LIV
Suben
por la empinada cuesta con tramos de escalones desgastados por siglos
de pisadas. De vez en cuando, un rellano donde poder descansar. Los
pequeños tendederos cuadrados, oxidados, con algo
de ropa colgada, aunque no tanta como en los cordeles aéreos que
cruzan la estrecha calle constantemente. En la oscura subida a Monte
Calvario, donde viven los abuelos, no hay casas pintadas ni paredes
pulcras. Al contrario, el deterioro, la dejadez, la polución
incrustada da uniformidad a las fachadas de las viviendas. No, allí
no hay macetas ni flores, tampoco entra el sol.
Nada
más llegar a la puerta, el pequeño Di Rossi se queda un poco atrás,
en segundo plano. Después de que entre su padre, sube el escalón
que separa la vivienda de la calle, después baja dos dentro del
pequeño zaguán, entre puerta y puerta.
Sus
abuelos, como siempre, están vestidos de negro. Besan a Umberto
mientras Paolo percibe y recuerda el olor a pescado de la casa, cada
año le cuesta acostumbrarse.
Su
padre se aparta un poco, gira hacia él. Los tres lo miran, lo
contemplan, inmóviles, con una sonrisa. Los viejos, algo nerviosos,
sobre todo la abuela está muy emocionada.
Al
poco levanta la cabeza, serio, tímido, de nuevo la impresión
negativa, están más viejos aún que el año anterior, más
arrugados. Los ojos de la abuela comienzan a inundarse de lágrimas,
se da la vuelta al tiempo que saca un pañuelo de tela del bolsillo
del delantal, desaparece dentro de la vieja casa.
A
Paolo, su madre le había hablado de aquellas dos personas, le
explicó lo que tuvieron que trabajar para poder pagar los estudios a
su única hija. También le contó que hubieran querido con toda su
alma que se quedara a vivir en Nápoles, nunca le dijeron nada, no
intentaron retenerla, callaron, otro sacrificio más por el bien de
su hija.
El
pequeño Di Rossi los quería querer, pero es que los veía tan
viejos..., tan feos, tan distintos. Le parecía increíble que
aquellas dos personas fueran los padres de su madre.
El
abuelo hace un gesto de fortaleza, aguanta, después intenta ofrecer
una sonrisa más abierta.
-Venga,
vamos, pasad -dice finalmente con su voz ronca.
Por
fin da unos pasos adelante, el abuelo aprovecha para ponerle una mano
sobre el hombro, acompañándolo. A Paolo le viene un recuerdo de su
madre, se retiene para no quitársela.
Siente
frío entre esas paredes, es todo tan distinto. Ocupan la única
habitación libre, la de Violeta, a la que han incorporado otra cama.
Más tarde, su padre, después de pedir permiso a la abuela,
despliega los dos pósteres y los coloca paralelos, en la pared
frente a los cabeceros de las camas, encima de la mesa que hacía de
escritorio a su madre cuando vivía allí.
Las
mira, algo ha cambiado, es como si le dieran compañía.
ANTONIO
BUSTOS BAENA.
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