No
sé si tú, Platero, sabrás ver una fotografía. Yo se las he
enseñado a algunos hombres del campo y no veían nada en ellas. Pues
éste es Lord, Platero, el perrillo fox-terrier de
que a veces te he hablado. Míralo. Está, ¿lo ves?, en un cojín de
los del patio de mármol, tomando, entre las macetas de geranios, el
sol de invierno
¡Pobre
Lord! Vino de Sevilla cuando yo estaba allí pintando. Era blanco,
casi incoloro de tanta luz, pleno como un muslo de dama, redondo e
impetuoso como el agua en la boca de un caño. Aquí y allá,
mariposas posadas, unos toques negros. Sus ojos brillantes eran dos
breves inmensidades de sentimientos de nobleza. Tenía vena de loco.
A veces, sin razón, se ponía a dar vueltas vertiginosas entre las
azucenas del patio de mármol, que en mayo lo adornan todo, rojas,
azules, amarillas de los cristales traspasados de sol de la montera,
como los palomos que pinta don Camilo... Otras se subía a los
tejados y promovía un alboroto piador en los nidos de los aviones...
La Macaria lo enjabonaba cada mañana, y estaba tan radiante siempre
como las almenas de la azotea sobre el cielo azul, Platero.
Cuando
se murió mi padre pasó toda la noche velándolo junto a la caja.
Una vez que mi madre se puso mala se echó a los pies de su cama y
allí se pasó un mes sin comer ni beber... Vinieron a decir un día
a mi casa que un perro rabioso lo había mordido... Hubo que llevarlo
a la bodega del Castillo y atarlo allí al naranjo, fuera de la
gente.
La
mirada que dejó atrás por la callejilla cuando se lo llevaban sigue
agujereando mi corazón como entonces, Platero; igual que la luz de
una estrella muerta, viva siempre, sobrepasando su nada con la
exaltada intensidad de su doloroso sentimiento...Cada
vez que un sufrimiento material me punza el corazón, surge ante mí,
larga como la vereda de la vida a la eternidad,
digo, del arroyo al pino
de la Corona, la mirada que Lord dejó en él para
siempre cual una huella macerada.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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