Estaba
derecha en una triste silla, blanca la cara y mate, cual un nardo
ajado, en medio de la encalada y fría alcoba. Le había mandado el
médico salir al campo, a que le diera el sol de aquel mayo helado;
pero la pobre no podía.
-Cuando
yego ar puente – me dijo - , ¡ya v´usté, zeñorito, ahí ar lado
que ejtá!, m´ahogo...
La
voz pueril, delgada y rota, se le caía, cansada, como se cae, a
veces, la brisa en el estío.
Yo
le ofrecí a Platero para que diese un paseillo. Subida en él, ¡qué
risa la de su aguda cara de muerta, toda ojos negros y dientes
blancos!
…
Se asomaban las mujeres a las puertas a vernos pasar. Iba Platero
despacio, como sabiendo que llevaba encima un frágil lirio de
cristal fino. La niña, con su
hábito cándido de la Virgen de Montemayor, lazado de grana,
transfigurada por la fiebre y la esperanza, parecía un ángel que
cruzaba el pueblo, camino del cielo del sur.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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