miércoles, 30 de septiembre de 2015

NO TE DES POR VENCIDO.

  Piensa que eres vencedor, y que las derrotas son apenas unos obstáculos para adquirir experiencia, y no son fracasos definitivos. Si sufres derrota tras derrota, recuerda que muchos de los grandes genios también las tuvieron. Pero no se desanimaron y persistieron. Si no te das por vencido, ten la seguridad que algún día llegarás a donde quieres ir.

JOSÉ FARID H.

EL LIBRO DE ORO.

-301-
  No basta en una nación las fuerzas sin la unión, ni la unión sin fuerzas.
-302-
  Es cobardía menospreciar la vida, y esfuerzo resistir a grandes desgracias.
-303-
  Nunca te rindas a la fortuna.
-304-
  No hay cosa honesta que no sea útil.
-305-
  No tiene la felicidad cosa semejante a lo que muestra.

SÉNECA.

EL POETA MADURO (1913-1926).


  Instalado de nuevo en Madrid -esta vez en la famosísima Residencia de Estudiantes-, Juan Ramón Jiménez comienza una etapa decisiva en su evolución. Otro hecho fundamental marca estos meses; el poeta conoce a Zenobia Camprubí, con la que inicia un noviazgo que durará tres años. Es la época de composición de libros como Estío -que no aparecerá, sin embargo, hasta 1916- y de la publicación de obras importantísimas que señalan un giro radical en la producción del poeta, sobre todo las tituladas Diario de un poeta recién casado (1917), Eternidades (1918), Piedras y cielo (1919) y Belleza (1923).
En Estío se perciben ya los primeros síntomas de esta evolución nostálgica y apasionada de borrosas figuras femeninas, se actualiza, se hace indagación de una realidad presente; y, por otra parte, esa mujer única comienza a ser identificada, como bien perfecto al que se aspira, con la poesía, como se advierte ya en el poema con que comienza el libro:

Pasan todas, verdes, granas...
Tú estás allá arriba, blanca.
Todas, bullangueras, agrias...
Tú estás allá arriba, plácida.
Pasan arteras, livianas...
Tú estás allá arriba, casta.

Diario de un poeta recién casado (1917), escrito en gran parte durante el viaje a Estados Unidos, adonde Juan Ramón acudió para casarse con Zenobia, supone un avance considerable con respecto a la obra anterior. ¨Es mi mejor libro¨, escribiría el poeta muchos años después. Aún dejando aparte esta preferencia del autor, lo cierto es que el Diario abre nuevas perspectivas en la poesía juanramoniana y explora temas y formas que luego aprovecharán muchos poetas de la generación del 27.

RICARDO SENABRE SEMPERE.

martes, 29 de septiembre de 2015

EL LIBRO DE ORO.


-291-
  Más difícil es vencernos a nosotros que a nuestros enemigos.
-292-
No es vileza lo que se hace por no poder más.
-293-
Ninguno, si no se compara, es desdichado.
-294-
No hay cosa, por chica que sea, en que no quepa virtud.
-295-
Para hacer mal, poco tiempo basta.

SÉNECA.

CABALLERO GRAN CRUZ DE ISABEL LA CATÓLICA.


     JOSÉ GARCÍA MORENO cuenta con la gran distinción, dignidad superior, de la GRAN CRUZ DE ISABEL LA CATÓLICA, según el Real Decreto de 19 de julio de 1887. Para su familia parece ser que fue concedida por su eficaz actuación y heroico comportamiento en la lucha contra una epidemia en Málaga, una pandemia de gripe, siendo gobernador civil de esta ciudad.

  Si su eterno rival, correligionario y amigo de La Alpujarra, Bueso Bataller, fue nombrado gobernador civil de Almería, García Moreno también lo sería, pero de una plaza más importante; Málaga. Poco conocemos de este periodo, cuyo mandato puede haber durado meses o días, a falta de una investigación en los diarios malagueños de la época y dada la infructuosa búsqueda en los archivos del Gobierno Civil de Málaga.

  Desde luego, los documentos encontrados en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores no parecen confirmar esta hipótesis, y el nombramiento de gobernador civil puede haber sido posterior a 1887.

  Hasta hoy ningún orgiveño ha sido condecorado con tan alta distinción. La orden fue creada por Fernando VII el 24 de marzo de 1815. En ella hay tres clases de individuos; grandes cruces, comendadores y caballeros. Las insignias de las grandes cruces son: banda de seda blanca ancha terciada del hombro derecho al izquierdo, con dos fajas de color de oro, no distantes de sus cantos, con un espacio igual al mismo filete, uniendo los extremos de dicha banda un lazo de cinta angosta de la misma clase de que pende la cruz, que es de oro, coronada con corona olímpica, formada de cuatro brazos iguales, esmaltada de color rojo; en su centro hay sobrepuesto un escudo circular con las dos columnas y globos que representan las Indias, enlazadas con una cinta y cubiertos con una corona imperial, llenando el campo del escudo los rayos de luz, que partiendo de los mismos globos se extienden en todas direcciones. En el exergo, y sobre campo blanco, hay la siguiente leyenda en letra de oro: ¨A LA LEALTAD CRISOLADA¨. Por el reverso es lo mismo, con la diferencia que en él se lee ¨POR ISABEL LA CATÓLICA, FERNANDO VII¨, puesta la primera parte en la mitad superior del exergo y el nombre del rey en el centro, al escudo, sobre campo azul en cifra de oro, coronada de corona real. Llevan también las grandes cruces placa de oro de la misma forma que la cruz e igual esmalte en el escudo, más el semicírculo superior del exergo lo ocupa la leyenda del anverso y la inferior la del reverso, colocando en el centro de aquélla la cifra coronada del nombre del rey.

  García Moreno está, pues, en posición de la dignidad superior de esta Orden. Si el reconocimiento de GRAN CRUZ DE ISABEL LA CATÓLICA distinción de oro que fue fundida en Granada, en plena Guerra Civil, para su donación a la causa nacional- fue conferida por su arrojo y valor, no es menos cierto que este hombre -también CABALLERO CUBIERTO ANTE EL REY- tenía una humanidad y bondad inconmensurable, además de gozar de las simpatías de todos los orgiveños. Siempre se preocupó de los enfermos del pueblo, de los más débiles, a quienes tuteaba y les preguntaba por su salud, además de enviar víveres, comida y ropa de todas clases. En ocasiones, sobre todo en Navidad y verano, en la puerta de su casa se aglomeraban decenas de pobres en fila para pedir limosna.

  Su sobrino, el notario y decano del Colegio Notarial de Granada, José García Trevijano, también siguió con esta práctica de dar limosna a los pobres de Órgiva y de otros pueblos cercanos de la Alpujarra que a su casa llegaban, formándose largas colas de más de cien metros, que los mayores meditaban y nosotros de niños aún hoy traemos a la memoria. Pocos ya recuerdan a estas ilustres personas, muy ricas, pero comprometidas con la pobreza de la comarca. Hombres buenos que descansan en el cementerio viejo de Órgiva, tributándoles a su tumba sólo una mirada de respeto, que debería de ser siempre de admiración y cariño por la labor humanitaria que siempre realizaron.


  Una de las muchas anécdotas que hoy podemos narrar de José García Moreno y que resume su caballerosidad, su protección frente a los débiles, ocurrió durante un frío invierno de los muchos que acontecen o sobrevienen en nuestro pueblo.


  Uno de los labradores que trabajaba en las fincas de García Moreno acudió a la casa del prestigioso político, para solicitarle una ayuda económica. Era la hora de la sobremesa y el matrimonio estaba sentado alrededor de la mesa-camilla, con el típico brasero de la comarca, que imaginamos de ascuas de leña y tapado parcialmente con cenizas. Al abrir la puerta el mayordomo de García Moreno le preguntó que deseaba:

  Venía a hablar con el señorico don José, para pedirle el favor de un adelanto económico.


  El matrimonio oyó la conversación y García Moreno hizo una señal para hacer pasar al bracero, mientras su mujer una y otra vez le pisaba el pie para que no accediera a la petición de aquel trabajador.

  El diputado provincial era una persona que siempre tuteaba a los orgiveños, aunque nadie en el pueblo lo hacían con él, infundía autoridad, además de respeto y cariño a la vez:

  ¿Qué pasa Antonio? ¿Qué te sucede?, dijo García Moreno.


  El jornalero con su sombrero quitado y tras hacer varias reverencias, inclinando su cabeza, como entonces era costumbre con las personas ricas, los terratenientes, le dijo:

  Señor, vengo a pedirle adelantadas nueve pesetas, no tengo nada de dinero y mi mujer está muy enferma. Las necesito para ir a Granada. A cambio señor de los trabajos pendientes... añadió.


  La esposa de García Moreno no cesaba de pisarle el pie y cansado ya de sus pisotones y de su aplastante negativa, se levantó y mirándola le dijo:

  ¡No me pises más! Si este hombre viene a pedirme nueve pesetas es porque las necesita. Antonio, toma cinco duros y no me los devuelvas.


  A continuación le acompañó a la puerta, algo inusual en aquella época, y le despidió deseándole lo mejor para su esposa y añadió:

Si necesitas más no dudes en pedírmelo.


  Esta anécdota contada una y otra vez por María Trevijano, después del fallecimiento de García Moreno, revela la condición humana de la gran figura de Órgiva. Sobran nuestras palabras.

  También protegió, como no, a su familia. García Moreno era el gran patriarca de todos sus primos, que le adoraban y obedecían como si de un padre más se tratase. Un ejemplo de generosidad que, salvo el notario Antonio García-Trevijano, no se ha vuelto a repetir en Órgiva, tal vez aprendido de su amigo y jefe político Práxedes Mateo Sagasta. A su muerte los primos saldrían del entorno de la casa, ya no contarían con la protección e influencia de su viuda.

JUAN GONZÁLEZ BLASCO.


lunes, 28 de septiembre de 2015

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI.

XLVIII
  -¿La policía sigue alguna pista? -preguntó el señor Kipling.
-No dicen nada.
-¿Y usted qué piensa?
-¿Yo...? Estoy completamente desconcertado... con esta mierda de vida. No comprendo, no comprendo nada.
Umberto echó una mirada retrospectiva y todo su pasado apareció en su mente. Hechos puntuales, segundos aquí y allá, todo había girado en torno a esos pocos instantes.
¨¿Por qué me tiene que ocurrir todo esto a mí?¨.
-No es lógico lo ocurrido. Por un lado, dos hombres asaltan en la planta superior la caja de la cafetería al mismo tiempo que abajo otros dos están atracando la caja de la librería. Parece ser que una mujer los esperaba en la misma puerta con un coche en marcha. Lo hacen perfecto, profesionales, diría cualquiera. El objetivo rápido y fácilmente cumplido. Poca investigación, otro atraco más... ¿Y se complican la vida matando a dos clientes a sangre fría solo porque Paolo los mira?
-El pobre se siente culpable, aunque yo le diga y le repita que no. Hasta que no lo resuelva por él mismo... -Umberto hizo un movimiento negativo con la cabeza-. Por las noches se despierta gritando, llorando, reviviéndolo todo. Ahora está durmiendo conmigo.
-¿Se considera culpable?
-Sí.
-La verdad es que la gente comentaba a los que llegaban una y otra vez la misma historia, que el niño se quedó mirando a uno de los atracadores, desafiándolo, y entonces este..., él lo escuchó todo.
-Y a saber si ese fue el motivo, pero eso no es lo que me importa ahora mismo. Las muertes ya no tienen remedio, y Paolo no debe sufrir como... -¨Yo¨, estuvo a punto de decir.
-Si realmente son profesionales, el objetivo no era el atraco.
-El señor Kipling no le quiso decir a Umberto la impresión que le dio el estar de Violeta unos minutos antes de que ocurriera la tragedia, ¿para qué añadir una preocupación más?, y menos una duda sobre su pareja estando esta ya fallecida; pero allí ocurría algo, ¿cómo hacérselo ver sin decírselo?-. ¿Quién era el hombre con el que compartía mesa?
-Un cliente de la empresa donde trabajaba Violeta.
-¿Usted lo conocía?
-No.
-Según dicen los periódicos, debía ser uno de los clientes más importantes, habida cuenta de la fortuna que tenía, y sin familia... Qué extraño...
-¿Por qué?
-No sé, no abunda mucha gente así.
-Con esa fortuna es posible, pero solos en la vida..., yo mismo tengo solo a Paolo, y usted no creo que me saque mucha ventaja.
-Oh, disculpe.
-No, no pasa nada, pero no le comprendo, que otra persona me diga eso, pues..., bien..., pero, precisamente usted..., salvo que me quiera decir otra cosa, en cuyo caso le rogaría que fuera más claro.
-No sé a qué se refiere...
-Me refiero a que me ha preguntado que quién era el hombre que compartía la mesa con Violeta y Paolo cuando, a continuación, usted sabía quién era.
-Sólo sé lo que ha salido en los periódicos.
-Usted sabe perfectamente lo que quiero decir.
Había captado rápida y perfectamente sus segundas intenciones. El señor Kipling dio marcha atrás. Recordó la actitud de Violeta en otra ocasión. Mejor no entrar sin tener las cosas muy claras. Añadiría más perplejidad a una persona en esas circunstancias, lo podía distraer de lo más importante, la atención a su hijo.
ANTONIO BUSTOS BAENA.

LOS ALBORES DE UN POETA (1887-1900).


  Se traslada Juan Ramón a Sevilla, donde inicia estudios de pintura con Salvador Clemente, al mismo tiempo que se matricula en el curso preparatorio de Derecho. De esta época data su amistad con el gran pintor Daniel Vázquez Díaz también onubense, a quien se deben tres admirables retratos del poeta. En 1898 y 1899, Juan Ramón publica diversas composiciones en las revistas El gato negro, de Barcelona, Vida Nueva, de Madrid, y El Programa, editada en Sevilla. Intensifica la lectura incesante de poetas como Rubén Darío, Villaespesa y Salvador Rueda, y se adentra en el conocimiento de autores franceses, entre ellos Victor Hugo y Lamartine. La vocación literaria es cada vez más firme y Juan Ramón decide abandonar sus estudios de Leyes, sin que su familia se oponga. Una circunstancia minúscula, pero decisiva para él, reafirma los propósitos del poeta; el propio Juan Ramón ha contado cómo, a raíz de la publicación de un poema en Vida Nueva.

Recibí una tarjeta postal de Francisco Villaespesa (...) en la que me llamaba hermano y me invitaba a ir a Madrid, a luchar con él por el modernismo (…) Y la tarjeta venía firmada también ¡por Rubén Darío! ¡¡Rubén Darío!! (…) Era para mí como si el sol grana que yo veía romper, cada aurora, en mi caballo galopante, los blancores crudos y mates de los pinos de mi Fuentepiña, se me hubiese metido en la cabeza. Yo modernista, yo llamado a Madrid por Villaespesa con Rubén Darío; yo 18 años y el mundo por delante, con una familia que alentaba mis sueños y que me permitía ir adonde yo quisiera. ¡Qué locura, qué frenesí, qué paraíso!
En 1900 llega Juan Ramón Jiménez a Madrid, donde se hospeda en una pensión de la calle Mayor. Durante unos meses escribe, asiste a tertulias con jóvenes autores como Valle-Inclán o Villaespesa, y concluye la preparación de un nutrido conjunto de poemas, que proyecta publicar bajo el título Nubes. Villaespesa le sugiere que la extensión del texto aconseja dividirlo en dos libros, y Juan Ramón accede. Se publican, así, Ninfeas y Almas de violeta, ambos en 1900, y avalados por un soneto de Rubén Darío y un prólogo de Villaespesa, respectivamente. El designio estético de Juan Ramón y su voluntad innovadora alcanzan a la misma confección material de ambos volúmenes: Ninfeas está íntegramente impreso en tinta verde, y Almas de violeta en color morado. De este modo, el aspecto externo de las obras -tan exquisitamente cuidado por los primeros modernistas- proclamaba ya el propósito del joven poeta de romper con los moldes establecidos, incluidos los usos tipográficos habituales.
En cuanto al contenido, se trata de poemas de un erotismo enfermizo, con frecuencia unido a motivos fúnebres, claramente manifestados en la elección de las imágenes; la bruma vespertina va

extendiendo su sudario ceniciento,
su fatídica mortaja,
sobre el cuerpo agonizante de la tierra;

las sombras,

como fría y negra tapa
de una tumba, van pesando formidables
sobre el tétrico sepulcro de mi alma;

o se habla de ¨los sepulcros de los días que murieron¨. Las niñas muertas, la enfermedad, la tensión entre los anhelos espirituales y la exaltación carnal son motivos que revelan un mundo peculiar, de estirpe romántica, tratado con una gran variedad de formas métricas y con un léxico característico del primer modernismo -el ¨azur¨, el ¨dulce quejido epitalámico¨, la ¨veste de oro¨, la ¨nívea canción¨-, e incluso con alguna experimentación verbal poco afortunada, como ¨la nacárea nave¨. Se tratas de un mundo poético todavía en embrión -aunque algunos de sus ingredientes perdurarán hasta mucho más tarde-, pero con acentos muy personales, y no resulta extraño que esta lírica doliente y apasionada suscitara el interés de Villaespesa y de Rubén y diese a Juan Ramón una rápida notoriedad entre los círculos de escritores jóvenes que tanteaban nuevos caminos para la poesía española, espoleados por el modelo deslumbrante de Rubén Darío.
Pero 1900 no es sólo el año de los primeros libros, sino también de otros acontecimientos menos jubilosos; la muerte del padre y, como consecuencia, la primera crisis depresiva del poeta, a la que seguirán otras muchas en etapas posteriores.

RICARDO SENABRE SEMPERE.

domingo, 27 de septiembre de 2015

MAKTUB.


  Un hombre caminaba por un valle de los Pirineos cuando se encontró con un viejo pastor. Compartió su comida con él y pasaron un largo rato conversando sobre la vida. El hombre decía que, si creyese en Dios, tendría que creer también que no era libre, ya que Dios dirigía cada uno de sus pasos. Entonces el pastor lo llevó hasta un desfiladero donde se podía escuchar, con toda nitidez, el eco de cualquier ruido.
-La vida son estas paredes y el destino es el grito de cada uno -dijo el pastor-. Todo aquello que hagamos será llevado has Su corazón, y nos será devuelto de la misma forma.
¨Dios acostumbra a actuar como el eco de nuestras acciones.¨

PAULO COELHO.

DON JUAN FERMÍN DE PLATEROS...


A Emilio Prados

Don Juan Fermín de Plateros
baja la sierra en su jaca,
dos luceros en los ojos
y una zozobra en el alma.


Una garrocha en el hombro,
cuatro herraduras de plata
y en la sombra del caballo
una acollarada galga.


No contesta a la perdiz
que tartamudea en las matas,
ni al arroyo que se ríe
sobre las chinas lavadas.


Don Juan Fermín de Plateros
cesa en esta cabalgada,
que del mundo se retira
cuando se apee de su jaca.


Ni a Bailén de guerrillero,
ni a la plaza a quebrar cañas,
ni a la fuente a robar besos
de colmeneruelas mansas.

Ni a derribar toros bravos,
ni a reñir en las posadas
entre una jarra de vino
y una mesonera en jarras;
que en la curva de su vida
puso un punto. Voz le llama.
De esquila voz. De suave
divina esquila afilada,
que tañe entre sus pecados
en la torre de su alma.
(Romances del 800, 1927-1929)

FERNANDO VILLALÓN.

sábado, 26 de septiembre de 2015

HAN DESCUAJADO UN ÁRBOL...


Han descuajado un árbol. Esta misma mañana,
el viento aún, el sol, todos los pájaros
lo acariciaban buenamente. Era
dichoso y joven, cándido y erguido,
con una clara vocación de cielo
y con un alto porvenir de estrellas.
Hoy, a la tarde, yace como un niño
desenterrado de su cuna, rotas
las dulces piernas, la cabeza hundida,
desparramado por la tierra y triste,
todo deshecho en hojas,
en llanto verde todavía, en llanto.
Esta noche saldré -cuando ya nadie
pueda mirarlo, cuando ya esté solo
a cerrarle los ojos y a cantarle
esa misma canción que esta mañana
en su pasar le susurraba el viento.

(Poemas de Punta del Este, 1945-1956)

RAFAEL ALBERTI.

TERAPIA CONTRA LA AVARICIA.

     Era un monarca sumamente ambicioso y rapaz. Un día estaba paseando por los descomunales jardines de su fastuoso palacio y de súbito se dio cuenta de que ante él aparecía un mendigo. El rey percibió en seguida que el hombre no era peligroso e incluso exhalaba una atmósfera de quietud, por lo que se dirigió a él y le preguntó:
    -¿Qué haces aquí?
  El pordiosero presentó lo que parecía una escudilla ante el monarca y le dijo:
   -Tú eres uno de los hombres más ricos del mundo, pero siempre quieres más. Si puedes llenar mio escudilla con monedas de oro, te diré cómo conseguir un fabuloso tesoro.
   El rey pensó que nada tenía que perder y su avidez le dijo que por qué no probar. Llamó a uno de sus asistentes y le ordenó que trajera una bolsa de monedas de oro. Una vez la tuvo en sus manos, la abrió y comenzó a echar monedas en la escudilla. Ante su sorpresa, no pudo llenarla. Exigió que le trajeran entonces un saco lleno de ellas y comenzó a verterlas sobre la escudilla, pero ésta seguía vacía. Trajeron varios sacos de monedas de oro y sucedió lo mismo. El monarca ordenó que trajeran todos los tesoros del reino y todos los engulló la escudilla. Desesperado, preguntó.
    -¿Por qué no logro llenar tu miserable escudilla?
    El pordiosero se encaró al monarca y le dijo:
    -Eres más mendigo que yo, mucho más.
    El rey estaba estupefacto. Entonces el mendigo dio la vuelta a su escudilla y resultó que ésta, por el otro lado, era un cráneo humano.
    -¿Te das cuenta, señor? Así es el ser humano. Por mucho que le des, nunca está satisfecho y continúa sintiéndose interiormente vacío. Nada puede saciar su voracidad; nada puede llenar su vacío interior.
    -¡Eres un mago! -vociferó el monarca-. Te haré ahorcar.
    -Te equivocas, señor. No soy más que un pobre ermitaño, sólo eso, pero este cráneo-escudilla sí es mágico, porque fue el cráneo de un gran demiurgo. Él refleja perfectamente cómo es la cabeza  del llamado ser humano; siempre pidiendo más, ansiando más, esperando más. ¿De que sirve ser un monarca si tu mente es mucho más pobre que la de un mendigo?
    Entonces el rey tuvo un destello de comprensión profunda. Efectivamente, él había sido siempre el más mendigo de los mendigos.

REFLEXIÓN

    Una de las raíces latentes más persistentes y nocivas de la mente es la avidez en todas sus formas, que da por resultado el apego y el aferramiento, la voracidad y la insatisfacción.
      Por apego, la persona es capaz de recurrir a la explotación y a la usura, a la violencia y al engaño. Es una energía muy destructiva. Del mismo modo que una hoguera no se extingue arrojándole cada vez más leña o la sed no se sacia ingiriendo más y más pescado en salazón, así la avidez no tiene fin y la persona quiere poseer siempre más de lo mismo y al mismo tiempo de todo.
     El entendimiento profundo de la transitoriedad, la completitud interior y la madurez emocional, la práctica de la meditación, el recordatorio de la muerte, y el despliegue de las mejores energías de compasión y generosidad van mitigando el apego y la avidez. El apego es una atadura mental terrible e identifica a la persona de tal modo con el objeto de apego que ésta deja de ser ella misma y se enceguece. El apego es manantial de miedo y de sufrimiento. El que se libera de la avidez, se libera también de mucho miedo y de mucho dolor.

RAMIRO A. CALLE.
    
     
   
   

viernes, 25 de septiembre de 2015

EL ÉXITO DEBE SER INTEGRAL.


  Cuando se habla del éxito algunos suponen que el mismo significa la adquisición de bienes materiales, popularidad, fama y grandes lujos. Otros piensan que el éxito consiste en coronar una carrera profesional, disfrutar de un hogar feliz, gozar placeres carnales, etc. Aunque cada persona puede establecer en qué consiste su éxito, sin embargo, soy de la opinión que para tener verdadero éxito éste debe ser integral, porque sólo así hay felicidad.

JOSÉ FARID H.

BUENOS DÍAS, AMOR.

II

Quiero oír ¨MI AMOR¨ tu voz y que me hables
Iluminando la habitación de tu alegría,
Una vez más, desayunando besos con sabores.
Abrazándonos, cruzándonos como dos cables,
Logrando así que salten chispas todo el día
Para conseguir fundir, las horas de dolores.


Seguro ¨mi amor¨ vendrán tiempos mejores
Tenerte a ti, es notar sentirme vivo
Avanzando juntos ¨mujer¨, lo más importante
Aprendiendo amiga mía de los errores.
Déjame estar preso de ti, ser tu cautivo
Dame cuatro pases y humillo tu capote.


Es mirarte ¨mi amor¨ y alzar el vuelo
Tu vida es mi alimento, el tierno pan
En silencio te admiro, sólo cual canalla.
Tú, pincel que perfilas alas en el cielo,
Yo, espátula que arranca el alquitrán
Que mancha ensuciando la costa y la playa.


La verdad ¨mi amor¨sabes que te quiero
En la tierra, en el agua y en el cielo.
Te pido, que no me guardes nunca rencor
Por no estar y por no ser tu amor primero,
Pues cuando envejezca y no tenga pelo
Mi deseo será darte, los buenos días ¨amor¨.

Marzo de 2003.

JUAN MARCOS CLIMENT CARBONELL.





jueves, 24 de septiembre de 2015

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI.

XLVII

A Violeta se le estremeció todo el cuerpo, algo extraño recorrió todo su ser haciéndola temblar, la palidez inundó su rostro. Había quedado inmóvil, solo una mano buscó su vientre. Enrico llegaba.
-Hola.
Aterrada, consiguió dar la vuelta y casi corrió hasta la mesa. Se sentó. Instintivamente volcó el cuerpo el cuerpo hacia Paolo, pasó la otra mano por el hombro atrayéndolo, recogía a sus dos hijos.
Se acercó.
-¿Qué quieres? -preguntó asustada.
-No te voy a preguntar si me puedo sentar. -Eso fue exactamente lo que hizo-, ¿Y bien?
La miraba fijamente. Ella guardaba silencio, notó que su hijo le quitaba la mano del hombro, fue entonces cuando reparó en su gesto protector y delator.
Paolo recordó al hombre, sus ojos, y en ese instante se puso más alerta aún.
¨Son los ojos del sueño, este es el hombre que quiere matar a mi padre, existe y es real¨.
Enrico Cacciatore trató de mantener una sonrisa y una actitud que no fueran agresivas. La pregunta, el silencio y su mirada demandaban una explicación.
Y Violeta le dio una respuesta.
-No tengo nada que decirte -dijo mirando a un lado, abriendo desmesuradamente los ojos.
El señor Kipling apareció por el pasillo que lo traía de los estantes llenos de libros. Se acercó al mostrador para pedir un café. Los vio. Apreció unas expresiones desconocidas hasta entonces en el rostro de Violeta y Paolo, sobre todo en el de ella. Ese miedo profundo que se expresa en el semblante y la mirada de los que, desarmados, van a ser apaleados por una turba imparable. Algo grave pasaba, y lo relacionó con Paolo. No le extrañó que estuvieran sin Umberto, igual no quería que se preocupara por lo que fuera, ella era capaz de solucionarlo sin él.
No quería que lo vieran, podía molestar. Tomó el café y volvió a perderse por la librería.
Enrico Cacciatore movió afirmativamente la cabeza, inspiró profundo al tiempo que pestañeó repetidamente.
-¿Terminaste de cobrar la parte aplazada en la venta de tus acciones?
-Sí, te doy las gracias por tu espera.
-Bien, bien, otro asunto concluido, así que tengo las manos libres de actuar como considere, ¿no?
-Sí.
Pero eso no era lo que le interesaba en aquel momento, la cuestión era bien distinta. Cambió de estrategia, se concentró en el hijo.
-Y tú, pequeño..., ¿cómo te llamas?
A Violeta le pareció cruel lo que, intuyó, pretendía Enrico. Contuvo la respiración, cerró los ojos, su cuerpo no respondía, sintió temblores incontrolados en el rostro. Tenía las dos manos recogiendo su vientre, como si estuviera protegiendo al hijo que llevaba en las entrañas y este a su vez le estuviera dando fuerzas desde allí. El temido momento guardado durante años en lo más profundo de su ser, que esperaba que nunca ocurriera, se estaba produciendo y de la peor manera posible, como nunca había pensado, con Paolo presente.
Sin embargo, este mantenía la calma y, no solo eso, no sentía miedo, era capaz de hacerle frente a quien deseaba que su padre muriera. Callaba.
-Y tú, pequeño..., ¿cómo te llamas? -repitió Enrico Cacciatore.
-No soy pequeño.
Era la misma actitud, mirada fija y seriedad, la del pequeño Di Rossi y Enrico, solo que el niño parecía el más seguro de los tres que se sentaban alrededor de aquella mesa.
-Ya, no eres pequeño, es verdad, ¿qué edad tienes, siete años?
-Sí, señor.
-¿Y me puedes decir tu nombre?
Esperó unos instantes. Además de las pretensiones que vio en el sueño, había algo más que intuía en la actitud de aquel hombre. Finalmente contestó reafirmando su seguridad y su estirpe.
-Di Rossi.
-Bien..., bien.
-¿Y sabes quién soy yo?
-Por favor, Enrico -intervino la madre volviendo a pasar una mano por el hombro de Paolo, se volvía a aferrar s sus hijos.
El pequeño Di Rossi y Enrico Cacciatore no pudieron ver los ojos de súplica de Violeta. Las lágrimas aparecían. El hombre solo se fijó en la seguridad del niño, que volvía a quitar la mano de su hombro.
-Sí, señor.
La contestación sorprendió a los dos adultos. Violeta se secó los ojos.
-Dime, ¿quién soy?
De nuevo la respuesta del pequeño Di Rossi se hizo esperar, aunque no mucho. En ese instante Violeta intentaba recuperarse, concentrarse, no pensaba en la respuesta que iba a dar el hijo, sino en parar la contestación que vendría a continuación por parte de Enrico. Se veía claramente que iba dispuesto a todo, que la diplomacia y el guardar las formas, aunque hubiera un niño de por medio, no iba a ser lo que le detuviera esa tarde.
-El hombre que tiene los ojos igual que yo.
¨Quiero que mueras¨, pensó a continuación afilando la mirada.
Violeta suspiró.
Notó el soplo de aire de su madre sobre él.
¨Quiero que mueras¨. ¨¡Quiero que mueras!¨. ¨¡¡¡Quiero que mueras!!!¨, repetía mentalmente el pequeño Di Rossi.
Los preparativos de defensa y demás pensamientos de Violeta desaparecieron de pronto. Miró sorprendida a su hijo. No pudo apreciar cómo Enrico Cacciatore levantaba la barbilla y afinaba también la vista. Y es que quería a toda costa un hijo, pero no tenía ni idea de cómo eran los niños a los siete años de edad, su nivel de comprensión del mundo de los mayores, y si la contestación que le había dado guardaba una segunda intención.
¨Es muy pequeño para eso¨.
-¿Y eso tiene para ti alguna explicación?
-Sí.
¨¡¡¡Quiero que mueras!!!¨.
-¿Cuál?
Violeta contuvo la respiración.
Paolo no consiguió repetir ese pensamiento que deseaba se convirtiera en realidad. Le daba igual como fuera, un rayo caído del cielo como había visto en imágenes bíblicas. Sin embargo no pudo, le distraía la mirada del hombre que en aquel momento le decía otra cosa. Y el pequeño Di Rossi, como siempre, comprendió.
-¿Cuál?-insistió Enrico Cacciatore.
-Que no llegaré a ser tan alto como mi padre.
De nuevo notó el soplo de aire de su madre sobre él.
Enrico Cacciatore se sintió clavado al asiento. Quiso decir algo, pero no pudo. Apenas reaccionó cuando escuchó el silencio que se había producido a su alrededor. Al igual que Violeta y su hijo, estaba concentrado en la conversación. La imagen de una pistola negra en la mano de un hombre vestido de oscuro, encapuchado, que solo dejaba a la vista los ojos y la boca, le trasportó de inmediato al mundo que le rodeaba.
La empleada de la cafetería se separaba de la caja.
-No te vayas, ábrela.
Todos estaban pendientes de la escena. Fue cuando el pequeño Di Rossi aprovechó para mirar alrededor. Todos sentados menos otro atracador que permanecía de pie pendiente de los clientes, también pistola en mano, vistiendo de forma similar, pero este era más alto y delgado. Se fijó en las cejas.
¨Moreno¨.
Buscó al otro, más bajo, pero ancho y corpulento, ojos claros, cejas anchas de pelo fuerte.
¨Entre rubio y pelirrojo¨.
Oyó cómo una mujer comenzó a llorar y pudo apreciar el reflejo de miedos desmesurados en algunos de los clientes. Algunas personas apartaban la mirada, como queriendo ser ajenos a lo que estaba sucediendo.
El ¨clin¨ de la caja sonó al abrirse. Un cliente de mediana edad y apariencia fuerte miró al atracador que hacía la cobertura. Este parecía que desde el principio se hubiera fijado en él y le estuviera esperando.
-¡No me mires! -gritó dirigiéndose decidido a por él.
El cliente de inmediato volvió la mirada hacia el suelo. Incluso así, el atracador le increpó.
-¡¡No me mires, cabrón!!
Y le metió con el cañón de la pistola en el costado como si le estuviese dando una puñalada. El hombre cayó al suelo retorciéndose de dolor y reprimiendo el quejido.
-¡Pequeño, tú tampoco!
El pequeño Di Rossi permaneció mudo. No le iba a decir que no era pequeño y desafiarle, pero no desvió su mirada, directa, con la cabeza levantada.
-¡¡¡Te he dicho que no me mires!!! -gritó enfurecido exageradamente, tanto que saltó saliva de su boca.
Paolo bajó la mirada, recapacitaba, había detectado algo raro, una contradicción entre el énfasis de la voz y la expresión de los ojos. Pensó en el gesto de la boca, aquel hombre sonreía. Fue solo un par de segundos. Cuando fue a levantar la cabeza de nuevo, la mano protectora de su madre le tapó la vista y lo retuvo contra su cuerpo. Siempre recogiendo a sus dos hijos. Instintivamente, Paolo cerró los ojos al tiempo que escuchaba su voz de súplica.
-Por favor, por favor, es un niño.
¨¡Tac!¨.
En el silencio, Paolo oyó un zumbido en el oído que cada vez se volvía más agudo y molesto, casi al mismo tiempo que escuchaba gritar algo al hombre que se había sentado frente a ellos.
¨¡Tac!¨, de nuevo.
Un golpe seco.
¡Tac!, otro disparo. ¡Tac!, otro más.
El zumbido se convirtió en dolor de tímpanos. Escuchó voces que se alejaban.
-¡Vayámonos, vayámonos! ¡Ya está!
Notó que su madre se relajaba tanto que su brazo pesaba, lo apartó, no ofreció resistencia. Nunca había visto aquella expresión en sus ojos, y de inmediato supo que algo grave pasaba.
-¡Mamá! ¡¡Mamá!!
¨¡¿Por qué miran así sus ojos?!¨.
Buscó por su cuerpo y vio dos pequeños rotos en el anorak, en el centro del pecho. Allí estaba la causa de que estuviera así; pero no, no era real, era solo un sueño, y en el sueño su madre tosió débilmente mientras él la volvía a mirar y ella le intentó sonreír. No pudo, se le iba la imagen de su hijo, de su cara llena del mayor pánico que pudiera expresar en su rostro un niño. Paolo, su pequeño Di Rossi, con lo inexpresivo que era.
Intentaba despertarse, pero no podía. Su madre le quería hablar en aquel sueño, el peor que nunca había tenido.
-Paolo, tu padre no debe saber nada, ¿comprendes?
-Sí, mamá.
Y Paolo lo comprendió todo: no podía desear la muerte de otra persona sin que le afectase también a un ser querido. Eso fue lo que aprendió al mismo tiempo que su madre comenzaba a marcharse.
Las lágrimas llenaban sus ojos y mejillas, algunas cayeron sobre el anorak de la madre, Paolo las observó. Puso el dedo sobre una de ellas y notó perfectamente el líquido mientras la angustia entrecortaba su respiración. Si hubiera sido un sueño, ya se habría despertado, pero siguió suplicando con toda su alma que así fuera.
-¡Mamá, no te mueras!
-No voy a morir, hijo, seguiré viviendo..., pero...
-Yo te quiero así.
-No le hables de tus ojos a papá, es lo único que te pido.
-Vale, mamá.
-Os quiero mucho a los dos, a los tres. -Miró a su vientre, aún tenía la mano sujetándolo, esbozó una sonrisa.
-Nosotros también te queremos, mamá.
-Perdóname, hijo.
-No, ¿por qué? Sí, mamá, ¿mamá?, ¿mamá?, ¿mamá? ¡¡¡Mamá!!!
Inmóvil. El cuerpo muerto se inclinó un poco hacia adelante. No tuvo fuerzas para sostenerla, cayó bajo la mesa y Paolo se echó sobre ella. No respiraba. La abrazó. Notó una línea de dolor que le bajaba desde la barbilla rajándole el cuerpo por la mitad. Vio que la mano de su madre ya no protegía el vientre y puso la suya en su lugar. Paolo tampoco podía respirar. El maldito sueño no lo era aunque lo estaba viviendo como si lo fuera. La falta de aire le hizo marearse, no veía con nitidez. Se acercó al rostro de su madre, cara a cara, iba a morir también, no le importaba. Quería y deseaba con todas sus fuerzas morir junto a ella. Escuchó un ruido, una bocanada de aire le dio en los labios, la última exhalación de su madre le devolvía la vida. Y Paolo volvió a respirar.
La gente se acercó, un hombre lo cogió, lo apartaba a la fuerza, y el pequeño Di Rossi pateó y gritó para volver junto a ella. Hicieron falta tres personas para retirarlo, solo consiguió volver la cara para verla. Los ojos de Violeta miraban arriba, hacia algún lado, con la misma expresión que había visto en una ocasión en una pintura de María Magdalena, y tanto le había extrañado que preguntó a su madre por aquel detalle, y ella le contestó que era porque estaba agradecida a Jesús, ya que Él le había perdonado todos sus pecados.
-¡Paolo!
-¡¡Señor Kipling!! ¡¡¡Aaaaahhhhhh!!! -gritó desahogándose cuando vio una cara amiga.
-Por favor, vivo frente a él -dijo agobiado.
Había visto a su vecina y al otro hombre sobre el suelo, varias personas hacían ejercicios de reanimación sobre ellos.
Lo cogió en alto, abrazándolo. La gente movía negativamente la cabeza, incrédulos ante lo que había ocurrido.
-¡¡Mamá!! ¡¡Mamá!! ¡¡Está allí!!¡¡Llévame con ella!!
-No, Paolo, mírame a mí, mírame a mí.
-¡Quiero estar con ella! ¡Por favor, por favor!
El señor Kipling le abrazó con fuerza, bajándole la cabeza sobre su hombro. Percibió en su pecho las sacudidas, la respiración y los espasmos de un Paolo roto.
-Están los dos muertos -se escuchó.
-¿Seguro?
-Sí.
El señor Kipling notó una mano sobre su espalda, se volvió, el pequeño Di Rossi también lo hizo. Un hombre que no conocían les miró moviendo negativamente la cabeza. Después habló.
-Lo siento, todo ha terminado, pequeño.
En un segundo notó cómo Paolo se tranquilizaba, respiró varias veces profundamente.
-Señor Kipling, por favor, bájeme, yo ya no soy pequeño.

Subió las ventanillas. El Toyota con un faro roto se puso en marcha de nuevo nada más ver salir a los cuatro hombres de la librería y subirse en el automóvil que esperaba apostado, en doble fila y con el conductor al volante.
No sabía cuál era la situación exacta. Había escuchado los disparos, la suerte estaba echada. Él solo tenía que continuar haciendo su trabajo, hacerse cargo del negocio, como tantas veces en ausencia de Enrico Cacciatore.

ANTONIO BUSTOS BAENA.