Yo
no sé qué diablos tocaba, Celia, qué ángeles tocaba la orquesta
aquella noche. Y lo recuerdo todo; la mesa en la que callábamos, las
manos enlazadas, tú frente a mí, a punto de llorar, vestida de rosa
y blanco, tan niña y tan mía; los ojos cerrados del violinista que
interpretaba aquello, lo que fuera, como si se tratara de Beethoven;
y el pianista, repeinado, abstraído; y la mujer del arpa, enlutada y
seca... Lo recuerdo todo, Celia, la cerveza intacta sobre el mármol
con nombres que no eran los nuestros, los sofás rojos, la media luz
de aquel café que ya no existe, como no existe nada de lo que allí
había, ni siquiera nosotros. ¨Ser hombre, agota¨. Lo
dice McFarland, aquí, en la carpeta de este disco que oigo, que
llevo horas oyendo, porque acabé metiéndome en el jazz como quien
se mete en un refugio pequeño, primero los pies, luego la cintura,
la cabeza, y ahora tengo que refugiarme, esta noche, Celia, tengo que
esconderme de ti, de mí, de aquel café, de aquella música que
ignoro, del temblor de nuestras manos a punto de separarse hasta un
luego que iba a ser para siempre.
Phil Woods arranca de su saxo
una agridulce melodía. Ahora se torna grave, ahora sacude los
agudos, ahora se arreboza en los demás, en Melillo, en Gilmore, en
Goodwin, en Leahey. ¨Last nght when we were young¨. Cinco
hombres tocando esta pieza de Arlen, lo mejor que él ha hecho con
Vip Harburg; seis hombres, porque yo estoy con ellos, sobre todo con
el saxo de Phil, y parece como si llevase sus gafas y su barba y
hasta su gorrilla, y soplase el instrumento, con habilidad, con arte,
pero también con una entrega absoluta, como si me fuera en
ello la vida, como si para llegar a mañana tuviera que aferrarme a
este saxo, a esta música, cable del que cuelgo sobre un vacío
absurdo, hondo y negro, en cuyo fondo debes estar tú, agazapada,
tímida, como un animalillo acorralado.
Estar pendiente de este cable,
agota. Desde aquella noche, Celia, han pasado quince mil noches,
cuarenta años de soledad y de agonía. Tú estabas triste, y no voy
a decir que yo estuviera alegre, pero por dentro de tus ojos con
lluvia, de tu dolor de comenzar a ser la ausente, la sola, soñaba yo
con otras tierras, con no sé qué gestas y medallas. La guerra
nuestra lo había dejado todo oscuro y pobre, y las marchas
triunfales, las euforias de los menos, eran incapaces de borrar de
los rostros de los más los rastros de su paso. Europa ardía
también, y yo llevaba en mis venas el veneno de la victoria. Lo mío
iba a ser como un paseo, como una gloriosa excursión a la que me
sumaba voluntariamente. Tenía mucho que ganar y mucho tiempo por
delante. Tú me esperarías, tú serías la única atadura con lo que
dejaba, muy poco, al cabo, si se comparaba con lo que pensaba
encontrar.
Lo que
encontré fue el odio, la sangre, el hambre, la muerte. No tenía
nada que ganar y muy poco tiempo por delante; cuarenta años. ¿Qué
son cuarenta años cuando se ha perdido todo, cuando no posees sino
el recuerdo de una muchacha por cuya mejilla resbalan unas lágrimas
lentas, y un presente para olvidar, las heridas, el campo de
concentración, las alambradas, el tajo, el frío terrible que muerde
las extremidades como un lobo rabioso, el frío implacable,
inacabable, salvaje, para olvidar, digo, pero no puedes, porque lo
tienes ahí, a la mano, zarandeándote, abofeteándote, escupiéndote,
piltrafa de hombre, basura? Ser hombre, agota, querido
McFarland, pero ser hombre así, cuando no te permiten serlo, agota
mucho más que estar pendiente de ese cable a punto de partirse, a
punto de dejarte caer, el trozo inútil apretado en tu mano,
caer sin fin, sabiendo que en el fondo, en aquel fondo, no se agazapa
otra cosa sino el asco.
Nunca sabe un
hombre lo que es capaz de resistir, hasta que lo someten a la prueba.
El castigo, la degradación, la miseria, se superan; un
pedazo de pan, puede ser el gozo; un rayo de sol, la felicidad.
Llegué a preguntarme entonces sí existías, si alguna vez
fuiste verdad. Y ese pan o ese sol compensadores, me gritaban que sí,
que lo hermoso habitaba otros lugares, y a veces se acercaba a
aquella tierra bestial donde el mundo acababa.
Voy a borrar de mi
pizarra, con este pañuelo, con esta música, tanto horror. Desde
la ventana veo, a la difusa luz de la madrugada, el solar donde un
día estuvo el café, el rincón caliente que tantas veces nos
acogiera. Mi habitación, en cambio, permanece igual, como un
milagro; más desolada, claro, más sumida en el polvo de los lustros
que han pasado. Desde aquí te veía llegar, buscarme, y yo me
retrasaba para comprobar cómo lo hacías, para poder decirte luego
que me perdonases, que se me había parado el reloj.
He vuelto, Celia, y tú
no estás, y el reloj anda, o se para, pero es lo mismo, porque tú
no vienes, ni me buscas, tú no te acercas a ese solar, a esas
ruinas, a esta ruina de hombre que pasa su mano derecha por el pelo
canoso, mientras sujeta con la izquierda el saxo de Phil Woods, hace
una seña a Melillo, sonríe a Gilmore, guiña un ojo a Goodwin y a
Leahey, y acomete la cadencia inicial, otra vez, y se va hacia
delante, para remachar el pasaje de doble compás con los segmentos
en tempo de balada. El jazz es libertad y esta banda, como
quiere Norman Schwartz, es un demonio de banda, de acuerdo, pero yo
estoy atado, no soy libre, y este demonio me atormenta, me sosiega,
me reconcilia conmigo, me devuelve lo que fuimos, me ahoga, feroz.
¿Qué ha sido de ti? A
veces tengo que convencerme de que esos años que a mí me fueron
tallando de nuevo por dentro y por fuera, gastándome por dentro y
por fuera, se ensañaron también contigo, y tú no tienes veinte ya,
sino sesenta, como yo, y tun melena será de plata y en tus ojos se
habrá extinguido la chispa aquella, la estrella aquella; pero acabo
diciéndome que no, que tú permaneces igual, como la última noche
en que fuimos jóvenes, y nos queríamos, tú con tu pena porque me
alejaba, yo con mis falsas esperanzas de vencer, a los tanques y a la
vida, a la metralla y a la vida, y regresar victorioso, y abrazarte,
con el orgullo de mi heroicidad.
Tú y yo no
pudimos oír entonces esta música, Celia. Pero dime que sí, que era
esta música la que tocaban aquellos hombres y aquella mujer en el
café de enfrente, la música que era como un brazo que pasaba
por nuestros hombros, y nos unía más, y nos arropaba, y la gente
entraba y salía sin que nos apercibiéramos, y el reposado camarero
nos hablaba sin que le respondiéramos, y la cerveza se ponía tibia
sobre el mármol pintado y no nos importaba, porque el mundo éramos
tú y yo, y la torre que levantábamos era alta y hermosa, esta
torre, Celia, cuyos escombros revuelvo, cuyos cascotes acaricio, y en
cuya pared sobreviviente me reclino ahora, cuando le devuelvo a Phil
el saxofón para que él siga, porque empieza a llover muy despacio,
porque empieza a llover mansamente, en el frío clarecer de la mañana
febrera.
CARLOS MURCIANO.
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