jueves, 6 de agosto de 2015

LA ÚLTIMA NOCHE EN QUE FUIMOS JÓVENES.


  Yo no sé qué diablos tocaba, Celia, qué ángeles tocaba la orquesta aquella noche. Y lo recuerdo todo; la mesa en la que callábamos, las manos enlazadas, tú frente a mí, a punto de llorar, vestida de rosa y blanco, tan niña y tan mía; los ojos cerrados del violinista que interpretaba aquello, lo que fuera, como si se tratara de Beethoven; y el pianista, repeinado, abstraído; y la mujer del arpa, enlutada y seca... Lo recuerdo todo, Celia, la cerveza intacta sobre el mármol con nombres que no eran los nuestros, los sofás rojos, la media luz de aquel café que ya no existe, como no existe nada de lo que allí había, ni siquiera nosotros. ¨Ser hombre, agota¨. Lo dice McFarland, aquí, en la carpeta de este disco que oigo, que llevo horas oyendo, porque acabé metiéndome en el jazz como quien se mete en un refugio pequeño, primero los pies, luego la cintura, la cabeza, y ahora tengo que refugiarme, esta noche, Celia, tengo que esconderme de ti, de mí, de aquel café, de aquella música que ignoro, del temblor de nuestras manos a punto de separarse hasta un luego que iba a ser para siempre.
Phil Woods arranca de su saxo una agridulce melodía. Ahora se torna grave, ahora sacude los agudos, ahora se arreboza en los demás, en Melillo, en Gilmore, en Goodwin, en Leahey. ¨Last nght when we were young¨. Cinco hombres tocando esta pieza de Arlen, lo mejor que él ha hecho con Vip Harburg; seis hombres, porque yo estoy con ellos, sobre todo con el saxo de Phil, y parece como si llevase sus gafas y su barba y hasta su gorrilla, y soplase el instrumento, con habilidad, con arte, pero también con una entrega absoluta, como si me fuera en ello la vida, como si para llegar a mañana tuviera que aferrarme a este saxo, a esta música, cable del que cuelgo sobre un vacío absurdo, hondo y negro, en cuyo fondo debes estar tú, agazapada, tímida, como un animalillo acorralado.
Estar pendiente de este cable, agota. Desde aquella noche, Celia, han pasado quince mil noches, cuarenta años de soledad y de agonía. Tú estabas triste, y no voy a decir que yo estuviera alegre, pero por dentro de tus ojos con lluvia, de tu dolor de comenzar a ser la ausente, la sola, soñaba yo con otras tierras, con no sé qué gestas y medallas. La guerra nuestra lo había dejado todo oscuro y pobre, y las marchas triunfales, las euforias de los menos, eran incapaces de borrar de los rostros de los más los rastros de su paso. Europa ardía también, y yo llevaba en mis venas el veneno de la victoria. Lo mío iba a ser como un paseo, como una gloriosa excursión a la que me sumaba voluntariamente. Tenía mucho que ganar y mucho tiempo por delante. Tú me esperarías, tú serías la única atadura con lo que dejaba, muy poco, al cabo, si se comparaba con lo que pensaba encontrar.
Lo que encontré fue el odio, la sangre, el hambre, la muerte. No tenía nada que ganar y muy poco tiempo por delante; cuarenta años. ¿Qué son cuarenta años cuando se ha perdido todo, cuando no posees sino el recuerdo de una muchacha por cuya mejilla resbalan unas lágrimas lentas, y un presente para olvidar, las heridas, el campo de concentración, las alambradas, el tajo, el frío terrible que muerde las extremidades como un lobo rabioso, el frío implacable, inacabable, salvaje, para olvidar, digo, pero no puedes, porque lo tienes ahí, a la mano, zarandeándote, abofeteándote, escupiéndote, piltrafa de hombre, basura? Ser hombre, agota, querido McFarland, pero ser hombre así, cuando no te permiten serlo, agota mucho más que estar pendiente de ese cable a punto de partirse, a punto de dejarte caer, el trozo inútil apretado en tu mano, caer sin fin, sabiendo que en el fondo, en aquel fondo, no se agazapa otra cosa sino el asco.
Nunca sabe un hombre lo que es capaz de resistir, hasta que lo someten a la prueba. El castigo, la degradación, la miseria, se superan; un pedazo de pan, puede ser el gozo; un rayo de sol, la felicidad. Llegué a preguntarme entonces sí existías, si alguna vez fuiste verdad. Y ese pan o ese sol compensadores, me gritaban que sí, que lo hermoso habitaba otros lugares, y a veces se acercaba a aquella tierra bestial donde el mundo acababa.
Voy a borrar de mi pizarra, con este pañuelo, con esta música, tanto horror. Desde la ventana veo, a la difusa luz de la madrugada, el solar donde un día estuvo el café, el rincón caliente que tantas veces nos acogiera. Mi habitación, en cambio, permanece igual, como un milagro; más desolada, claro, más sumida en el polvo de los lustros que han pasado. Desde aquí te veía llegar, buscarme, y yo me retrasaba para comprobar cómo lo hacías, para poder decirte luego que me perdonases, que se me había parado el reloj.
He vuelto, Celia, y tú no estás, y el reloj anda, o se para, pero es lo mismo, porque tú no vienes, ni me buscas, tú no te acercas a ese solar, a esas ruinas, a esta ruina de hombre que pasa su mano derecha por el pelo canoso, mientras sujeta con la izquierda el saxo de Phil Woods, hace una seña a Melillo, sonríe a Gilmore, guiña un ojo a Goodwin y a Leahey, y acomete la cadencia inicial, otra vez, y se va hacia delante, para remachar el pasaje de doble compás con los segmentos en tempo de balada. El jazz es libertad y esta banda, como quiere Norman Schwartz, es un demonio de banda, de acuerdo, pero yo estoy atado, no soy libre, y este demonio me atormenta, me sosiega, me reconcilia conmigo, me devuelve lo que fuimos, me ahoga, feroz.
¿Qué ha sido de ti? A veces tengo que convencerme de que esos años que a mí me fueron tallando de nuevo por dentro y por fuera, gastándome por dentro y por fuera, se ensañaron también contigo, y tú no tienes veinte ya, sino sesenta, como yo, y tun melena será de plata y en tus ojos se habrá extinguido la chispa aquella, la estrella aquella; pero acabo diciéndome que no, que tú permaneces igual, como la última noche en que fuimos jóvenes, y nos queríamos, tú con tu pena porque me alejaba, yo con mis falsas esperanzas de vencer, a los tanques y a la vida, a la metralla y a la vida, y regresar victorioso, y abrazarte, con el orgullo de mi heroicidad.
Tú y yo no pudimos oír entonces esta música, Celia. Pero dime que sí, que era esta música la que tocaban aquellos hombres y aquella mujer en el café de enfrente, la música que era como un brazo que pasaba por nuestros hombros, y nos unía más, y nos arropaba, y la gente entraba y salía sin que nos apercibiéramos, y el reposado camarero nos hablaba sin que le respondiéramos, y la cerveza se ponía tibia sobre el mármol pintado y no nos importaba, porque el mundo éramos tú y yo, y la torre que levantábamos era alta y hermosa, esta torre, Celia, cuyos escombros revuelvo, cuyos cascotes acaricio, y en cuya pared sobreviviente me reclino ahora, cuando le devuelvo a Phil el saxofón para que él siga, porque empieza a llover muy despacio, porque empieza a llover mansamente, en el frío clarecer de la mañana febrera.

CARLOS MURCIANO.

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