten escritos en el cielo azul Prusia con grandes letras de luz:
Oasis.
Ya
la mañana tiene color de siesta y la chicharra sierra su olivo, en
el corral de San Francisco. El sol le da al niño en la cabeza;
pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en el suelo, tiene
la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la palma un
tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojos negros
contemplan arrobados.
Habla solo, sorbe su nariz, se rasca aquí y allá entre sus harapos,
con la otra mano. El palacio, igual siempre y renovado a cada
instante, vacila a veces.
Y
el niño se recoge entonces, se aprieta, se sume en sí, para que ni
ese latido de la sangre,, que cambia, con un cristal movido solo, la
imagen tan sensible de un calidoscopio, le robe al agua la
sorprendida forma primera.
- Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo; pero ese niño tiene en su mano mi alma.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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