domingo, 7 de febrero de 2016

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI,

LIV
  Suben por la empinada cuesta con tramos de escalones desgastados por siglos de pisadas. De vez en cuando, un rellano donde poder descansar. Los pequeños tendederos cuadrados, oxidados, con algo de ropa colgada, aunque no tanta como en los cordeles aéreos que cruzan la estrecha calle constantemente. En la oscura subida a Monte Calvario, donde viven los abuelos, no hay casas pintadas ni paredes pulcras. Al contrario, el deterioro, la dejadez, la polución incrustada da uniformidad a las fachadas de las viviendas. No, allí no hay macetas ni flores, tampoco entra el sol.
Nada más llegar a la puerta, el pequeño Di Rossi se queda un poco atrás, en segundo plano. Después de que entre su padre, sube el escalón que separa la vivienda de la calle, después baja dos dentro del pequeño zaguán, entre puerta y puerta.
Sus abuelos, como siempre, están vestidos de negro. Besan a Umberto mientras Paolo percibe y recuerda el olor a pescado de la casa, cada año le cuesta acostumbrarse.
Su padre se aparta un poco, gira hacia él. Los tres lo miran, lo contemplan, inmóviles, con una sonrisa. Los viejos, algo nerviosos, sobre todo la abuela está muy emocionada.
Al poco levanta la cabeza, serio, tímido, de nuevo la impresión negativa, están más viejos aún que el año anterior, más arrugados. Los ojos de la abuela comienzan a inundarse de lágrimas, se da la vuelta al tiempo que saca un pañuelo de tela del bolsillo del delantal, desaparece dentro de la vieja casa.
A Paolo, su madre le había hablado de aquellas dos personas, le explicó lo que tuvieron que trabajar para poder pagar los estudios a su única hija. También le contó que hubieran querido con toda su alma que se quedara a vivir en Nápoles, nunca le dijeron nada, no intentaron retenerla, callaron, otro sacrificio más por el bien de su hija.
El pequeño Di Rossi los quería querer, pero es que los veía tan viejos..., tan feos, tan distintos. Le parecía increíble que aquellas dos personas fueran los padres de su madre.
El abuelo hace un gesto de fortaleza, aguanta, después intenta ofrecer una sonrisa más abierta.
-Venga, vamos, pasad -dice finalmente con su voz ronca.
Por fin da unos pasos adelante, el abuelo aprovecha para ponerle una mano sobre el hombro, acompañándolo. A Paolo le viene un recuerdo de su madre, se retiene para no quitársela.
Siente frío entre esas paredes, es todo tan distinto. Ocupan la única habitación libre, la de Violeta, a la que han incorporado otra cama. Más tarde, su padre, después de pedir permiso a la abuela, despliega los dos pósteres y los coloca paralelos, en la pared frente a los cabeceros de las camas, encima de la mesa que hacía de escritorio a su madre cuando vivía allí.
Las mira, algo ha cambiado, es como si le dieran compañía.

ANTONIO BUSTOS BAENA.

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