LVI
Entrando
por la calle de la Fuente, de vuelta del huerto, las campanas, que ya
habíamos oído tres veces desde los Arroyos, conmueven, con su
pregonera coronación de bronce, el blanco pueblo. Su repique voltea
y voltea entre el chispeante y estruendoso subir de los cohetes,
negros en el día, y la chillona metalería de la música.
La
calle, recién encalada y ribeteada de almagra, verdea toda, vestida
de chopos y juncias. Lucen las ventanas cochas de damasco granate, de
percal amarillo, de celeste raso, y donde hay luto, de lana cándida,
con cintas negras. Por las últimas casas, en la vuelta del Porche,
aparece, tarda, la Cruz de los espejos, que, entre los destellos del
poniente, recoge ya la luz de los cirios rojos que lo gotean todo de
rosa. Lentamente pasa la procesión. La bandera carmín, y San Roque,
Patrón de los panaderos, cargado de tiernas roscas; la bandera
glauca, y San Termo, Patrón de los marineros, con su navío de plata
en las manos; la bandera gualda, y San Isidro, Patrón de los
labradores, con su yuntita de bueyes; y más banderas de más
colores, y más Santos, y luego, Santa Ana, dando lección a la
Virgen niña, y San José, pardo, y la Inmaculada, azul... Al fin,
entre la Guardia Civil, la Custodia, ornada de espigas granadas y de
esmeraldinas uvas agraces su calada platería, despaciosa en su nube
celeste de incienso.
En
la tarde que cae, se alza, limpio, el latín andaluz de los salmos.
El sol, ya rosa, quiebra su rayo bajo, que viene por la calle del
Río, en la cargazón de oro viejo de las dalmáticas y las capas
pluviales. Arriba, en derredor de la torre escarlata, sobre el ópalo,
terso de la hora serena de junio, las palomas tejen sus altas
guirnaldas de nieve encendida.
Platero,
en aquel hueco de silencio, rebuzna. U su mansedumbre se asocia con
la campana, con el cohete, con el latín y con la música de Modesto,
que tornan al punto al claro misterio del día; y el rebuzno se le
endulza, altivo, y, rastrero, se le adivina...
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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