Platero
– le dije -, vamos a esperar las Carretas. Traen el rumor del
lejano bosque de Doñana, el misterio del pinar de las Ánimas, la
frescura de las Madres y de los dos Fresnos, el olor de la Rocina...
Me
lo llevé, guapo y lujoso, a que piropeara a las muchachas por la
calle de la Fuente, en cuyos bajos aleros de cal se moría, en una
vaga cinta rosa, el vacilante sol de la tarde. Luego nos pusimos en
el vallado de los Hornos, desde donde se ve todo el camino de los
Llanos.
Venían
ya, cuesta arriba, las Carretas. La suave llovizna de los Rocíos
caía sobre las viñas verdes, de una pasajera nube malva. Pero la
gente no levantaba siquiera los ojos del agua.
Pasaron,
primero, en burros, mulas y caballos ataviados a la moruna y la crin
trenzada, las alegres parejas de novios, ellos alegres, valientes
ellas. El rico y vivo tropel iba, volvía, se alcanzaba
incesantemente en una locura sin sentido. Seguía luego el carro de
los borrachos, estrepitoso, agrio y trastornado. Detrás de las
carretas, como lechos, colgadas de blanco, con las muchachas morenas
duras y floridas, sentadas bajo el dosel, repicando panderetas y
chillando sevillanas. Más caballos, más burros... Y el mayordomo
-¡Viva la Virgen del Rocíoooo! ¡Vivaaaa! - calvo, seco y rojo, el
sombrero ancho a la espalda y la vara de oro descansada en el
estribo. Al fin, mansamente tirado por dos grandes bueyes píos, que
parecían obispos con sus frontales de colorines y espejos, en los
que chispeaba el trastorno del sol mojado, cabeceando con la desigual
tirada de la yunta, el Sin Pecado, amatista y de plata en su carro
blanco, todo en flor, como un cargado jardín mustio.
Se
oía ya la música, ahogada entre el campaneo y los cohetes negros y
el duro herir de los cascos herrados en las piedras.
Platero,
entonces, dobló sus manos, y, como una mujer, se arrodilló - ¡una
habilidad suya! - , blando, humilde y consentido.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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