XLVII
A
Violeta se le estremeció todo el cuerpo, algo extraño recorrió
todo su ser haciéndola temblar, la palidez inundó su rostro. Había
quedado inmóvil, solo una mano buscó su vientre. Enrico llegaba.
-Hola.
Aterrada, consiguió dar la
vuelta y casi corrió hasta la mesa. Se sentó. Instintivamente volcó
el cuerpo el cuerpo hacia Paolo, pasó la otra mano por el hombro
atrayéndolo, recogía a sus dos hijos.
Se acercó.
-¿Qué
quieres? -preguntó asustada.
-No te voy a preguntar si me
puedo sentar. -Eso fue exactamente lo que hizo-, ¿Y bien?
La miraba fijamente. Ella
guardaba silencio, notó que su hijo le quitaba la mano del hombro,
fue entonces cuando reparó en su gesto protector y delator.
Paolo
recordó al hombre, sus ojos, y en ese instante se puso más alerta
aún.
¨Son los ojos del sueño, este
es el hombre que quiere matar a mi padre, existe y es real¨.
Enrico
Cacciatore trató de mantener una sonrisa y una actitud que no fueran
agresivas. La pregunta, el silencio y su mirada demandaban una
explicación.
Y Violeta le dio una respuesta.
-No tengo nada que decirte
-dijo mirando a un lado, abriendo desmesuradamente los ojos.
El
señor Kipling apareció por el pasillo que lo traía de los estantes
llenos de libros. Se acercó al mostrador para pedir un café. Los
vio. Apreció unas expresiones desconocidas hasta
entonces en el rostro de Violeta y Paolo, sobre todo en el de ella.
Ese miedo profundo que se expresa en el semblante y la mirada de los
que, desarmados, van a ser apaleados por una turba imparable. Algo
grave pasaba, y lo relacionó con Paolo. No
le extrañó que estuvieran sin Umberto, igual no quería que se
preocupara por lo que fuera, ella era capaz de
solucionarlo sin él.
No
quería que lo vieran, podía molestar. Tomó el café y volvió a
perderse por la librería.
Enrico
Cacciatore movió afirmativamente la cabeza, inspiró profundo al
tiempo que pestañeó repetidamente.
-¿Terminaste de cobrar la
parte aplazada en la venta de tus acciones?
-Sí, te doy las gracias por tu
espera.
-Bien,
bien, otro asunto concluido, así que tengo las manos libres de
actuar como considere, ¿no?
-Sí.
Pero eso no era lo que le
interesaba en aquel momento, la cuestión era bien distinta. Cambió
de estrategia, se concentró en el hijo.
-Y tú, pequeño..., ¿cómo te
llamas?
A
Violeta le pareció cruel lo que, intuyó, pretendía Enrico. Contuvo
la respiración, cerró los ojos, su cuerpo no respondía, sintió
temblores incontrolados en el rostro. Tenía las dos manos recogiendo
su vientre, como si estuviera protegiendo al hijo que llevaba en las
entrañas y este a su vez le estuviera dando fuerzas desde allí. El
temido momento guardado durante años en lo más profundo de su ser,
que esperaba que nunca ocurriera, se estaba produciendo y de la peor
manera posible, como nunca había pensado, con Paolo presente.
Sin
embargo, este mantenía la calma y, no solo eso, no sentía miedo,
era capaz de hacerle frente a quien deseaba que su padre muriera.
Callaba.
-Y tú, pequeño..., ¿cómo te
llamas? -repitió Enrico Cacciatore.
-No soy pequeño.
Era
la misma actitud, mirada fija y seriedad, la del pequeño Di Rossi y
Enrico, solo que el niño parecía el más seguro de los tres que se
sentaban alrededor de aquella mesa.
-Ya, no eres pequeño, es
verdad, ¿qué edad tienes, siete años?
-Sí, señor.
-¿Y me puedes decir tu nombre?
Esperó
unos instantes. Además de las pretensiones que vio en el sueño,
había algo más que intuía en la actitud de aquel hombre.
Finalmente contestó reafirmando su seguridad y su estirpe.
-Di Rossi.
-Bien..., bien.
-¿Y sabes quién soy yo?
-Por
favor, Enrico -intervino la madre volviendo a pasar una mano por el
hombro de Paolo, se volvía a aferrar s sus hijos.
El pequeño Di Rossi y Enrico
Cacciatore no pudieron ver los ojos de súplica de Violeta. Las
lágrimas aparecían. El hombre solo se fijó en la seguridad del
niño, que volvía a quitar la mano de su hombro.
-Sí, señor.
La
contestación sorprendió a los dos adultos. Violeta se secó los
ojos.
-Dime, ¿quién soy?
De
nuevo la respuesta del pequeño Di Rossi se hizo esperar, aunque no
mucho. En ese instante Violeta intentaba recuperarse, concentrarse,
no pensaba en la respuesta que iba a dar el hijo, sino en parar la
contestación que vendría a continuación por parte de Enrico. Se
veía claramente que iba dispuesto a todo, que la
diplomacia y el guardar las formas, aunque hubiera un niño de por
medio, no iba a ser lo que le detuviera esa tarde.
-El
hombre que tiene los ojos igual que yo.
¨Quiero que mueras¨, pensó a
continuación afilando la mirada.
Violeta suspiró.
Notó el soplo de aire de su
madre sobre él.
¨Quiero que mueras¨. ¨¡Quiero
que mueras!¨. ¨¡¡¡Quiero que mueras!!!¨, repetía mentalmente
el pequeño Di Rossi.
Los
preparativos de defensa y demás pensamientos de Violeta
desaparecieron de pronto. Miró sorprendida a su hijo. No pudo
apreciar cómo Enrico Cacciatore levantaba la barbilla y afinaba
también la vista. Y es que quería a toda costa un hijo, pero no
tenía ni idea de cómo eran los niños a los siete años de edad, su
nivel de comprensión del mundo de los mayores, y si la contestación
que le había dado guardaba una segunda intención.
¨Es muy pequeño para eso¨.
-¿Y eso tiene para ti alguna
explicación?
-Sí.
¨¡¡¡Quiero que mueras!!!¨.
-¿Cuál?
Violeta contuvo la respiración.
Paolo
no consiguió repetir ese pensamiento que deseaba se convirtiera en
realidad. Le daba igual como fuera, un rayo caído del cielo como
había visto en imágenes bíblicas. Sin embargo no pudo, le distraía
la mirada del hombre que en aquel momento le decía otra cosa. Y el
pequeño Di Rossi, como siempre, comprendió.
-¿Cuál?-insistió Enrico
Cacciatore.
-Que no llegaré a ser tan alto
como mi padre.
De nuevo notó el soplo de aire
de su madre sobre él.
Enrico
Cacciatore se sintió clavado al asiento. Quiso decir algo, pero no
pudo. Apenas reaccionó cuando escuchó el silencio que se había
producido a su alrededor. Al igual que Violeta y su hijo, estaba
concentrado en la conversación. La imagen de una pistola negra en la
mano de un hombre vestido de oscuro, encapuchado, que solo dejaba a
la vista los ojos y la boca, le trasportó de inmediato al mundo que
le rodeaba.
La empleada de la cafetería se
separaba de la caja.
-No te vayas, ábrela.
Todos
estaban pendientes de la escena. Fue cuando el pequeño Di Rossi
aprovechó para mirar alrededor. Todos sentados menos otro atracador
que permanecía de pie pendiente de los clientes, también pistola en
mano, vistiendo de forma similar, pero este era más alto y delgado.
Se fijó en las cejas.
¨Moreno¨.
Buscó
al otro, más bajo, pero ancho y corpulento, ojos claros, cejas
anchas de pelo fuerte.
¨Entre rubio y pelirrojo¨.
Oyó
cómo una mujer comenzó a llorar y pudo apreciar el reflejo de
miedos desmesurados en algunos de los clientes. Algunas personas
apartaban la mirada, como queriendo ser ajenos a lo que estaba
sucediendo.
El
¨clin¨ de la caja sonó al abrirse. Un cliente de mediana edad y
apariencia fuerte miró al atracador que hacía la cobertura. Este
parecía que desde el principio se hubiera fijado en él y le
estuviera esperando.
-¡No
me mires! -gritó dirigiéndose decidido a por él.
El
cliente de inmediato volvió la mirada hacia el suelo. Incluso así,
el atracador le increpó.
-¡¡No
me mires, cabrón!!
Y
le metió con el cañón de la pistola en el costado como si le
estuviese dando una puñalada. El hombre cayó al suelo retorciéndose
de dolor y reprimiendo el quejido.
-¡Pequeño,
tú tampoco!
El
pequeño Di Rossi permaneció mudo. No le iba a decir que no era
pequeño y desafiarle, pero no desvió su mirada, directa, con la
cabeza levantada.
-¡¡¡Te
he dicho que no me mires!!! -gritó enfurecido exageradamente, tanto
que saltó saliva de su boca.
Paolo
bajó la mirada, recapacitaba, había detectado algo raro, una
contradicción entre el énfasis de la voz y la expresión de los
ojos. Pensó en el gesto de la boca, aquel hombre sonreía. Fue solo
un par de segundos. Cuando fue a levantar la cabeza de nuevo, la mano
protectora de su madre le tapó la vista y lo retuvo contra su
cuerpo. Siempre recogiendo a sus dos hijos. Instintivamente, Paolo
cerró los ojos al tiempo que escuchaba su voz de súplica.
-Por
favor, por favor, es un niño.
¨¡Tac!¨.
En
el silencio, Paolo oyó un zumbido en el oído que cada vez se volvía
más agudo y molesto, casi al mismo tiempo que escuchaba gritar algo
al hombre que se había sentado frente a ellos.
¨¡Tac!¨,
de nuevo.
Un
golpe seco.
¡Tac!,
otro disparo. ¡Tac!, otro más.
El
zumbido se convirtió en dolor de tímpanos. Escuchó voces que se
alejaban.
-¡Vayámonos,
vayámonos! ¡Ya está!
Notó
que su madre se relajaba tanto que su brazo pesaba, lo apartó, no
ofreció resistencia. Nunca había visto aquella expresión en sus
ojos, y de inmediato supo que algo grave pasaba.
-¡Mamá!
¡¡Mamá!!
¨¡¿Por
qué miran así sus ojos?!¨.
Buscó
por su cuerpo y vio dos pequeños rotos en el anorak, en el centro
del pecho. Allí estaba la causa de que estuviera así; pero no, no
era real, era solo un sueño, y en el sueño su madre tosió
débilmente mientras él la volvía a mirar y ella le intentó
sonreír. No pudo, se le iba la imagen de su hijo, de su cara llena
del mayor pánico que pudiera expresar en su rostro un niño. Paolo,
su pequeño Di Rossi, con lo inexpresivo que era.
Intentaba
despertarse, pero no podía. Su madre le quería hablar en aquel
sueño, el peor que nunca había tenido.
-Paolo,
tu padre no debe saber nada, ¿comprendes?
-Sí,
mamá.
Y
Paolo lo comprendió todo: no podía desear la
muerte de otra persona sin que le afectase también a un ser querido.
Eso fue lo que
aprendió al mismo tiempo que su madre comenzaba a marcharse.
Las
lágrimas llenaban sus ojos y mejillas, algunas cayeron sobre el
anorak de la madre, Paolo las observó. Puso el dedo sobre una de
ellas y notó perfectamente el líquido mientras la angustia
entrecortaba su respiración. Si
hubiera sido un sueño, ya se habría despertado, pero siguió
suplicando con toda su alma que así fuera.
-¡Mamá,
no te mueras!
-No
voy a morir, hijo, seguiré viviendo..., pero...
-Yo
te quiero así.
-No
le hables de tus ojos a papá, es lo único que te pido.
-Vale,
mamá.
-Os
quiero mucho a los dos, a los tres. -Miró a su vientre, aún tenía
la mano sujetándolo, esbozó una sonrisa.
-Nosotros
también te queremos, mamá.
-Perdóname,
hijo.
-No,
¿por qué? Sí, mamá, ¿mamá?, ¿mamá?, ¿mamá? ¡¡¡Mamá!!!
Inmóvil.
El cuerpo muerto se inclinó un poco hacia adelante. No tuvo fuerzas
para sostenerla, cayó bajo la mesa y Paolo se echó sobre ella. No
respiraba. La abrazó. Notó una línea de dolor que le bajaba desde
la barbilla rajándole el cuerpo por la mitad. Vio que la mano de su
madre ya no protegía el vientre y puso la suya en su lugar. Paolo
tampoco podía respirar. El maldito sueño no lo era aunque lo estaba
viviendo como si lo fuera. La falta de aire le hizo marearse, no veía
con nitidez. Se acercó al rostro de su madre, cara a cara, iba a
morir también, no le importaba. Quería y deseaba con todas sus
fuerzas morir junto a ella. Escuchó un ruido, una bocanada de aire
le dio en los labios, la última exhalación de su madre le devolvía
la vida. Y Paolo volvió a respirar.
La
gente se acercó, un hombre lo cogió, lo apartaba a la fuerza, y el
pequeño Di Rossi pateó y gritó para volver junto a ella. Hicieron
falta tres personas para retirarlo, solo consiguió volver la cara
para verla. Los ojos de Violeta miraban arriba, hacia algún lado,
con la misma expresión que había visto en una ocasión en una
pintura de María Magdalena, y tanto le había extrañado que
preguntó a su madre por aquel detalle, y ella le contestó que era
porque estaba agradecida a Jesús, ya que Él le había perdonado
todos sus pecados.
-¡Paolo!
-¡¡Señor
Kipling!! ¡¡¡Aaaaahhhhhh!!! -gritó desahogándose cuando vio una
cara amiga.
-Por
favor, vivo frente a él -dijo agobiado.
Había
visto a su vecina y al otro hombre sobre el suelo, varias personas
hacían ejercicios de reanimación sobre ellos.
Lo
cogió en alto, abrazándolo. La gente movía negativamente la
cabeza, incrédulos ante lo que había ocurrido.
-¡¡Mamá!!
¡¡Mamá!! ¡¡Está allí!!¡¡Llévame con ella!!
-No,
Paolo, mírame a mí, mírame a mí.
-¡Quiero
estar con ella! ¡Por favor, por favor!
El
señor Kipling le abrazó con fuerza, bajándole la cabeza sobre su
hombro. Percibió en su pecho las sacudidas, la respiración y los
espasmos de un Paolo roto.
-Están
los dos muertos -se escuchó.
-¿Seguro?
-Sí.
El
señor Kipling notó una mano sobre su espalda, se volvió, el
pequeño Di Rossi también lo hizo. Un hombre que no conocían les
miró moviendo negativamente la cabeza. Después habló.
-Lo
siento, todo ha terminado, pequeño.
En
un segundo notó cómo Paolo se tranquilizaba, respiró varias veces
profundamente.
-Señor
Kipling, por favor, bájeme, yo ya no soy pequeño.
Subió
las ventanillas. El Toyota con un faro roto se puso en marcha de
nuevo nada más ver salir a los cuatro hombres de la librería y
subirse en el automóvil que esperaba apostado, en doble fila y con
el conductor al volante.
No
sabía cuál era la situación exacta. Había escuchado los disparos,
la suerte estaba echada. Él solo tenía que continuar haciendo su
trabajo, hacerse cargo del negocio, como tantas veces en ausencia de
Enrico Cacciatore.
ANTONIO
BUSTOS BAENA.
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